Opinión

Desigualdad y sus efectos en la garantía de acceso y ejercicio de los DDHH en América latina

Existen al menos cuatro grandes hipótesis a propósito de la relación entre la desigualdad económica y la erosión de los derechos humanos en la región, sobre todo en consideración de los retos actuales del pacto democrático en el escenario post-covid, estas son: 1) La desigualdad erosiona y debilita la efectividad de las políticas públicas universales que pretenden garantizar el acceso y pleno ejercicio de los DDHH en salud, pública, educación, vivienda y acceso al trabajo, 2) la desigualdad debilita nuestras clases medias, 3) generando una sociedad crecientemente estamentaria, con grandes bolsones de pobreza y riqueza, marcadamente distanciados y ajenos el uno del otro y que 4) la desigualdad genera presiones directas sobre el pacto democrático.

Sobre lo anterior, juega un papel fundamental los sistemas tributarios como mecanismos revisionistas de los patrones de desigualdad, lo cual es un corolario de tópicos como la insuficiencia del gasto público y la permanencia de patrones de desigualdad, mercado laboral y recurrencia, las oportunidades tempranas como ruptura de los patrones de desigualdad y el acceso a la protección social y demandas insatisfechas de los sectores medios.

Asimismo, persisten problemas estructurales que enquistan los patrones de desigualdad, con especial atención sobre la incidencia de la pobreza y concentración y la baja productividad, como condicionante del mercado laboral.

Estado de la cuestión en el ámbito de la desigualdad

Ya antes del estallido de la pandemia del COVID-19, América Latina era la región más desigual del planeta. Según el Informe sobre Desarrollo Humano de las Naciones Unidas del PNUD 2019, la región superaba, incluso, al África subsahariana en inequidad en la distribución de la riqueza. Ocho países latinoamericanos se encontraron en el año 2016 entre los más desiguales del planeta  (Taking on Inequality, World Bank, 2016, Alvaredo, Chancel, Piketty, Saenz, Sucman), a saber, Haití, Honduras, Colombia. Brasil, Panamá, Chile, Costa Rica y México, siendo acompañados únicamente de Sudáfrica y Ruanda como las naciones más inequitativas del mundo. Un ranking vergonzoso para un continente de ingentes recursos naturales y con bolsones de riqueza enormes concentrados en pocas manos.  De acuerdo al Informe OXFAM (Londres, enero 2020), en América Latina un 20% de la población concentra el 83% de la riqueza.

Esta tendencia de inequidad –que es histórica y se remonta a la fundación de muchos de los Estados nacionales— no ha sido corregida en los últimos lustros. Todo lo contrario, se ha venido agudizando. A la hora de escribir esta nota académica (junio-agosto, 2020) todo parece indicar que el impacto del COVID-19 será devastador y ahondará mucho más la desigualdad, además de lanzar a la pobreza extrema a millones de personas en América Latina. Los cálculos más optimistas parecían decir, en junio 2020, que América Latina produciría, al menos, 28.7 millones de nuevos pobres, número que podría subir mucho más, a niveles escandalosos (50 a 70 millones de nuevos pobres) si el embate económico de la pandemia se extiende hasta entrado 2021.

Los datos de la inequidad estructural están allí. Nueve de cada diez viviendas en América Latina son de baja calidad, más del 75% de la región reside en zonas urbanas. Según proyecciones del Banco Interamericano de Desarrollo, en su informe “BID vivienda: ¿Qué viene? De pensar la unidad a construir la ciudad”, de noviembre de 2018”,  América Latina es la segunda región más urbanizada del mundo, existen alrededor de 242 ciudades de menos de 2 millones de habitantes cada una, con un crecimiento poblacional mayor que el de los países. Detrás de este hecho, se encuentra una migración campo-ciudad masiva, inorgánica y profundamente dañina para las sociedades. Cientos de miles de campesinos latinoamericanos abandonan el campo y la vocación agrícola, expulsados hacia un mundo urbano de segregación y pobreza, donde crecen las villas miserias, los favelados y los tugurios, apostando a la informalidad laboral, a empleos de baja calidad y marginalización humana, educativa y económica.

