Opinión

¿Errar o prevaricar?

El caso más reciente es el que autoriza a los jueces a plantarse, amparados en presuntas objeciones de conciencia que igual servirán para esquivar cargas de trabajo, o evitar olímpicamente, simples reproches de su entorno social.

Pasadas tres décadas desde su fundación, se impone una revisión integral de la jurisdicción constitucional, partiendo de los retos críticos que suponen los jueces sin rostro (letrados), el acceso directo a la jurisdicción sin mayores prerrequisitos de admisibilidad y subsecuente mora judicial, la despersonalización de las sentencias (“machoterismo”), la centralización capitalina (vallecentrismo) o la única instancia.

Son lunares que, de no abordarse con prontitud y omnicomprensión, terminarán amenazando no solo la credibilidad de la Sala Constitucional, sino también la legitimidad del Poder Judicial.

No obstante, siendo que Costa Rica se volvió alérgica a las reformas de fondo, limitémonos por lo pronto a evidenciar varios “errores” palmarios de esta Sala Constitucional. Además, en casos de alto valor simbólico por los intereses -y no solo derechos- en juego.

Primer error. Los magistrados ratificaron, una vez más, que las opiniones consultivas de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) son vinculantes. Ese infundio, antijurídico por lo demás y esencialmente ilógico, le quebró el espinazo a una discusión política -y no solo jurídica- inacabada, a la que se le amputó la mejor parte, que debía concretarse -y ojalá resolverse- en la cabeza legislativa. Sede en la que, eso sí habría que decirlo, sin ambages, pasaron sin pena ni gloria generaciones estériles de legisladores que fueron procrastinando o jugando a la “papa caliente” con un tema al que, por valentía política, imperativo ético; pero, sobre todo, por lógica republicana, tenían que entrarle desde el Legislativo y no desde el Judicial. Y siempre bajo la égida de los derechos humanos y no de los caprichos religiosos o las tesituras populistas de nuevo cuño.

Desde el 2018, difundí sendos criterios jurídicos sustentando la no vinculación de las opiniones consultivas de la CIDH. En dichas tesis reiteré que una cosa es decretar la vinculación de una opinión consultiva destinada a liberalizar -léase desprofesionalizar- el ejercicio del periodismo con la sola intención, además y en aquel tiempo, de fortalecer una jurisdicción “en pañales” como la de aquella CIDH que en 1985 resolvió aquella otra opinión consultiva de Costa Rica sobre la colegiatura no obligatoria de los comunicadores; y otra cosa muy distinta, imponer jurisdiccionalmente un replanteo de la noción política liberal de un instituto civil con ribetes éticos, religiosos, antropológicos, sociopolíticos y ya no solo jurídicos, como el del matrimonio. Para mayores males, en una sociedad moralina y algo conservadora como la costarricense.

La Sala Constitucional homologó “sentencia como corolario decisional de la jurisdicción contenciosa, con aquella “opinión” derivada de una consulta estatal (competencia no contenciosa) deliberadamente diseñada por los fundadores del Sistema Interamericano de Derechos Humanos (SIDH), justamente, como una especie de “colchón” para prevenir a los Estados de la dirección que la Corte seguiría sobre un determinado asunto consultado, que en caso este fuera sometido a su competencia en un futuro.

Los ideólogos del SIDH en los setentas fueron mucho más sabios que nuestros actuales magistrados constitucionales, desde que aquellos repararon en la necesidad de prevenir ciertos desgastes innecesarios cuando, por cálculo politiquero, los gobiernos de turno pretenden desplazar discusiones típicamente nacionales mediante una especie de juego a tres bandas que descoloca a la CIDH y le ahorra a los populistas asumir el costo de sus decisiones más polémicas.

Está claro aquí, entonces, que el error no fue de los magistrados interamericanos, como sí de sus colegas constitucionales al adoptar una decisión típicamente legislativa, incursionando, sin garbo ni resguardo, en las arenas movedizas de la política, escudados en su toga.

