Poco a poco, la pandemia ha ido exponiendo crudezas. Es pronto para dilucidar las extensas consecuencias, ya tendremos tiempo para pensar en qué nuevo lugar quedamos ubicados, mientras esperamos les invito a reflexionar sobre la impaciencia, una cualidad humana tan veterana como el egoísmo, que se asoma y deja ver la pesadez de los vacíos que nos bordean.
Impaciencia, del latín impatientǐa, que refiere a aquel que no tiene la capacidad de tolerar, aparece como el inequívoco sello del siglo XXI: nadie quiere esperar, ergo, nadie quiere tolerar. Para un extenso grupo de los nacidos a finales del siglo pasado y principios del presente siglo, la impaciencia suele inscribirse como destino, como huella de una sociedad que de la espera “no quiere saber nada”. Esclavizados ante la inmediatez, entusiasmados ante la ilusa idea de que la felicidad está a un clic de distancia, quieren someter a todos a “su” tiempo, anulando con ello el tiempo de los otros. Si a esto le sumamos creencias, tales como que mientras “vibren con el Universo” la dicha les está garantizada, la obviedad del sombrío resultado no es obstáculo para lamentar la extensa insatisfacción y frustración que se promueve. Cabría entonces esperar que, la ansiedad se volviera un estado permanente y “crisis” su palabra más frecuente.
Esta masa, que recuerda a la horda primitiva, vive en la tentativa, por demás torpe, de un entusiasmo sin restos. Se configuró un mercado para las emociones y se trafica con la satisfacción inmediata de los presumidos deseos, que no son tales, sino que son más parecidos a los caprichos, porque para desear, la condición sine qua non debe ser la carencia, y de esta tampoco quieren saber nada. Para saber de la carencia hay que saber sobre la tristeza, sobre la frustración, sobre la imposibilidad; sobre todo aquello que está prohibido en esa ola de optimismo infantilizado que, cobijado bajo el lema good vibes only, detentan los inquilinos de la sociedad hiperconectada, hiperestimulada e hiperconsumista, a la que el filósofo Byung-Chul Han hace amplia referencia. Una sociedad que promete y que no cumple. Una turba de insolentes, que no pretenden abdicar, que no quieren renunciar a los tesoros que les prometieron. Una sociedad cuyo mandato es “desinstalar” inmediatamente cualquier incomodidad. Indudablemente, la espera incomoda, y es que, ciertamente, tiene un vínculo con la angustia; y esta, a su vez, con la ausencia de un objeto que calme, que colme.
¿Es entonces la impaciencia el afecto que dibuja el contorno de tanto malestar? ¿Es la incapacidad de esperar la forma en que se pone en acto la sociedad del vacío?
El impaciente está intranquilo, por algo que le molesta o que no acaba de llegar. ¿La promesa incumplida? ¿La felicidad total? ¿La decisión correcta? La paciencia no puede representarse sin la prudencia; sin embargo, esta última, actualmente suele vincularse con el tedio, algo de lo que una vez más nadie quiere saber, porque tal parece que la rutina y el aburrimiento son anuncios de fracaso y desdicha.
La paciencia nos convoca a repasar el estoicismo. Saber esperar requiere cierta gracia, esa que hace mérito a la cualidad de reflexionar, a la nobleza de no padecer el azar, a la sencillez de aprender a disfrutar de ese lento viaje que hay entre el deseo y la satisfacción.
Mientras transitamos este tiempo, Schopenhauer nos recuerda que en “el cosmos todo gime de dolor”, aunque algunos solamente esperan la llegada de ese próximo pedido a domicilio.