Cuatro hipótesis

Lo anterior es al mismo tiempo el punto y el caso por la primera hipótesis: La desigualdad erosiona, debilita o impide las políticas públicas universales que hacen posible los DDHH en salud pública, educación, vivienda y acceso al trabajo.

Si pensamos, por ejemplo, en la vulneración, producto del acceso a la educación, debemos referir el hecho de que el promedio regional latinoamericano de estudiantes que logran aprobar el colegio secundario es apenas del 51,21% medido en el tramo de personas 25 a 19 años; de un 53,52 para personas entre 20-24 años y de 44,75 para personas entre 30 y 34 años, toda vez que las mediciones necesariamente deben cubrir la educación tardía o adulta en una región donde la graduación a los 17 o 18 años no es el  común denominador por marginación económica de muchos estudiantes. El resultado regional es gravísimo: apenas el 50%  de los jóvenes latinoamericano  que ingresan al sistema educativo logran terminar su bachillerato en secundaria.

En nuestro país, en medio de las actuales condiciones pandémicas, cerca de 400 mil estudiantes se han visto relegados de la solución educativa a la que se ha recurrido durante la pandemia, según datos del MEP, son 372.033 estudiantes los que no tienen conectividad para recibir clases virtuales, equivalente al 34.86%.

Similarmente sucede con respecto al derecho humano a la salud. El gasto en salud en Latinoamérica y el Caribe (LAC) fue de aproximadamente $USD 1.000 por persona en 2017, solo un cuarto de lo que se gastó en los países de la OCDE (ajustado por el poder adquisitivo). Si bien en promedio el gasto gubernamental general en salud como proporción del gasto corriente en salud creció 2,1 puntos porcentuales en la región de AL en el período 2010-2017, esto no significó, ni mucho menos, que los sectores medios de la población (y aún más los de menor disposición de ingresos) tuviesen una más amplia disposición y una garantía de acceso más definida sobre el disfrute de los derechos humanos.

Lo cual está ligado con la segunda hipótesis: La desigualdad debilita las clases medias. En efecto, el estudio comparado del coeficiente Gini en los países con alta desigualdad evidencia una alta concentración del ingreso en el quintil superior, y un débil acomodo del ingreso en el cuarto, tercero y segundo, quintil, donde se representan las clases medias, claves de la robustez del sistema democrático.  Los estudios más recientes demuestran que en América Latina el 20% superior (primer quintil) concentra el 83% del ingreso, los cual supone una creciente evaporación de las clases medias como cintura social y democrática.

La clase media en la región se enfrenta a un proceso de estrechamiento, entre el año 2002 y el año 2017, la proporción de los ingresos disponibles para la población de los estratos medios, disminuyó de un 70.9% hasta un 55.9% aun cuando la participación de dichos estratos aumentó del 26.9% al 41.1%, lo cual implica que aun cuando en términos absolutos la participación relativa aumentó, eso no se traduce en una mejora de las condiciones de vida de las poblaciones de clase media. Esto conduce a una coyuntura deficitaria a propósito del acceso a los derechos y oportunidades: más de la mitad de la población adulta (52%), según datos de Badehog, de Cepal, no había completado 12 años de estudio en el año 2017.

En el imaginario social latinoamericano (y de muchas otras regiones del mundo), la clase media representa el colchón democrático, el éxito del pacto social. Su deterioro o evaporación es una fractura de gran calado, toda vez del carácter mayoritario de ese segmento social (real o simbólicamente). La mayoría de las personas se sienten de clase media en América Latina. Dejar de serlo, o sentir subjetivamente de que ya no pertenecen a ella, es un disparador mayúsculo de desesperanza, un hecho de frustración  que –multiplicado por cientos de miles o millones de personas– contribuye a la potencial quiebra del pacto democrático.