Segundo error. “La Sala Constitucional se impone de la crisis fiscal”, adujeron sus integrantes al validar aquel “plan fiscal” divisivo y retrógrado.

Desde ese descarado reconocimiento todos quedamos prevenidos: lo resuelto se inspiró en la política, no en el derecho.

Debe subrayarse que una cosa es buscarle posterior fundamentación constitucional y legal a una decisión política preconcebida, y otra muy distinta decidir con la solidez de los argumentos jurídicos siempre a la vista y asidos con ambas manos. Duélale a quien tenga que dolerle.

Lo que refería a la autonomía municipal y universitaria, así como el talante absolutamente regresivo de ese “combo fiscal”, fueron elementos que la Sala Constitucional dejó pasar en forma de una amenazante y draconiana “regla fiscal”. Suponiendo estas licencias jurisdiccionales, condiciones espartanas inesquivables para el mismo Poder Judicial, sin reparo posible frente a la voracidad hacendaria y en claro desmedro de la independencia del gobierno judicial.

A la postre, incluso, ese “error” de la Sala provocó un cisma en el Poder Judicial que le salió carísimo, en términos de legitimidad, a la propia Corte Plena. Eso dejó en descampado solitario a los gremios judiciales que, obligados por las circunstancias, tuvieron que salir a defender frente al país, lo que ya antes sus jefes de lo constitucional habían entregado al gobierno y sus aliados económicos: la independencia judicial, y demás autonomías.

Tercer error. El caso más reciente, aunque quizás menos sonoro, es el que autoriza a los jueces a plantarse, “zafando el lomo” a su oficio, amparados en presuntas objeciones de conciencia que igual servirán para esquivar cargas de trabajo, o evitar olímpicamente, simples reproches de su entorno social.

Más allá del interesantísimo debate filosófico que enmarca la objeción de conciencia (Dworkin-Habermas) como subproducto de una cartografía mucho más amplia que siempre ha rozado las lindes de la desobediencia civil (Thoreau), los magistrados no profundizan ni mucho menos concluyen sólidamente sobre la licencia concedida a la judicatura a partir de esta novísima sentencia constitucional.

De nueva cuenta se equivoca la jurisdicción constitucional, esta vez al desnaturalizar el oficio de juzgador raso, quien a partir de dicho fallo queda en franquía para que su conciencia o humor se impongan. Allí donde los juristas entendíamos, solo cabe la letra dura y fría que le impuso el legislador o la propia jurisprudencia.

No siendo otro el mandato y encargo de la judicatura que el “decir la ley” (jurisdictio). Y, en ese tanto, importa poco o nada la voluntad, prejuicio, fe, opinión o sensibilidad -en una palabra: la conciencia- de cualquier juez que se precie de tal, y por tanto asuma antes de subirse al estrado, que no está llamado a fallar un asunto como lo haría un cura (según su fe y creencia). El buen juzgador es aquel capaz de refrenarse como ser humano, para dar cabida solo a las fuentes de derecho, partiendo de la convicción que le brindan las pruebas bien habidas en el marco de esa camisa de fuerza que, para él, ha de ser siempre cada expediente.

Permitirles a los jueces que se abstengan de casar personas del mismo sexo, después de que fue la misma Sala Constitucional la responsable de imponer tal innovación jurídica y sociocultural es una contradicción in términi que, por lo demás, no podemos dejar de señalar. Pero que, además, y he ahí lo más grave, abre un portillo a la arbitrariedad típica del activismo judicial, sombras que no le hacen ningún bien, no solo a la Sala Constitucional, sino al propio Poder Judicial como bastión democrático y republicano, siempre obligado al autofreno (self-constraint) como prevención del libre arbitrio judicial, vicio que terminará siempre haciendo pendular al Judicial, entre errar o prevaricar.

Suscríbase al boletín

Ir al contenido