La deuda histórica y vigente del Estado de Costa Rica con los pueblos originarios implica la violación de sus derechos humanos civiles, culturales, económicos y políticos. La exclusión y denigración asociadas con esta violencia vivida desde muchos siglos antes de la creación de una “nación” y un “estado costarricense”, hoy día tienen en el desconocimiento de la autonomía y la usurpación de sus territorios, 2 de las más crudas manifestaciones.
Las causas de los conflictos que enfrentan a pueblos originarios con externos, e incluso entre ellos, son principalmente responsabilidad de un Estado y de una “nación costarricense imaginariamente blanca” que desconoció, dividió, corrompió y usó a gente indígena para cumplir su objetivo de controlar, descomponer y negar la existencia de las culturas originarias. Absolutamente nada distinto hizo el Estado de Costa Rica que no se hiciera, con mayor o menor estratagema y crueldad en los demás países del continente americano. Los asesinatos de indígenas, como expresión virulenta de la violencia construida, impuesta y reproducida, no responden a “pleitos internos” como sigue repitiendo el discurso racista del poder. Muchas de las divergencias entre etnias originarias, entre comunidades y hasta entre familias y personas, se originan en el clientelismo y la sustitución de las estructuras de organización social indígenas por la institucionalidad impuesta.
El asesinato de Sergio Rojas Ortiz el 18 de marzo de 2019, hizo que Costa Rica apareciera entre los países que matan personas defensoras de sus derechos, sus territorios y la naturaleza. La organización Global witness lo incluyó entre las 212 víctimas del 2019 en su informe 2020 “Defender el mañana”. El asesinato de Sergio y el de Jerhy Rivera Rivera, el 24 febrero 2020, confirman que no hubo, y desgraciadamente no hay, ninguna excepcionalidad positiva en Costa Rica pues la violencia contra los pueblos originarios ha seguido.
El hecho de juzgar con leyes agrarias los conflictos en los territorios indígenas es una evidencia más que reveladora de injusticia, pues confirma que el Estado desconoce, en la práctica, la legislación nacional, el Convenio internacional 169 de la Organización internacional de trabajo/OIT y las resoluciones dictadas por organismos internacionales como la Corte Interamericana de Derechos Humanos. El manejo judicial pone en evidencia que se han dejado de lado, o se desconocen, disposiciones previstas en la legislación que mejorarían el desempeño del Estado. Por ejemplo, el “Artículo 4. Prioridad en la resolución y atención de casos” de la Ley N° 9593 “Acceso a la justicia de los pueblos indígenas de Costa Rica”, vigente desde el 24 de julio de 2018, establece que “el sistema de administración de justicia dará prioridad al trámite y a la resolución de los casos en que figuran personas indígenas como parte. La anterior será considerada una acción afirmativa a la que deberá darse la publicidad respectiva, tanto a las personas servidoras judiciales para su cumplimiento como a la población indígena para la exigencia de sus derechos”; de haberse aplicado esta ley los casos de Sergio Rojas Ortiz y Jerhy Rivera Rivera estarían esclarecidos, con lo que se eliminaría también la impunidad.
En cuanto al papel de las universidades, el artículo 7 de la misma ley dicta que “las universidades estatales deberán dar colaboración especializada y gratuita al Poder Judicial, a fin de tener un listado de personas idóneas que puedan elaborar esos peritajes culturales. El presupuesto que se apruebe a dichas instituciones deberá contener un rubro expreso para cubrir los costos de la citada colaboración”. Como puede verse, este es un instrumento jurídico que permitiría mayor justicia para los pueblos indígenas y los colocaría en condición de menor indefensión.
Hasta ahora la aplicación errónea del derecho agrario en los conflictos impuestos en los territorios indígenas, está reforzada desde una institucionalidad que reproduce una visión cultural y prácticas excluyentes y racistas. Es claro que el Estado y la sociedad costarricense están en deuda con los pueblos originarios, y por eso es que desde las universidades públicas, que somos parte de la institucionalidad social costarricense, debemos preguntarnos cómo reforzar el respeto, la cooperación y la solidaridad, entendiendo que un “peritaje cultural” debe abarcar lo evidente e inmediato, como el acceso a la justicia efectiva, pero, sobre todo, las causas (estructurales) de los conflictos.
