Opinión

Dialéctica de la incertidumbre y la anomia

La percepción actual de incertidumbre cotidiana irrumpió originalmente como un discurso político intencional que se dirigía a estructurar una convocatoria hacia el orden y la estabilización represiva de los comportamientos ciudadanos

La percepción actual de incertidumbre cotidiana irrumpió originalmente como un discurso político intencional que se dirigía a estructurar una convocatoria hacia el orden y la estabilización represiva de los comportamientos ciudadanos en el escenario de las protestas contra el Impuesto al Valor Agregado (IVA). Se trataba así de una categoría político-ideológica de valoración de contexto.

No será sino por efecto de una disfuncionalidad en la mentalidad ciudadana que se transformó rápidamente en una sensibilidad desde la que se percibe la cotidianidad como una situación social real de deterioro apresurado de las condiciones materiales de vida para la mayor parte de los costarricenses.

Las primeras “denuncias” oficiales de esa situación no fueron, por ello, nunca enunciaciones críticas sobre el manejo de la situación por parte del cuerpo integral de gobierno,  Presidencia y la Asamblea Legislativa, el cual ha recaído en ejercicios administrativos autoritarios y represivos. En ese sentido, el discurso sobre la incertidumbre social que percibe el común de los ciudadanos fue  gestado conspirativamente desde un lugar de enunciación intencional que perseguía legitimar conductas de vigilancia, control y sometimiento. Al final, de este modo se configuró una narrativa que se expresa en multiplicidad de formas, ya sean actitudes, juicios morales, usos jurídicos, ideológicos, etc.

Sin embargo, su resonancia produjo un efecto alternativo. Lejos de favorecer la aceptación ciudadana de ejercicios gubernamentales sustentados en la autoridad coercitiva, produjo una distorsión, conductual y valorativa en el comportamiento ciudadano. Esa dislocación en la respuesta cívica desemboca en ruptura de la legitimidad integral en la organización hegemónica de la sociedad costarricense.

En principio, este efecto se puede asociar a un resquebrajamiento en el perfil de ciudadano que repercute no solo sobre el orgullo cívico tico, sino que además lo hace sobre el ethos desde el que ese sujeto visualiza su presente inmediato a través de la exigencia de bienestar evidente y del progreso efectivo, por relación categorial con el imaginario fundante de nuestra nacionalidad. Así que, al verse inhabilitado, en nuestro momento, como criterio de  percepción de la cotidianidad, bajo la presión del discurso de incertidumbre política y social, se provoca una ruptura con el régimen cultural que lleva a una situación de anomia. La  incertidumbre se transforma en una sensibilidad autónoma disfuncional.

Por ello, la respuesta conductual cotidiana se abre a la posibilidad de comportamientos que habían de resultar inesperados de parte del costarricense; no del actual, sino de aquel como lo era en la época de  las condiciones de vida favorecidas por el Estado de bienestar. Entonces, el marco de esa anomia  desemboca en un ciudadano descentrado, quien no se reduce a un  sujeto cívico, sino que se concibe como actor ciudadano. Es decir, no responde a la convocatoria de sometimiento al escenario poder vigente, sino que avanza a la necesidad de su ejercicio, pero de un modo particular, con desprecio.

Es de lamentar que esa repulsa no tenga una definición de horizonte que potencie su incidencia correctiva, pues su ausencia provoca que se ahogue tras la irrupción de vehementes espontaneísmos. Estos, en no pocos casos, resultan sospechosos tanto de su carácter como de la estupidez de quienes los ejecutan. Lo cierto es que en un escenario de anomia lo que se haga genera expectativa, pero no pasa de ahí.

Para quienes participamos en los procesos insurreccionales centroamericanos de los años 80, no debe resultar difícil recordar cómo los escenarios de anomia potencian crisis hegemónicas hasta su redefinición en insurreccionales. Pero tal situación parece sernos lejana, ya que el costarricense arrastra todavía una pobre tesitura política provocada por décadas de reducción de la democracia a vulgar electoralismo.

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