Las recientes declaraciones del exministro de Seguridad y excandidato presidencial Juan Diego Castro en las que ataca al dueño de un medio de comunicación haciendo referencia al Holocausto y a los campos de exterminio nazis, así como las reacciones que estas generaron en las redes sociales, han evidenciado que el antisemitismo; es decir, el odio a los judíos por su condición, no solo no ha dejado de existir sino que es un fenómeno que no es ajeno a nuestro país.
El antisemitismo no fue una invención de Hitler y del nazismo, sino que se remonta a los primeros siglos del cristianismo. Ya en el Evangelio de San Juan veladamente se culpaba a los judíos de la muerte de Jesucristo, acusación que será respaldada por la Iglesia durante la Edad Media (de hecho la imputación de “deicidio” a los judíos se mantendrá en el catecismo católico hasta la segunda mitad del siglo XX). Uno de los mitos más infortunados pero desgraciadamente más extendidos sobre los judíos también nace en el Medioevo: el mito del “judío usurero”, un mito cuyo origen se relaciona con el hecho de que los judíos eran los únicos que estaban autorizados a prestar dinero y cobrar intereses durante esa época.
Aunque el antisemitismo imperaba en Europa Central rápidamente se extiende y llega hasta la Península Ibérica: Tras la conquista del Reino de Granada en 1492 los Reyes Católicos decretan la expulsión de los judíos sefardíes de España, borrando así de golpe más de siete siglos de historia y de coexistencia pacífica entre musulmanes, cristianos y judíos.
Con el final de la Edad Media y el inicio de la Edad Moderna el antisemitismo se transforma y adopta un discurso menos religioso y más “secular”. Ya no se acusa a los judíos de haber asesinado a Dios sino de “contaminar”. El judaísmo deja de ser una creencia y se convierte a los ojos de sus detractores en una “raza”, una raza que amenazaba a las otras razas.
En el siglo XIX aparece el más famoso libelo contra los judíos: Los Protocolos de los Sabios de Sión, un texto plagiado de una novela que supuestamente evidenciaba el interés de los judíos en dominar el mundo. En esta misma época en Rusia y Polonia frecuentemente estallaban pogroms, durante los cuales los judíos eran asesinados o vapuleados en la calle y sus negocios eran saqueados. En el Imperio Austro-Húngaro la situación de los judíos era mejor pero también eran discriminados y se limitaba su acceso a las universidades, algo de lo cual fue víctima el propio Sigmund Freud. El ascenso de Hitler al poder en Alemania y el exterminio de los judíos europeos durante la Segunda Guerra Mundial no surgieron de la nada. Fue la culminación de un progresivo proceso de deshumanización que comenzó muchos siglos atrás.
Hoy vemos resurgir un nuevo antisemitismo que ya no habla de “deicidio” ni de “raza” pero que repite los mismos lugares comunes del viejo antisemitismo. El nuevo antisemitismo ataca las instituciones dirigidas o fundadas por judíos –la expulsión de la Universidad Centroeuropea fundada por George Soros de Hungría es un claro ejemplo-. El nuevo antisemitismo habla de la “banca judía” o el “poderoso lobby judío”. El nuevo antisemitismo cuestiona la existencia del Estado de Israel o sataniza sus acciones, aun cuando estas sean en legítima defensa. Pero tal vez lo más repudiable del nuevo antisemitismo es su pretensión de negar o minimizar el Holocausto alegando que “ellos hacen lo mismo con los palestinos”, que “los nazis no solo mataban judíos” o en el peor de los casos diciendo que “se lo merecían”.
Tal vez lo más preocupante es que el nuevo antisemitismo no solo es reivindicado por pequeños grupos de extrema derecha. Recordemos que Hugo Chávez condecoró en 2006 al entonces presidente iraní Ahmadineyad, quien abiertamente llamaba a la destrucción de Israel, y que en uno de sus discursos condenó a “aquellos que asesinaron a Cristo”.
Los discursos de odio nunca son inofensivos. A la larga siempre terminan asesinado. El nuevo antisemitismo no es la excepción.