La primera es que en su enorme mayoría los costarricenses son cristianos/católicos, pero no por “mandato divino”, sino por una cuestión de geografía; sí, nacimos en un país de mayoría cristiana impuesta durante el periodo colonial. De haber sido árabes nuestros conquistadores, posiblemente seríamos musulmanes; si hubiesen sido hindúes, pues estaríamos arrodillados ante Krishna. En otras palabras, somos el resultado de la imposición de un dogma, porque la religión es tan antigua como el Homo sapiens mismo. Hace más de 60 mil años, durante el Neolítico, nuestra especie en su etapa más primitiva fue la primera en considerar que existía la vida después de la muerte y enterraba a sus muertos en medio de rituales junto a sus antiguas pertenencias. El Homo sapiens consideró la trascendencia ante lo inevitable y ese cambio marcó para siempre la vida en la Tierra.
La segunda realidad es que Dios no creó al hombre; por el contrario, el hombre creó a Dios. Los antiguos mantenían con los eventos naturales que ocurrían a nuestro alrededor una relación de asombro, especialmente con los fenómenos que le resultaban inexplicables: erupciones volcánicas, truenos, lluvia, inundaciones, huracanes, mareas y temblores, entre otros. Para resolver estos misterios, les asignamos un dios que los controlara. Bajo esta lógica, en toda la Fértil Media Luna nació un amplio panteón de dioses que fueron mutando y extendiéndose según la necesidad y su utilidad. Así, nacieron los dioses mitológicos en Egipto, Grecia y Roma. Esta forma de entender la naturaleza le dio una explicación racional a casi todo. En este periodo es donde conoceremos los primeros relatos de la creación y otros acontecimientos que relacionamos siempre con la Biblia, pero que también narran otras culturas. Por ejemplo, en el poema de Gilgamesh, un personaje legendario de la mitología sumeria, sobrevive a un diluvio porque los dioses decidieron acabar con el mal de la tierra, Lo curioso de este relato es que se escribió cientos de años antes del Génesis, el libro de la creación de Moisés, algo que invita a cuestionarnos si Moisés plagió, o bien, se inspiró en este relato.
Pero el Homo sapiens no se quedó atrás; conforme entendía la naturaleza, fue eliminando dioses de su lista. Cuando resolvimos que el vulcanismo es producto de diversos factores que lo activan, dejamos de necesitar de Vulcano y empezamos a reducir nuestro panteón. Esto me lleva a la tercera realidad: el fenómeno del monoteísmo. La mayoría de los historiadores coinciden en que en los pueblos del desierto, en su mayoría nómadas, tenían que cargar con varios ídolos durante periodos prolongados de tiempo. Imaginen la escena: cientos de hombres, que podían estar desarrollando otras labores más productivas, cargan a todos sus ídolos de oro y plata; por ello, ¿qué mejor manera de ahorrar tiempo que la existencia de un único dios que, además, no se ve? Es por esta evolución y reducción de la deidad que las representaciones renacentistas de Dios en las pinturas que apreciamos en el Vaticano, y por lo tanto en la tradición católica, tienen una enorme influencia grecorromana.
Estimado lector, esto no es un manifiesto ateo o un llamado al agnosticismo. El autor es creyente, pero, como Santo Tomás, disfruta de poner a prueba su fe y duda, porque en la duda se encuentra la verdad y, como diría Jesús, la verdad libera. Entonces, volviendo a nuestro análisis, podríamos decir entonces que Dios es nuestra mejor creación, pero, a pesar de ello, nos dimos el lujo de matarlo como bien lo decía Friedrich Nietzsche en su libro Así Habló Zaratustra: “Dios ha muerto. Dios sigue muerto. Y nosotros lo hemos matado”.
Pero, ¿cuándo ocurrido este magnicidio? ¿Cuándo matamos a Dios? ¿Cómo fue posible que nuestra especie liquidara a su mejor creación? Al igual que el poder político, el poder religioso sigue teniendo vigencia al día de hoy, pues la gente sigue cumpliendo con su fe, con su iglesia. Matamos a Dios el día que pensamos que con nuestra fuerza podemos hacer su voluntad. El día que lo incluimos en nuestra agenda como impulsor y justificador de nuestras ansias y deseos de poder. El día que utilizamos su nombre para alcanzar nuestros fines y no los de Él. El día que creímos que imponer su dogma era la mejor manera de predicar su evangelio. El día que olvidamos que el último mandamiento era “ama a tu prójimo como a ti mismo”.