¡Idea bendecida por el poder político/económico/religioso. Los que viven del trabajo de otros le ponen flores en sus discursos y encíclicas, y lo elevan a valor esencial para la convivencia!
El manjar del candidato es la desocupación creada por el gobierno anterior. La gastadísima frase se empieza a escuchar de nuevo en los bípedos que se arrastran hacia una candidatura para la próxima farsa electorera: «¡Crearemos más plazas, le daremos trabajo a los pueblos…!» ¡Cierto que nos dan «trabajo», eso es indudable! En su lugar deberían enseñarnos a vivir sin trabajar como lo hacen todos ellos. Y la creación de puestos de trabajo en su gestión es, a su vez, el primer tema en el discurso del mentiroso saliente.
Por otra parte, cuántos poemas, himnos y barriles de tinta enaltecen y glorifican el trabajo, hasta hacernos creer que es algo noble, honrado, digno de fe y de todo elogio.
Lo cierto es que el trabajo, en la sociedad moderna, y especialmente hoy en día, no es ninguna mansa paloma que nos ayude a ser justos, honestos o virtuosos. ¡Todo lo contrario! Es una idea prostibularia, causa directa de inmensos infortunios y perversiones que han golpeado desde hace mucho a la humanidad más ignorada.
El trabajo es el responsable directo de la horrible división de nuestra especie en clases y categorías sociales; del surgimiento del Estado con toda su maldad; de la propiedad privada con su oprobio y guerra interminable… a su vez, de cada una de esas adversidades se derivan otras repugnantes secuelas como el avasallamiento, hasta la esclavitud, de cientos de millones de humanos; el autoritarismo y la beligerancia de unas inconmovibles y opulentas minorías, contra grandes mayorías hincadas a su servicio, y la posesión del noventa por ciento del mundo en manos del diez por ciento de los que menos trabajan o jamás han trabajado. Y continúa la lista de sus bárbaros efectos: explotación sin freno, crímenes, guerras, hambrunas, enfermedades…
Hasta los jerarcas de la fe han llegado a ordenar, con su argucia mojigata, necedades como prohibir el aborto o elevarlo a pecado capital, con el único fin de no diezmar la fuerza laboral barata y con hambre que han requerido sus socios en el poder político/económico.
¡Eso es el trabajo! Y la peor secuela actual es que muchos de los que han comprendido esa verdad hacen cualquier «trabajo»; cualquier esfuerzo, ilegal o inmoral con tal de no trabajar a precio de hambre.
Otra cosa muy diferente es su «utensilio», es decir, el trabajador, especialmente el obrero y el pequeño empresario; «maquinitas» de producción de bienes y servicios, dispuestas siempre a recibir incompleto, y muy alejado de su verdadero valor, el fruto de su esfuerzo. Mayorías relegadas a la base de la pirámide de las categorías sociales, con influencia nula en las maniobras del poder político/económico, pero que sostienen, con todas sus fuerzas, con toda su dignidad, tolerancia, ingenuidad e ignorancia, esa vergonzosa pirámide con los «amos» en la cumbre.
Antes de la división en clases sociales, por milenios, vivieron los pueblos en comunas, cuya economía se basaba en la propiedad común de la tierra y de los recursos, con reciprocidad en el reparto de los alimentos y con relaciones políticas equivalentes para todos.
Pero, ¿qué podemos hacer, dejar de trabajar? ¡En buena hora que lo hagan los que puedan y quieran! ¿Cambiar nuestra filosofía del trabajo? Quizá; al menos no verlo como «bendición» y empezar, como se dice, a trabajar lo suficiente para sobrevivir; y no seguir sobreviviendo, a duras penas, tan solo para trabajar. Ante todo, tener presente que las grandes corporaciones, empresas y estados que hoy ahogan al mundo, no podrían existir sin la fuerza del más miserablemente pagado trabajador, pero este y el mundo podrían seguir sin ellas.
Si la paga fuera justa,
Benjamín Franklin decía
que con cuatro horas al día,
sin explotar a la gente,
para vivir dignamente,
¡de seguro alcanzaría!