Esto es muestra de la tercera hipótesis: La desigualdad genera una sociedad de estamentos cerrados (clusters),  con bolsones simultáneos  de riqueza y pobreza, lo cual impide el intercambio horizontal de las personas en el ámbito comercial, civil o humano, clave de una sociedad democrática.  Las sociedades altamente desiguales se fragmentan, con bolsones de riqueza encerrados en bunkers o burbujas no solo físicas, sino, además, jurídicas, simbólicas y humanas, distanciadas del resto de los segmentos sociales, los cuales también se acuartelan en sus propios ámbitos. Las políticas públicas o universales dejan de serlo, pues el espacio abierto y horizontal de la “sociedad civil” desaparece y se fragmenta en universos cerrados, donde cada cluster o estamento satisface sus necesidades en forma endogámica o propia.

Lo cual genera malestar y frustración, poniendo en solfa el pacto democrático, así se fundamenta la cuarta hipótesis: De acuerdo a datos del Latinobarómetro 2018-2918, la percepción de “buena situación económica” viene cayendo de manera sistemática desde 2013 donde alcanzó un 25% para disminuir de manera constante y continua a 12%, menos de la mitad en 2018. En Venezuela no hay nadie (1% estadísticamente no significativo) que diga que hay buena situación económica. Es muy excepcional en opinión pública encontrar totales como este, donde nadie declara la existencia de un fenómeno. Venezuela será sin duda objeto de muchos estudios en este sentido. En Brasil solo el 6% declara que hay buena situación económica.  En Nicaragua sucede algo similar, un 7% declara que hay buena situación económica. Son diez países de la región donde 10% o menos de su población declaran que hay buena situación económica. Entre ellos se ubican Colombia, México, Costa Rica, Brasil y Venezuela, todos países que tuvieron elecciones presidenciales en 2018.

Las desigualdades son más tolerables cuando las sociedades son más homogéneamente pobres, sin embargo, cuando hay movilidad social y económica, los que se quedan atrás tienen más motivo para protestar por la discriminación que produce el desarrollo y la mala distribución del progreso. Estos datos están confirmados por muchos otros en este mismo informe, respecto del estancamiento de los que se quedan atrás.

Al observar los resultados resumidos aparece la Iglesia en primer lugar con 63% y luego todas las otras instituciones con casi veinte puntos porcentuales menos. Le sigue Las FFAA con 44%, la policía con 35%, la institución electoral 28%, el poder judicial 24%, el gobierno 22%, el congreso 21% y los partidos políticos 13%.

Desde el 2014 en que alcanzó 30% ha disminuido seis puntos porcentuales llegando a 24% en 2018. Desde su punto más alto en 2006 ha disminuido 12 puntos porcentuales. Hay 15 países de la región donde el poder judicial no alcanza a tener la confianza ni de un tercio de la población. Los países que menos confían son El Salvador 14%, Nicaragua 15% y Perú 16%, le sigue Venezuela con 18%. Los países que más confían en el poder judicial son Costa Rica 49%, Uruguay 39% y Brasil 33%

Sistemas tributarios regresivos, poco aportan a la verdadera distribución de la riqueza

En el último lustro, la brecha fiscal en América Latina fue de 22.8% como porcentaje de la productividad total, en promedio, mientras que el promedio de la OCDE fue de 34.3%. El gasto social también fue inferior: en América Latina representó exactamente un 14.1%, comparado con el 34.0%, como porcentaje del PIB que mostró la OCDE. Lo cual implica que las cargas fiscales parecen tener muy poca incidencia en la capacidad redistributiva del sistema en general, al mostrar índices bajos en la brecha fiscal y en el gasto social como porcentaje del PIB.

En Costa Rica, por ejemplo, la incidencia de la carga tributaria en las variaciones positivas del índice Gini, es apenas del 0.04%, es decir, insignificante, estadísticamente hablando. Paradójicamente, los países latinoamericanos, recientemente incluidos dentro del Sistema OCDE (México, Chile, Brasil y Costa Rica), se encuentran en el grupo de 10 naciones con mayor desigualdad en la redistribución de la riqueza según indicadores Banco Mundial. Los sistemas tributarios de la región siguen jugado un papel redistributivo modesto e, incluso, han llegado a ser globalmente regresivos.

