Es un embrión del fascismo y por eso debe ser identificado. Conozco a varios y entre la muestra he coleccionado algunos rasgos comunes, algo así como un prototipo.
El primer rasgo común es el complejo de inferioridad que se esconde bajo una capa de falsa humildad o falsa arrogancia, da lo mismo. El segundo es su cobardía, sus frustraciones se vuelcan contra el más débil. Es patriarcal y detesta a las mujeres seguras de sí mismas.
No es un oligarca ni un aristócrata, es un producto del campo que pasó a clase media urbana. Quizás su abuelo vivía en una casa con piso de tierra, pero de eso él no habla, lo ha relegado a un pintoresquismo folclórico que lo avergüenza. Su estatus lo entiende según el dinero que gana. Y, si no comete actos de corrupción, como sería de imaginar, los tolera bajo la premisa de que los delitos de dinero no son delitos. No le preocupa que se debilite el Estado, a pesar de que le debe su título universitario, y que hoy educa a sus hijos e hijas por cuyo futuro debería estar preocupado. Pero no se preocupa porque piensa que cada generación debe resolver sus propios problemas. No cree que la naturaleza sea más importante que la tecnología y se ve a sí mismo como un ejemplar triunfador del progreso, un tipo que aprendió a beber vino en lugar de guaro. Ha viajado, cómo no… los viajes dan lustre cultural… Pero en Paris comparó la torre Eiffel con el edificio metálico, el Sena con el Virilla, y regresó con sus sentimientos nacionalistas profundamente heridos.
Es fiel a la reforma fiscal del Gobierno, el impuesto a la canasta básica le parece cualquier bobada. Cree que las empresas no deben pagar impuestos porque dan trabajo. Y vuelca un odio tan grande en las redes sociales que hasta él mismo se asombra. La palabra pueblo le saca ronchas y, cuando se alzan voces de protesta en la calle, es el primero en exigir mano dura y represión policial.
El “fachistico”, de chiquito va para grande. No nos descuidemos.