La encrucijada actual de los pueblos indígenas es literalmente entre vida y muerte y eso nos obliga a repensarnos. Los mandatos de los estatutos orgánicos de las universidades públicas, como el de la UCR, que pide trabajar para “…formar un régimen social justo, que elimine las causas que producen la ignorancia y la miseria, así como a evitar la indebida explotación de los recursos del país”, o el del ITCR que demanda “Contribuir al mejoramiento de la calidad de vida del pueblo costarricense mediante la proyección de sus actividades a la atención y solución de los problemas prioritarios del país, a fin de edificar una sociedad más justa”, y con el mismo ideario los de la UNA, la UNED y la UTN, son una excelente guía para atender con carácter de urgencia máxima las carencias de los pueblos indígenas.
En conjunto las universidades han contribuido con numerosas iniciativas con impactos positivos relevantes en los pueblos indígenas. Sin embargo estos esfuerzos no se han convertido en procesos de trabajo permanentes y por tanto su aporte para superar las causas estructurales de las carencias sociales en todos los campos sigue siendo insuficiente. El hecho de trabajar con “proyectos” de corto plazo, con metas y presupuestos limitados, hacen que la contribución sea, cuando menos, menor de lo que debiera ser.
Las universidades pueden trabajar desde la visión más integral, independiente y respetuosa que la institucionalidad pueda aportar, porque cuentan con personas formadas en todos los campos del saber, de las culturas, de la ciencia y la tecnología, las cuales pueden ser usadas para contribuir a superar las necesidades o carencias de los pueblos originarios. De hecho, crear un foco de trabajo permanente con estos pueblos, le permitiría a las universidades cerrar algunas de las grietas abiertas en su relación con el pueblo costarricense. Se trata de ampliar las sinergias universidad-sociedad y de paso esto le mejoraría la base social al sistema universitario público, lo cual ayudaría a sostener las cualidades incluyentes que aún le quedan a nuestro sistema social.
El trabajo con los pueblos indígenas demanda avanzar con absoluta decisión hacia el cumplimiento de la justicia, sin permitirnos ser impasibles o indolentes ante los asesinatos. La justicia, en todo caso, no es un asunto judicial exclusivamente. Tiene que comprenderse desde todas las perspectivas de la vida como justicia cultural, económica y política, y en esa labor orientada a superar las causas de la inequidad, las universidades debemos, incluso por mandato constitucional, contribuir sustantivamente.
Se requiere escuchar más a los pueblos indígenas, atender sus necesidades y crear propuestas de trabajo conjunto como procesos de largo alcance que no dependan de personas, de presupuestos y de plazos limitados. En lo inmediato e impostergable algunas de las tareas en las que deberíamos enfocarnos incluyen impedir los desalojos en Kono Jú y Yuwi Senaglö, juzgar con justicia los asesinatos de Sergio Rojas Ortiz y Jerhy Rivera Rivera, dar seguimiento al expediente 21.360 de la Comisión de Derechos Humanos de la Asamblea Legislativa, asegurar una pronta mediación internacional que capacite y de soporte técnico a la institucionalidad y en especial al Ministerio de Justicia, cumplir con las medidas cautelares para personas y pueblos, proteger la vida de muchas personas indígenas amenazadas de muerte y asediadas, y apoyar las iniciativas productivas y la dotación de servicios sociales esenciales como agua en los procesos de reasentamiento en los territorios indígenas recuperados.
Este año 2021 la violencia contra los pueblos originarios cobra un peso simbólico particular por las celebraciones oficiales del bicentenario de la independencia de un país pretendidamente unificado, incluyente y respetuoso de la diversidad, cuando en realidad lo que viven los indígenas es el asedio recolonizador y en consecuencia violento en todos los campos. La exclusión social que se inició y persiste con el despojo de sus territorios y la imposición cultural, incluye la pobreza y hasta la miseria, la débil red de servicios sociales de salud y de abastecimiento de agua potable, la escasa infraestructura, el irrespeto de la cultura propia, el sistema educativo muchas veces más preocupado en la cantidad y en los problemas didácticos que en la cultura de los pueblos originarios, entre muchas más.
En este momento las deudas del Estado y de toda la institucionalidad con los pueblos originarios empezarían a saldarse si se resuelven legalmente los crímenes de Sergio y Jerhy; al menos esa sería una buena señal. Los desafíos de la universidad pública, en particular, pasan por proponer e implementar en conjunto con los pueblos originarios, procesos (no proyectos) con un enfoque que busque superar las causas históricas de sus carencias y que reafirme la totalidad de sus derechos y autonomía integral.