Opinión

Entre nos y el mundo

Todos los afanes de la Historia por encontrar equidades, controles y solidaridades mínimas, vuelven cíclicamente a verse sometidos a  cuestionamientos irracionales e irresponsables.

No hay persona más dañina que la que llega a un puesto de poder sin tener los méritos y la conciencia requeridos. El destino de empresas, instituciones y naciones depende de las manos –expertas o torpes, virtuosas o viciosas- en las que caigan.

El estado de salud de una organización, o de todo un país, se mide por la prudencia y autocontención que tengan quienes ejercen autoridad sobre los demás y tienen la fuerza, de hecho o derecho, de imponer sus criterios.

El asunto es más delicado con los centros de poder de alcance general cuando padecemos, como simples ciudadanos, una sesión de la Asamblea Legislativa, o una discusión de Corte Plena, o nos enfrentamos a una decisión del Consejo de Gobierno. Con harta frecuencia se abusa del uso de la palabra y de la potestad decisoria. En el actual Parlamento, por ejemplo, se proponen e impulsan verdaderas ocurrencias, se manosean derechos e instituciones esenciales para la democracia, se confunde control político con altanería e irrespeto, y se pretende forjar carreras políticas a golpe de amedrentamientos a jueces u otras autoridades públicas.

No parece importar ni el interés general ni el bien común a la hora de opinar y decidir. Estos espacios donde se ejerce poder y que por naturaleza deberían ser prudentes, pedagógicos y creadores de civismo y civilidad, le quedan debiendo mucho a la ciudadanía.

Prima el egoísmo de los intereses particulares, los propios y los del círculo cercano: familiar, de amigos, colegas y compañeros, cuando no de  auténticos cómplices. Nos enfrentamos todos los días con legisladores muy valientes para golpear asalariados y pensionados, pero cautos hasta la parálisis frente a los verdaderamente poderosos.

La mayoría de los medios de comunicación han hecho de la descalificación al Estado y sus instituciones su razón de ser. De manera cotidiana y sistemática son atacadas la salud y la educación públicas en palmario apoyo a los sectores privados que usufructúan de estas actividades estratégicas. Se descalifica y ataca todos los días al Poder Judicial, las entidades encargadas de la energía y las universidades públicas, en evidente afán por debilitar la misión democrática esencial que prestan.

En el fondo, una judicatura independiente e imparcial, un control energético equitativo, así como  una docencia e investigación científica y crítica, resultan intolerables para una visión del mundo que solo piensa en mercado, calificadoras internacionales, competitividad y lucro desenfrenado.

Hay un completo abandono del difícil arte de la representación política. Abocados a legislar y decidir para sí mismos y para el aplauso de la gradería, se ensancha la brecha entre representantes y representados. Corre peligro todo el sistema institucional y se pierde fe en la democracia. Es el reino de la demagogia allanándole el camino a la dictadura.

Todos los afanes de la Historia por encontrar equidades, controles y solidaridades mínimas, vuelven cíclicamente a verse sometidos a  cuestionamientos irracionales e irresponsables.

Las muchedumbres, cansadas de una tierra prometida que nunca alcanzan, se tiran a las calles. Reclaman con buenas razones y mucha rabia largamente contenida su lugar en la mesa del reparto. Terminan arrebatando el plato del día, el techo que las proteja, la parcela que siembran, el salario y las jubilaciones dignas. Al final de cuentas, reclaman el derecho a no tener que endeudarse e hipotecar su futuro para poder sobrevivir.

Sin otra salida,  volverán a tomarse las Bastillas y los Palacios de Invierno. Por desgracia correrá sangre hasta que un “nuevo orden justo” deje de ser una frase hueca. Ni el gas lacrimógeno que asfixia, ni los balines que enceguecen, ni los disparos que matan podrán evitar el impulso vital irrefrenable hacia ese nuevo orden. Ojalá, antes de semejante escenario, haya espacio para el ejercicio responsable del poder, el diálogo constructor de consensos, la prudencia de quienes tienen la palabra, el reparto justo de los bienes vitales y el respeto irrestricto a la dignidad de todas las personas.

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