Esto sucede, es decir, el criterio adolescente de realidad de los sistemas tributarios persiste, porque a su vez carecemos de efectividad en las políticas redistributivas. Si comparamos los niveles de gasto social y la incidencia de los impuestos en la reducción de los esquemas de desigualdad (“tax burden” o la cantidad total de impuestos pagada por un grupo particular de individuos o industrias, en comparación con sus pares), los niveles persisten y son muy inferiores, por ejemplo, a lo exhibido por países de la OCDE.

Problemas estructurales

Persisten, entonces, varios problemas estructurales, que se autodefinen en función de los esquemas perpetuados de desigualdad: la exclusión (con lo pernicioso de sus efectos sobre la diversidad), el progreso se pone en riesgo cuando el crecimiento no está acompañado por medidas redistributivas. Esto viene en detrimento de la sostenibilidad misma de ese crecimiento, deterioro de los mercados de trabajo y estrechez en el ejercicio fiscal. Estos esfuerzos son cruciales ya que los costos asociados con la persistencia de la pobreza y la desigualdad en América Latina impactan a la sociedad en su conjunto y no solo a aquellos directamente implicados.

Por eso, el ya de por sí profundo patrón de crecimiento de la desigualdad regional, aunado a la aceleración en perjuicio producto de la pandemia, pone de manifiesto un reto para los formadores de política pública y los gobiernos, que radica en la visibilización de las brechas (horizontales) entre los diversos grupos poblacionales. Esto es relevante porque al observar las disimilitudes de los datos, en función de las características sociodemográficas principales, se exhiben los siguientes resultados:

  • En razón del área geográfica: Un aumento de la pobreza rural, que alcanza niveles de 45.2% en la tasa de pobreza y 20.0% en pobreza extrema.
  • Condiciones de género: La tasa de pobreza de las mujeres en edad laboral, ronda el 26.9% mientras que para los hombres oscila en el orden del 23.8%. Esto implica que uno de los grupos más vulnerables, sobre todo considerando la profundización del esquema de desigualdad producto de la pandemia, es el grupo de los hogares monoparentales de jefatura femenina.
  • Por rango etario: la pobreza de los niños, niñas y adolescentes enfrentará uno de los patrones de crecimiento más dramáticos, porque aumentará a niveles de 46.2%
  • Por ascendencia étnica: entre las poblaciones indígenas la tasa de pobreza aumentará hasta niveles del 48.8%. La desigualdad y la discriminación étnica y racial es un tema central de la comunidad internacional y la agenda de derechos humanos y ha sido consagrada en su marco legal desde la adopción de la Declaración Universal de Derechos Humanos, un documento fundador de los Estados Naciones (1948).
  • Lo cual no es un tema para nada adjetivo, considerando que en la región existen actualmente 826 grupos indígenas, es decir 46 millones de personas, y sus demandas y necesidades están siendo invisibilizadas.
  • Por condición de actividad: la tasa de pobreza entre los desocupados aumentaría al 41.6%.

Se muestra, además, un estrecho vínculo en América Latina entre el estatus socioeconómico de los padres, en particular las madres y el de sus hijos, que se perpetúa brechas a través de la transmisión intergeneracional de oportunidades. Por ejemplo, la región no ha podido transformar el sistema educativo en un poderoso ecualizador de oportunidades y brechas en el acceso y en los logros vinculados a la educación sigue replicando fuertemente las desigualdades socioeconómicas.

Esto, por supuesto, será más gravoso si lo ponemos en perspectiva de la actual crisis pandémica, la pobreza extrema en América Latina y el Caribe podría alcanzar a 83.4 millones de personas durante este año 2020, acompasado por la mayor caída regional en un siglo (una contracción de entre 5.3% y hasta 9%). Esto tendrá un efecto directo en el hambre en la región, antes de la crisis ya había 53.7 millones de personas en inseguridad alimentaria, según datos del Informe Especial Covid-19 de la Cepal .

¿Hacia dónde vamos (si no revertimos este esquema)?

