El diccionario de la Real Academia Española define atributo, del latín attri-būtum, como “cada una de las cualidades o propiedades de un ser”.
Por ejemplo, cuentan que Leónidas, el guerrero espartano, era un hombre de temperamento fuerte. Para Voltaire, el mayor rasgo de la personalidad de Leibniz era su optimismo. Los historiadores latinos –tal vez con exceso– apodaron “emperador cansado” a Marco Aurelio. Por su parte, Emerson dice que Henry David Thoreau era el más oscuro y terco de sus íntimos amigos. Todas estas oraciones predicativas nominales describen ciertos atributos de los sujetos mencionados, según distintas fuentes.
Pero ¿cuál atributo describe la oración “Juan Pérez es un millennial”? Para mí, stricto sensu, ese predicado designa a un susodicho nacido entre los albores de la década de los años 80 y mediados de los años noventa del siglo pasado. ¡Punto!
Sin embargo, resulta muy interesante observar cómo hoy en día, a través de las redes sociales y los medios de comunicación de masas, se promociona una imagen del millennial que fácilmente puede identificarse con un joven cuyos atributos positivos sobrepasan a los del ser humano promedio. Todo ello a tal punto que las empresas y la sociedad en general deben esmerarse por chinearlos y cuidarlos, para no dejarlos ir de sus filas.
Al resto de los mortales se nos dice que todos ellos son proactivos, talentudos innatos, que encausan su vida con propósitos muy firmes y específicos, que son abiertos y critican la discriminación, que son innovadores por excelencia, que abrazan la diversidad y promueven la equidad de género. Pareciera que todo esto es indicio de que millennial viene a ser (casi) sinónimo de “magnánimo”, vocablo árabe con el que se suele identificar a un ser no solamente bueno o sabio, sino a un espíritu con poderes excepcionales, los cuales incluyen la generosidad y, ¡curiosamente!, la lentitud.
Obtenemos así esta nueva taxonomía: la humanidad se puede dividir en dos grupos: los millennial y los no millennial.
¡Pero qué engañados están! Soy un hombre entrado en años, por lo que ya he visto pasar mucha agua debajo de este puente. Por un lado, he constatado que es falso que todos estos jóvenes sean lo que los coach y motivadores de vida empresarial dicen que son. Por otro, me resulta una sandez creer que, porque alguien haya nacido en una determinada década, tenga gratuitamente los genes de la innovación y la inteligencia, los cuales, para mí, devienen del esfuerzo, el estudio, la reflexión, la lectura y la conversación con los mayores.
He tenido la oportunidad de trabajar y estudiar al lado de muchos de ellos y creo que, para su desdicha, han digerido mal lo que la sociedad les atribuye. Siendo de esta manera ellos mismos los más perjudicados. No vi en la mayoría de estos millennials ningún rasgo de genialidad ni de talento innovador. Vi más bien en muchos de ellos adicciones a la moda, las nuevas tecnologías y las drogas sintéticas, y que, sin ellas, no podrían dar un paso por la calle. Vi a unos jóvenes inseguros, propensos a cambios de ánimo incontrolables y con poquísima tolerancia al fracaso. Además, tampoco aplica a ellos el adjetivo de “narcisistas”, pues Narciso, por lo menos, se miraba y adoraba a sí mismo. Estos jóvenes buscan likes en las redes sociales; es decir, buscan casi siempre ser mirados y reconocidos por los demás.
Si hoy nos hemos abocado a luchar contra los prejuicios y las etiquetas sociales, no podemos permitir que esta generación de jóvenes se pierda en su propia nadería, en la selfie de su propio ombligo. Eso sí, como reza el oxímoron: ¡Ayúdame a ayudarte!