Característica de la sociedad contemporánea es el impacto de las redes sociales en nuestras vidas personales y colectivas, algo que abarca por igual a quienes, como yo, utilizamos de forma minimalista una o dos de ellas, y a quienes por la intensidad de su actividad en redes no parecen hacer otra cosa. Al igual que en los demás medios de comunicación, la mayoría de lo que allí circula oscila entre lo utilitario y lo inocuo. Pero, y tal vez a diferencia de aquellos, se observa en las redes una creciente cantidad que no lo es. Ahora no solo los violentos de siempre, sino también personas incapaces de matar personalmente una mosca, emiten opiniones que van de la violencia verbal a una abierta incitación a otros tipos de violencia. Personas antes amigas se distancian, y a cambio adquieren seguidores a quienes nunca han visto ni verán. Todo ello es tan patente que han empezado a aparecer en diversos medios intentos de responder a la pregunta: ¿a qué se debe esta dinámica? La mayoría de las respuestas dadas suelen coincidir: la soledad y distancia desde la que se emiten los mensajes; la aparición de una audiencia al otro lado de la pantalla; el surgimiento de comunidades cibernéticas que se autoalimentan narcisistamente; la facilidad de convertirse con un simple teclazo en parte de una de tales comunidades; la posibilidad de anonimato o de identidad simulada; la facilidad con que en las redes los adversarios, o los simplemente diferentes, son tratados como enemigos; la proliferación de sitios dedicados a atacar a todos estos “enemigos” son algunos de los factores en juego. Los ejemplos abundan, como el hombre que asesinó a tiros a varios judíos en una sinagoga en Pittsburg (USA). Conocidos, vecinos e incluso su prometida lo describieron como una persona de muy bajo perfil social, de quien no conocían su asiduidad a sitios de la extrema derecha estadounidense, en uno de los cuales difundía violentos contenidos antisemitas. Ese hombre gris, a quien en persona nadie daba ninguna importancia, tenía, sin embargo, al otro lado de la pantalla, una numerosa comunidad que compartía y retroalimentaba su odio.
Si todo ello no fuera suficientemente preocupante, ahora ha surgido un fenómeno peor: los esfuerzos sistemáticos, bien organizados y financiados, para difundir el odio. Tal es el caso de la muy planificada campaña realizada en Facebook por el ejército de Myanmar, desde sitios en apariencia dedicados a difundir noticias nacionales o a seguir la vida y milagros de figuras locales, pero desde los cuales se difundieron por años mensajes contra la minoría musulmana Rohingya, lo que desencadenó, o al menos facilitó, una limpieza étnica que mató a miles y lanzó al exilio a los supervivientes. Casos como estos no son la norma pero tampoco son aislados, y su carácter extremo ayuda a visualizar mejor tanto los mecanismos que operan en las redes sociales, como su potencia para alimentar y movilizar emociones como el odio. Diversos estudios indican que en las redes los ataques obtienen más seguidores o likes que los llamados a la cordura, lo que sería una de las razones, pero no la única, para que redes como Facebook no clausuren cuentas dedicadas a difundir noticias falsas y ataques virulentos, ni siquiera tras haber sido reiteradamente advertidas de que estaban en juego cosas como las elecciones de un país o la vida misma de miles de personas.
Aquí surge un dilema ético. ¿Por qué, si todo esto es bien conocido, seguimos alimentando redes como Facebook? Sin duda juegan factores como el ser básicamente gratuitas, la reticencia a salirnos de un juego que casi todo mundo juega, y el hecho de que podemos usar las redes para fines muy distintos que alimentar el odio. Pero aun utilizadas de forma inocua o para “el bien”, cualquier cosa que esto sea, la mayoría de las veces no solo alimentamos las bases de datos de empresas transnacionales, que cotizan en bolsa y venden toda esta información, sino que estamos privatizando nuestras formas de comunicarnos, algo que deberíamos recordar cada vez que las usamos.