La compleja y desigual sociedad mexicana contemporánea, encapsulada dentro de un estado fallido, cuyos orígenes se remontan al fracaso de la gesta revolucionaria de hace un siglo, que fue desvirtuada por una voraz y sanguinaria clase dirigente, está dando inicio a una nueva etapa de su larga historia de luchas internas, a partir de los resultados electorales del domingo 1° de julio recién pasado. Este acontecimiento ocurre dentro de lo que representa la culminación de un nuevo despliegue de la presencia de los movimientos populares, siempre en la búsqueda de alcanzar un mínimo de democracia y de justicia social, con la que grandes mayorías populares no han dejado de soñar, al menos desde los tiempos de Francisco Villa y Emiliano Zapata, unos líderes revolucionarios que enarbolaron muchas de esas reivindicaciones, para terminar siendo asesinados por la nueva burguesía que se adueñó del patrimonio de la llamada revolución mexicana. Después del período nacionalista y popular del presidente Lázaro Cárdenas, durante la década de los treinta, la vida social y política de México vino involucionando dentro de una espiral de violencia, además un saqueo sistemático del erario público y de los recursos naturales de la nación. La represión contra la clase obrera y sus organizaciones sociales de lucha se volvió despiadada y sistemática, durante las décadas de los cincuenta y los sesenta, mientras que el movimiento estudiantil fue objeto de la sangrienta represión que culminó en la matanza de la Plaza de las Tres Culturas de la ciudad de México, del 2 de octubre de 1968. Así transcurrieron los 60 años de la hegemonía del llamado Partido Revolucionario Institucional (PRI) hasta el año 2000, cuando fue desplazado por el brazo reaccionario y clerical del Partido de Acción Nacional (PAN), durante los sexenios gubernamentales transcurridos entre esa fecha y el año 2012. La práctica constante del fraude electoral se mantuvo durante los gobiernos de esos dos partidos, los que hicieron objeto de notorias acciones fraudulentas, en dos oportunidades (2006 y 2012), al hoy presidente electo de México, Andrés Manuel López Obrador, a quien los contundentes resultados electorales en su favor hicieron imposible que se le cerrara el camino para alcanzar la presidencia de México.
En términos de la alteridad política, los fraudes electorales de 2006 y 2012 se tradujeron en uno de los períodos más sombríos de la historia mexicana reciente, con la elección de los presidentes Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, panista el primero y priista el segundo. Los miles de muertos ocasionados por la guerra contra el narcotráfico que desató Calderón se vuelven casi un secreto a voces durante esos años, mientras que el PRI regresa después de 12 años para asaltar lo que queda de importante en la institucionalidad del país. Además, Peña Nieto se encargó de liquidar Petróleos Mexicanos PEMEX, la única empresa de propiedad mexicana que figuraba entre un importante grupo de transnacionales de la región, mientras prosigue la represión de los trabajadores petroleros y de la electricidad, cuya empresa también liquidó. Estos años del PRI estuvieron marcados por la detención de 43 estudiantes normalistas, en Ayotzinapa (estado de Guerrero), quienes 4 años después continúan como desaparecidos, mientras el gobierno de turno elude sus responsabilidades frente a las reiteradas protestas de sus familiares, los cuales han contado con el apoyo de grandes movilizaciones populares no solo en el estado de Guerrero, sino también en la capital federal y en todo el resto del país.
La elección de Andrés Manuel López Obrador para ocupar la presidencia de México, durante el sexenio entre 2018 y 2024, marca un punto de inflexión en la vida política y social de ese país, constituyéndose en la exteriorización de las esperanzas de un pueblo cansado de la falta de democracia, de la creciente desigualdad social y de la constante violación de los derechos humanos. Para el pueblo mexicano, es apenas un cambio del marco de referencia en el que tendrá que seguir librando sus duras batallas.