Hay dos infiernos que podemos enfrentar en vida, uno es el transcurrir del tiempo natural, el otro es la mala compañía. El primero tiene la redención en la distracción, el otro, en el abandono de aquellos que nos roban la paz y la alegría. Pero la soledad a la que nos condenaríamos podría ser peor que la amargura que nos genera la presencia de quien antes nos llenaba de tiernos gestos de amor y dulces giros de inesperadas sorpresas. Pues la soledad es una muerte simbólica que nos deteriora más que la física.
El encuentro con otros es inevitable. Es una exigencia que se desprende de la naturaleza social de nuestra identidad personal. Sus condiciones se delimitan como requisitos que exigimos en el esfuerzo de salir de la comunidad que nos sostiene desde la cuna, para crear otra, y en ocasiones recrearla, con quien, surgiendo de los demás, destaca entre ellos por su belleza, inteligencia, o sencillamente buena compañía. El otro nos provoca invitarlo a la intimación, a hacerlo parte de nosotros, al menos por lo que perdure; pobre del miserable que nunca han vivido tal dulzura.
No obstante, la vinculación humana es compleja, pues desde nuestra vivencia personal establecemos sus requisitos, postulados y exigencias. Y si bien en el juego de la invitación podemos mediatizar nuestros requerimientos, sin duda en la convivencia reaparecen en su fuerza.
Sin embargo, una vez constituido el nosotros es difícil renunciar a ello, pues el amor da paso, con el pasar de los años, a emociones más firmes, como la complicidad, la solidaridad, la confidencia. No se renuncia fácilmente a otro cuando se es con él un nosotros. Intentamos entonces un mutuo acomodo, que en el convivir nunca acaba y más bien adquiere nuevas formas, según la dinámica de la personalidad y la experiencia de los años.
En la penumbra de las emociones, nuestro espíritu viene a iluminarnos. Ocultamos nuestros enfados, e incluso decepciones, damos, y nos dan; múltiples veces las más distintas oportunidades de preservar la compañía que estimamos es valiosa. A sabiendas de lo que es molesto, lo ocultamos, pues no podemos evitar los actos de insensatez y atrevimiento. Y no creo que nuestra naturaleza sea perversa, pues el ser humano no tolera tal esencialidad. Muy lejos de ello, somos artificio de las épocas que vivimos, que matizamos con el sentido en el que lo corporizamos y representamos frente a los otros conocidos y los demás desconocidos.
Ocultar lo que hemos hecho, o deseamos hacer, advirtiendo de antemano lo molesto que ello puede ser a quien nos es próximo, es un acto de elegante prudencia. No se enrostra la traición que cometemos esperando que se nos dé las gracias por nuestra sinceridad, en lugar de su justa ira. Podríamos exigir a cualquiera que evite hacer, o decir, lo que incomoda o hiere a aquellos con quienes convive, pero nuestros juicios y conductas dependen tanto de nuestras prioridades personales, como de las circunstancias en las que nos encontramos, por ello, podemos sorprendernos con reacciones totalmente inusitadas.
La verdad franca molesta y condena. Solo la simpleza moral que impera en la bella alma del sencillo le impide aceptarlo; pues lo que creemos es una verdad, no es objetiva, sino una perspectiva subjetiva, que tan solo pretende tal situación sin serlo realmente, ya que es producto de las mediaciones tanto de lugar y momento, como de época y vivencia, que la afectan. Quit est veritas? Et, Cuius est?. ¿Qué es la verdad? Y, ¿De quién es? Es por ello que nos podemos enfrentar a la sorpresa de que nuestros actos, tal vez bien intencionados, provoquen, en otros, terribles desgracias.
Para lograr el necesario convivir que surge de exigencias sociales y emocionales ineludibles, manifestamos la prudencia en ocultamiento, evitando el riesgo de la soledad por abandono, ya que nada nos es tan valioso como la sólida presencia de quienes amamos y nos aman, o al menos nos aportan el consuelo de su jovial compañía.