La primera y esencial tarea del proceso de enseñanza-aprendizaje formal debería ser la de inculcar en el alumnado la autonomía y la libertad intelectual como principios básicos inviolables.
Tomar conciencia de estos valores debería ser la piedra angular de cualquier currículum escolar que aspire no solo a la “formación de ciudadanos”, sino más bien a validar esa condición humana indispensable.
Por lo menos así lo entendían los habitantes de las polis griegas antiguas y de las principales ciudades helénicas y romanas. El ciudadano no es un esclavo. Por lo tanto, las leyes no deberían sujetar al hombre libre, sino, por el contrario, el hombre libre debe articular su vida alrededor de ellas, respetándolas mientras estas no atenten contra su autonomía y libertad personal.
Desde esta perspectiva, creo que nos equivocamos si creemos que el proceso de enseñanza-aprendizaje debería ser un simple correlato entre la elaboración y la simple ejecución de contenidos. Es decir, esta actividad humana esencial no se trata solo de estímulos y respuestas, al mejor estilo de Pavlov y sus experimentos caninos. Ser un ciudadano libre exige cierta lucidez de pensamientos, los cuales muchas veces se ven trastocados por temores y prejuicios religiosos, gremiales, económicos y familiares.
Sabemos que propiciar este tipo de enseñanza, supone todo un reto que va más allá del medio de interacción pedagógica (la tecnología, por ejemplo), pues la autonomía y la libertad personal forman parte de enunciados teóricos que superan con creces las ambigüedades discursivas del diario vivir. Sin embargo, sería perjudicial también que estos conceptos puedan ser simplemente impuestos a los demás como deberes, pues la rigidez en este contexto todo lo arruina. Así, estamos ante una paradoja.
Para superar esta dificultad tal vez nos sirva remontarnos a una invención antigua, la cual surgió con las raíces mismas de la democracia y la vida civilizada. Hablo del ágora. Del ágora que creó a Sócrates y Diógenes, a la escuela pitagórica, a la academia de Platón y al liceo aristotélico. El ágora es el origen del Senado romano y fue la escuela diplomática de Winston Churchill y de Julio César. El ágora nos regaló a Séneca, a Oscar Wilde y a Montaigne. ¡Sí, el ágora, ese lugar común de discusión de los saberes!
Me gusta pensar en nuestras aulas como formas evolucionadas del ágora clásica griega: un foro de discusión e investigación científica, de debate político y ético, en el cual se sugiere y se establece, pero no se impone nada. Tal vez así, esto nos permita dar ese salto pedagógico y didáctico urgente que necesitamos, y, con ello, promover esos valores esenciales de autonomía y de libertad responsable en las nuevas generaciones.
Para ello contamos con tecnologías poderosas, con bibliotecas nutridas, con expertos y profesionales inquietos que buscan día a día mejorar sus capacidades y destrezas mediante la investigación libre y consciente. Por eso, ¡no perdamos esta oportunidad!