Opinión

Ética del “buen vivir” indigenista

El concepto, o mejor dicho el campo discursivo, del “buen vivir” surge en la década de 1990 inicialmente en los países andinos de Ecuador y Bolivia, como expresión popular de un movimiento social genuinamente indígena que reclama a sus respectivos estados el cumplimiento de sus reivindicaciones ancestrales y el reconocimiento expreso de sus formas de organización comunitaria e identidad cultural. Demandas que fueron legalmente refrendadas en las reformas constitucionales que afrontaron ambos países durante los gobiernos de Rafael Correa y Evo Morales respectivamente. Ambos textos constitucionales incluyeron de forma expresa la noción del “buen vivir”, empleando para ello las voces sumak kawsay, en lengua quechua (para el caso de Ecuador) y suma qamaña, en aymara (para Bolivia). Además, en la carta magna ecuatoriana, se redactó todo un desarrollo normativo de los derechos del “buen vivir”. Derechos que se articulan íntimamente vinculados a la propia naturaleza, la cual es presentada en el mismo nivel que la Pachamama, propia del saber tradicional andino.

Con el paso del tiempo el concepto ha trascendido el ámbito estrictamente indigenista, para adentrarse tanto en la esfera política, representada por movimientos antineoliberales y medioambientalistas, como en esferas de pensamiento académico occidental. Como consecuencia, el concepto primigenio, que remite a la comunidad con la naturaleza y los ancestros, ha ido nutriéndose y retroalimentándose para configurar un haz o híbrido discursivo que combina tanto una alternativa andina de desarrollo sostenible como un paradigma epistemológico enraizado en la cosmovisión indígena.

En estas interpretaciones se combinan, según los expertos, ideas provenientes tanto del marxismo de Mariátegui, el indigenismo y la teología de la liberación como de posiciones ecológicas e intelectuales de izquierda. Sin embargo, considero necesario plantear un ejercicio de deconstrucción semántico e ideológico con el propósito de redefinir el significado profundo del término para los pueblos indígenas. Trasladando el reiterativo énfasis discursivo centrado en el papel político de los movimientos sociales hacia una dimensión de transformación ontológica del ser. Proceso que comenzaría con la reafirmación de una epistemología indígena que representa una forma alternativa de interpretar la realidad, para culminar con la firme vindicación de la creencia en una unidad indisoluble entre persona y naturaleza como una totalidad orgánica viva y completa, es decir, una visión ecocéntrica o biocéntrica, como se prefiera denominar.

La epistemología indígena, a diferencia de nuestro pensamiento marcadamente racionalista-cartesiano, se construye a partir de una forma comunicativa de ver, sentir, percibir y proyectar el mundo que configura su cosmovisión. Así, por ejemplo, el suma qamaña expresa la importancia de saber escuchar, de escucharse mutuamente entre las personas, de escuchar a la naturaleza entendida como la Madre Tierra: “el que escucha aprende, cambia”. Enseña también a saber compartir, porque compartir implica “dejar de competir para complementarse, es saber dar para recibir, es reconocer que todos somos hermanos y tenemos una sola madre, que es la naturaleza, que es Pachamama”. Este pensamiento se contrapone con nuestra visión dual de la realidad tendente a confrontar por oposición una lucha de contrarios. Esta dualidad contrapuesta estructuró también el pensar y el hacer del ser humano en Occidente. De esta manera la superación y el progreso humano se han explicado históricamente en función de su dominio sobre la naturaleza.

El “buen vivir” propone superar en la conciencia de las personas este dualismo sociedad/naturaleza y asentar un nuevo paradigma biocéntrico, distinto al antropocentrismo clásico según el cual la Naturaleza es valorada por la utilidad o beneficio que encierra, es decir, como mercancía, como valor de uso o de cambio. Para ello se debe anteponer su valor intrínseco primordial y sustituir esa relación de subordinación por una de interdependencia y armonía con los ciclos vitales de la Madre Tierra, del cosmos, de la vida y de la historia, y en equilibrio con toda forma de existencia.

En la noción del “buen vivir” subyace un interesante paralelismo con los principios de la corriente de pensamiento occidental de la Ecología Profunda (Deep Ecology) y esta a su vez se emparenta con la  Ética de Baruch Espinoza. Ambos paradigmas invocan un cambio de actitudes en las personas, que es más necesario y urgente que nunca. El reto titánico que afronta la humanidad para tratar de revertir el impacto del cambio climático requiere de una profunda transformación estructural tanto del modo de producción actual como de los hábitos de consumo. El conjunto de políticas y medidas que se están diseñando bajo el epígrafe del Green New Deal, y seguro que otras muchas más que desafíen la degradación de los ecosistemas y la pérdida de biodiversidad, solo podrán tener sentido y eficacia si empezamos a construir en nuestras vidas un “buen vivir”.

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