En cualquier caso –válido para un escenario pre-pandemia COVID-19 y más justificadamente ahora–, es absolutamente imperativo promover medidas redistributivas. Es necesario definir políticas públicas que promuevan el aumento de la producción per cápita, como una disminución de las condiciones de desigualdad vía fiscal o tributaria. De hacerse así, se presentan al menos tres escenarios:

  • Con una reducción del 1% en el índice Gini y un aumento concomitante en el PIB per cápita de 1%, tenemos que la pobreza puede caer a un ritmo interanual sostenido del 2-3%, lo que produce una caída de hasta el 21% en la tasa de pobreza, para el 2030.
  • Con una reducción del 1% en el índice Gini y un aumento concomitante en el PIB per cápita de 2%, se produce un escenario de caída de la tasa de pobreza en la región, hasta llegar al 16,3%
  • Con una reducción del 1.5% en el índice Gini y un aumento concomitante en el PIB per cápita de 2%, la reducción alcanzaría niveles de 14.9%

Las simulaciones aplicadas a las encuestas de hogares, dirigidas a potenciales reformas al impuesto sobre la renta personal y las rentas de capital, muestran que existe espacio para ampliar el poder redistributivo de este tributo en la región. La ampliación de la base imponible resulta, además, vital, eliminando exoneraciones de grupos privilegiados, generalmente del primer quintil de ingresos. Reformas de esa índole permitirían que la región incrementase hasta un 40% de la tasa efectiva de ingresos en materia de impuesto de renta.

En la región persisten grandes diferencias sobre el monto y destino de los gastos sociales. Solo en 4 países los gobiernos centrales destinan más del 15% del PIB a financiar políticas sociales, mientras 9 países asignan menos del 10%.  En América del Sur el promedio del gasto social es el más alto de la región (13.2%).  En América Central esto llega a 9.1% del PIB en promedio; solo Costa Rica y Nicaragua superan ese monto.

La pandemia del COVID-19, adicionalmente, presenta un llamado para atender las necesidades de los sectores más vulnerables.  Una opción discutida internacionalmente –y durante los últimos meses en América Latina– es la generación de un ingreso mínimo vital y promover la mejora en la seguridad alimentaria dado que —por cada 1% en la caída de la producción mundial en razón de la pandemia– se promueve hasta un 3% de la profundización de la subalimentación en los países con alta dependencia alimentaria. En tal sentido, es absolutamente urgente ensanchar el alcance de los programas sociales y revisar los esquemas de transferencias condicionadas.

Las medidas de inclusión laboral juegan un papel fundamental que tiene un impacto concomitante en tanto la reducción de la brecha de género, dado que usualmente, entre los sectores más vulnerables, resalta el de los hogares monoparentales de jefatura femenina, sobre todo si son hogares afrodescendientes o de la población indígena o LGTBI+.

Las políticas públicas deben abordar, además, el ciclo de migración, a los efectos de fortalecer el acceso de las personas migrantes a los servicios públicos, adecuar los marcos normativos nacionales a los estándares internacionales y así lograr una coordinación intersectorial y territorial.  Precisamente, la territorialización y la reivindicación de la economía periférica y local es de suma relevancia para reconstituir el modelo de desarrollo, así como las cadenas globales de cuidado para la reducción de los factores expulsivos del mercado laboral.

En todo caso, el actual escenario de distribución de la riqueza en América Latina (y de desigualdad estructural) presenta una clara violación a los DDHH económicos sociales y culturales.  Este fenómeno —el más agudo del planeta en la materia, superando incluso la distribución y equidad del África sub-sahariana y cualquier otra región del mundo– transgrede el artículo 26 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, del 22 de noviembre de 1969; Capítulo VII (artículos 30 al 52 de la Carta de la Organización de los Estados Americanos (OEA) y el Protocolo Adicional a la Convención Americana sobre Derechos Humanos en Materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (Protocolo de San Salvador), del 17 de noviembre de 1988, y pone en serio peligro el pacto democrático en la región de los próximos años.

(El presente artículo es una versión sumarizada de la investigación de fondo Desigualdad Económica y Erosión de los DDHH en América Latina, resultado de un amplio proceso de consulta, investigación y aplicación, sobre la base de las estadísticas socioeconómicas disponibles para los países de América Latina; investigación elaborada por un servidor y el doctor Jaime Ordóñez, catedrático de la Universidad de Costa Rica).

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