Yo vengo de una familia que siempre ha caminado mucho, pocas veces por placer, muchas veces por necesidad. Mi mamá caminaba todos los días desde su casa en Cinco Esquinas al Colegio Mauro Fernández, porque no había otro colegio más cerca. El día que se quebró una pierna, tuvo que caminar eso mismo para llegar a la casa, para después caminar con mi abuela al hospital.
Mi tío Gerardo caminó descalzo hasta que empezó a trabajar. Caminando le enseñó a mi mamá muchas cosas, entre ellas a ir a las Tardes Juveniles e ir a los conciertos de la Sonora Santanera y de los Galos. Caminaban desde Tibás hasta El Versalles en Sabanilla, por supuesto con una parada obligatoria en Soda Tapia.
Mis abuelos caminaron mucho más que mi mamá, mi tío y sus hermanas. Y me imagino que mis bisabuelos también. Caminar, para mi familia, no era una actividad física para contrarrestar el sedentarismo, mucho menos para alcanzar algún tipo de objetivo diario o para llegar en carrera a alguna meta. Para ellos, caminar era la manera de llegar a todo lado, al colegio, al trabajo, a las actividades por placer, a los partidos de fútbol, a cortejar a mi tía, al hospital a revisarse una pierna quebrada.
A los 43 años mi mamá compró su primer carro y fue la primera mujer de la familia en aprender a manejar. Sin embargo, siguió y sigue caminando a todo lado. De hecho, hoy tiene el objetivo de caminar 280km desde el Mar Caribe hasta el Pacífico. El Camino de Costa Rica es, probablemente, la actividad que más nos ha unido y que más hemos disfrutado juntas.
El otro día, en una de esas caminatas, una señora nos hizo la misma pregunta que nos hacen cada vez que vamos: “¿cuántos kilómetros les faltan y cuándo terminan?”. Mi mamá y yo amamos responder un “llevamos tantos kilómetros y no tenemos fecha para concluir porque no nos urge”. Probablemente caemos mal porque, aún en el senderismo, tan de moda para despejarse y conectar con la naturaleza, la gente anda en una pura prisa.
Cada fin de semana (preferiblemente de época seca), los senderos y trillos del país se llenan de gente con bastones, zapatos de hike o de trail, bultos camelBak, hiking clocks (y cualquier otra babosada que hay que denominar en inglés para que sea más finolis). Gente que, en búsqueda de relajarse, van midiendo la cantidad de pasos y kilómetros, rezando por llegar al final de la caminata, tomándose fotos con cada rótulo, palo y bicho que se encuentran, quejándose de no haber entrenado lo suficiente y hable que hable que hable…
Yo no soy ninguna gurú de la montaña, ni estoy exenta de la fotito en medio del cerro, pero lo que sí sé es que mi linaje de caminantes me heredó caminar por necesidad. Hoy, desde el privilegio, es una necesidad distinta, es la necesidad de ir en silencio y humildad a la montaña, a maravillarme por mi país, a escuchar con fuerza lo que mi corazón quiere decirme, la necesidad de no apresurarme, de huir del caos, de no pensar en el brete o en el Gobierno, de no tener que presentar resultados, solo andar y andar. Aunque sea por un día.
¿Y usted? ¿Por qué camina?

