Opinión

Defensoría enferma

Tal vez sí haya que cerrarla. Y eso, pese a sostener antes, siempre, que no, cuando se me lanzaba esa extrema pregunta que resurge cíclicamente, en el marco de las componendas políticas -léase más correctamente: politiqueras- para nombrar a un nuevo defensor, siempre más amigo de los políticos que de los habitantes: ¿Y no sería mejor, de una vez, cerrar la Defensoría?

Algunos se van por la tangente, alegando que así nos ahorraríamos unos “cincos” (en relación al presupuesto público, esa institución no es cara).

Pero otros van más a fondo y lanzan la pregunta más pertinente: ¿de qué sirve (a los habitantes y no ya a los funcionarios de la Defensoría) mantenerla abierta, si los resultados son tan escasos y la magistratura de influencia, no influye?

Lo cierto es que este artículo se empezó a escribir cuando el proceso para elegir al nuevo jerarca estaba en curso y como si de una montaña rusa se tratara: caían los favoritos de unos políticos, solo para que al día siguiente subieran los preferidos de la facción contraria, quienes también se diluían como agua entre las manos de los mismos diputados que los postulaban, mientras veían venir otros nombres “posibles o potables” para los humores políticos imperantes.

El punto es que, nada nuevo bajo el sol: los políticos nombran políticos, para que, irónicamente, nos defiendan a los habitantes, del abuso de los mismos políticos. Así de raro es. Y así de obtuso y engañoso, ha sido siempre, desde que se nombró al primer defensor por ser hijo de, seguido de otro por ser primo de, y a otras por ser diputadas del partido oficialista, o simplemente, la amiga cercana y copartidaria militante del ministro de la presidencia. En fin, que salvo una que se les coló hace añales, con galillo y rebeldía hippie, la defensoría ha sido un apéndice más, del poder político. Y ello, desde su fundación. Un refugio para diputadas salientes o una bolsa de empleo para familiares desempleados, sin nombre propio ni púlpito meritorio. ¡Un salario fijo y un vil trampolín!

Pero también ha sido subvertida, la Defensoría, por una camarilla de funcionarios que, a lo interno, se creyeron el pernicioso discursito endogámico de “ser familia”, mientras, progresivamente, se apropiaban de la institución, sentenciando a todo defensor que llegara, al cadalso de una jerarquía vaciada de poder, desde que son ellos -ojo: según ellos-, no solo los que mandan, sino los únicos que saben.

Identificarlo así, sin ambages, le ha costado a los últimos defensores, lágrimas de sangre, postración y hasta linchamientos públicos prefabricados. Y a los habitantes, la inutilización, a la vista de todos, de una institución con enorme potencial, pero desaprovechada.

Hablo de aquellos defensores que se metieron, creyéndose la teoría de que llegaban a presidir, no solo por su jerarquía, sino por recaer en ellos el mandato democrático de los diputados, como representantes populares, pero que, recién llegados, recibieron su “ducha fría de realidad caliente”. Percatándose, al día siguiente de su arribo, de que no mandaban nada. Que ahí mandan los directores. Esos que, por haber sido nombrados en propiedad por un defensor -que obviamente es del único del que hablan bien cuando se les pide una retrospectiva- son inamovibles. Pecado capital de aquel defensor que la historia debería llamar a cuentas por haber postrado la Defensoría desde ahí, a los pies de esos mandos medios que hoy se le paran en la escoba a cualquiera que llegue a barrer parejo y dejar su impronta. ¡Que no, que ahí mandan ellos y punto! Los defensores son pasajeros, ellos no. Y con el San Benito de ser “los de carrera, los técnicos, los que saben”, desconocen cualquier jerarquía y se rebelan como si fueran islas colonizadas por su plaza en propiedad, relegando el mandato de los diputados en favor del Defensor, a una especie de chiste mal contado, del que solo ellos ríen sin pudor, pero siempre, con la panza llena y el pasaporte contento.

Y, pues nada, que hoy ser defensor es misión imposible. Algo así como haberle dicho a Chaves: “vaya, sea presidente, pero los ministros ya están. Es más, fueron nombrados desde hace décadas por el PUSC o el PLN. Así que ahora: ¡Juéguesela!”

Así que seamos claros, porque dudo, por los perfiles que asomaron en la comisión de nombramientos de la Asamblea, que alguno de los candidatos de esta última camada, se haya atrevido a profundizar tanto con los diputados, inyectándoles esta dosis de realidad: ¡la Defensoría está enferma!

Y esto no lo digo con acritud. No tengo enemigos -pero tampoco amigos- ahí dentro. No conozco a ninguno de esos “sumos pontífices” de los derechos humanos que ostentan propietariamente, y desde hace añales, las sacrosantas “direcciones” de la Defensoría.

Tampoco se trata de que sean “muchas” direcciones. No es el punto. El asunto es si esas direcciones deberían ser removibles, concursables o -incluso, si se quiere empoderar realmente a un defensor, sea: darle verdadera influencia- discrecionales o de confianza, para que, quien arribe como Defensor con una verdadera agenda, desideologizada, sin atavismos ni matrículas embarazosas, pueda ejercer su Poder, rindiéndole cuenta solo a los diputados, en vez de tener que andar pidiéndole permiso a sus subalternos. Inversión lógica, del todo insostenible, como sabremos todos los que hayamos ejercidos puestos de cierta jerarquía en la función pública costarricense o hayamos asomado a la realidad institucional de otros países, desde que sabemos, que donde mandan todos, no manda nadie.

En fin, que la defensoría puede y debe sobrevivir. Pero no así, enferma y disminuida. Infectada por el despoder. Y, por tanto, sin rumbo.

Caso contrario, seguirán llegando jerarcas, algunos más perdidos que otros, pero que serán igualmente cooptados por una especie de secta institucional, tremendamente tóxica, chantajista y acomodada, que, desde hace años, se llevó la Defensoría para la casa y no pareciera querer devolverla.

Propongo que los diputados, aprovechando que el debate en punto a la Defensoría, está en curso, convoquen e integren una Comisión Mixta, compuesta por diputados desde luego, pero también por ciudadanía informada -y ojalá valiente para develar lo que ocurre ahí dentro- así como estudiada -para proponer reformas-, que rescate  la Defensoría de las garras de la burocracia y la politiquería.

Nunca como hoy, la Defensoría ha sido tan necesaria. Pero también, nunca como hoy, la Defensoría ha sido tan irrelevante.

Así que, diputados: rescátenla o ciérrenla. Pero no se hagan los majes, porque su indiferencia terminará siendo, no solo derogatoria, sino cómplice. Tengan la valentía, al menos, de transparentar su verdadera posición y dejen de limitarse a premiar a sus amigos y correligionarios con el botín de la Defensoría y Defensoría adjunta.

El debate sobre los derechos humanos, merece altura en vez de manoseo, seriedad en vez de tanteo, conocimiento en vez de prejuicio y madurez en vez de pose calculada. Pero también autoridad en lugar de improvisación y transparencia en lugar de politiquería y componenda.

La Defensoría está enferma. ¡Cúrenla! Primero, con un buen nombramiento -apolítico y de altura- y segundo, con una revisión reposada en el seno de una Comisión Mixta Legislativa que corte de raíz el cáncer que hace metástasis, ad intram, relanzándola, pero saneada, en un país tan emproblemado, que es cada vez más difícil de habitar.

Rescatar a la Defensoría podría ser un buen punto de partida para empezar a rescatar también al país. Así que no solo se trata de recuperar un contrapeso sin peso, como sí, de resignificar lo que es ser habitante de Costa Rica como Estado Social de Derecho.

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