Opinión

Digo

Digo —con permiso del sublime Debravo—, que esta justicia no es ciega para todos. Si lo fuera, tendría mejor calibrada su balanza y sentiría, con mayor precisión, los pesos en sus platillos. También acertaría más al momento de asestar sus golpes con la espada.

Pero digo que no son así las cosas; que hay puño de hierro para los desheredados de la tierra y guante de seda para los poderosos; que las cárceles están atestadas de hombres jóvenes (entre 15 y 35 años), de baja o nula escolaridad, sin oficio y en un 80% por delitos contra la propiedad. ¿Nos dice esto algo sobre la distribución de la riqueza y de las oportunidades en la sociedad en que vivimos? También abundan, cada vez más, las mujeres reclutadas por el narcotráfico, las del menudeo, las mujeres-camello, las madres-burro; las que han sido empujadas a la ilegalidad por el hambre de sus hijos. Para estos ciudadanos de segunda hay defensa pública, por suerte en nuestro país, un servicio para todo el que lo necesite, todavía de calidad, al que por cierto algunos le llevan ganas.

Digo que ni la balanza ni la espada de esta justicia alcanzan al corrupto que recibe una pena irrisoria, casi una condecoración; al poderoso que se le anula la prueba clave y sale ileso; al presunto que sale huyendo y regresa cuando todo está prescrito; al abusador para el que se desempolvan las penas alternativas y las conciliaciones.

Digo que aquí hay un serio problema ético cuando el abogado termina siendo parte del engranaje mafioso o corrupto. Y digo que los contratos de honorarios “ley entre partes” o de “cuota litis” por muy legales que sean, siguen siendo inmorales; que no es correcto que el abogado termine pagándose con los dineros mal habidos o con las propiedades y bienes del sujeto desesperado por la amenaza de cárcel. Digo que el Colegio de Abogados, ante esta cruda realidad,  no puede seguir viendo para otro lado.

Digo también que, en efecto, esta justicia opera, en la práctica, con ciudadanos de primera, de segunda y hasta de quinta categoría. Desde Rousseau y Beccaria el delincuente es una especie de enemigo al que hay que expulsar,  por haber roto el contrato social que lo obliga a respetar los derechos de sus congéneres. Nada muy nuevo ni original tiene esto del “derecho penal del enemigo”.

Pero los enemigos han sido siempre “los miserables” de Víctor Hugo. Nunca quienes desde sus privilegios cometen todo tipo de tropelías impunes o abusan del derecho. El sistema punitivo ha sido siempre selectivo y discriminatorio en contra de los más débiles; opera con eficiencia solo contra la delincuencia común, los  marginados, los extranjeros, los emigrantes, los jóvenes rebeldes y por supuesto los pobres, siempre los pobres. En cambio, la maquinita se traba cuando, casi por casualidad, logra captar a individuos perseguidos por delitos no convencionales, los del crimen organizado, los perpetrados al amparo del poder político, económico, religioso o de cualquier  otro tipo de influencia social, incluida cierta prensa y hasta organizaciones deportivas y del espectáculo. Estos son los verdaderos privilegiados del sistema, los ciudadanos clase “A”, los que cuentan con todo tipo de apoyos y recursos,  con los “mejores” abogados (¿o solo “los más caros”?), con fiscales negligentes y con jueces temerosos o ambiciosos. Estos son los que se defienden atacando, los que alegan persecución política, los que se enferman para escapar de la prisión; en fin, los que, sí pueden, terminan sentando en el banquillo a policías, fiscales y jueces honrados y cumplidos.

Y digo por fin, al contrario del poeta, que esta justicia sí que tiene bien ganado su sitio en el infierno.

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