Vivimos tiempos de miedo y desconfianza. Aprendimos a temer los contextos colectivos, los espacios públicos, y nos apartamos con dejos de indiferencia de personas en condición de calle o con apariencia de pobreza. Hemos perdido la fe en el funcionamiento de los sistemas de control social mediante el derecho penal y aun así, seguimos dando todos los días más fuerza a los mecanismos represivos.
Hay dos aspectos en conflicto que quisiera exponer al respecto de mi afirmación inicial, como un llamado de atención a la ciudadanía, los nuevos legisladores y a los operadores del derecho, primero, en lo relativo al aumento irreflexivo del derecho punitivo como respuesta impulsiva a los problemas sociales y segundo, sobre el problema de la aplicación de los principios rectores del derecho como garantía ciudadana, cuya potencia cada día se desvanece de manera vertiginosa.
La sociedad no se ha percatado, con la certeza debida, que las manifestaciones del derecho son construcciones que nos evidencian como cultura. Aplaudimos la función simbólica de las normas penales, pues nos hace sentir que el status quo de nuestra sociedad se cimenta casi exclusivamente en el respeto de estas prohibiciones. No obstante, perdemos de vista que cuando algo se vuelve ley, más allá, de la necesidad que motivó al legislador a traducirlo en norma, estamos poniendo sobre la palestra el fenómeno social que generó el conflicto y la alarma, pero no la respuesta al problema.
Confiamos en que la amenaza penal será suficiente para transformar la realidad y erramos al abrazar esa convicción, pues se legisla con los miedos de la población, y enarbolamos la seguridad ciudadana como un valor que concentra toda la ilusión de bienestar.
Existen muchos ejemplos que muestran que la sociedad ha creído que, legislando, la realidad puede mejorar, lo que finalmente no ocurre. Veamos el caso de La Ley de penalización de la violencia contra la mujer. Con sus años de vigencia, no ha disminuido la violencia intrafamiliar, porque no se hizo para prevenir, sino para castigar. Y es que este tipo de regulación en nada responde a los problemas de base que producen este fenómeno, como lo son, sin duda, la falta de educación sobre formas de convivencia sana en pareja, los roles sociales impuestos por las concepciones erradas sobre la masculinidad o la reivindicación justa de los derechos de la mujer en una sociedad patriarcal, entre otros.
No ha sido la transformación normativa o el aumento de la pena en los delitos de conducción temeraria lo que haya provocado un sano interés de los jerarcas de educación por llevar este tema a las escuelas y colegios de tal manera que los ciudadanos, aprendan, desde temprana edad, sobre su responsabilidad al volante. Es claro que la solución al conflicto humano que subyace a todos estos fenómenos no radica en la cantidad de años de cárcel o medidas alternas que enfrente la persona expuesta a los procesos penales, sino en la prevención.
Los procedimientos expeditos de flagrancia, cuyo nacimiento se explicó como una forma de reacción efectiva contra la delincuencia cotidiana que más atemorizaba a la comunidad, en realidad no aporta ningún valor en la disminución de la criminalidad bagatelaria y, mucho menos, en la atención de las circunstancias de vulnerabilidad social que laten como contexto de dicha criminalidad. La existencia de este tipo de procedimientos tan solo evidencia que contamos con un mecanismo que castiga personas pobres con más eficiencia, que aquellos procesos interminables donde los grandes infractores se mantienen a buen recaudo de las consecuencias punitivas entre recursos y artilugios legales.
En nada ha disminuido la criminalidad organizada la ley que se puso en vigencia para combatirla. Las leyes sobre seguridad ciudadana no han mejorado las condiciones de vida de nadie y, aun así, seguimos sin entender que el problema no pasa por crear más leyes, sino que la respuesta yace en otra parte, precisamente allí donde cobramos conciencia como sociedad que debemos atender la profunda inequidad que nos asola y que es la fuente de tantos de estos fenómenos sociales.
No es la administración de la justicia quien debe responder a fenómenos cuya base de sustentación es cultural, social y económica. Ni el derecho ni los jueces son capaces de conseguir esta panacea, y la factura que se les traslada es impagable, pues ni el derecho penal ni la justicia que lo aplica pueden alcanzar algo más que lo que hacen: poner penas en forma selectiva a una población que es cuidadosamente cribada en procesos de criminalización destinados a encontrar una clientela para el sistema penal.
¿Qué hemos alcanzado todos estos años? Tan solo reacciones puntuales a ciertos fenómenos, a ciertas problemáticas de profunda raíz social y económica, mediante la creación de nuevos delitos, de aumentos de penas que, en realidad, no cambian nada y que tampoco atienden las verdaderas causas que originan dichos problemas. Seguimos atados a nuestra creencia ciega en el simbolismo de estas prohibiciones y estamos completamente ciegos a la selectividad que genera el sistema. Mientras tanto, la sombra de la inequidad, el distanciamiento social y la falta de atención a los verdaderos problemas que como sociedad enfrentamos siguen sin atenderse.
El llamado hasta este punto es a la conciencia. Es imprescindible llegar al convencimiento de que más derecho penal, poco o nada resuelve, mucho menos cuando las leyes se producen en momentos de emergencia, de miedo y de intolerancia.
El otro tema que es indispensable exponer, también nos afecta a todos. Tiene que ver con los principios y garantías que fundamentan y resguardan la aplicación del Derecho punitivo. Estos principios y reglas hace tiempo son víctimas de sus intérpretes y aplicadores, quienes los reinterpretan de una manera más represiva, en procura de intereses colectivos que ponen en peligro la legitimidad constitucional del ordenamiento jurídico.
Las personas sometidas a los procesos penales ahora lidian, dependiendo del delito que enfrentan, con procesos de investigación interminables. Las prisiones preventivas que se dictan en dichos procesos, en muchos casos representan el mínimo de la pena a la que serán castigados, de ser encontrados de los delitos de los que son acusados. Los imputados enfrentan procesos penales, de diversa complejidad, con investigaciones que arrastran posibles violaciones a derechos constitucionales. Se trata, en una palabra, de situaciones en donde las garantías del debido proceso se ponen en entredicho para justificar de nuevo, simbólicamente, una lucha inclaudicable contra la impunidad.
Esta es una realidad social que habla de nosotros, del derecho penal que tenemos y sobre lo que hemos estado dispuestos a entregar a cambio de los fines simbólicos que buscamos. Creo que las garantías penales deberían ser incuestionables porque reflejan nuestro convencimiento como sociedad en la preeminencia de la dignidad humana como valor último y definitivo a ser alcanzado mediante el procedimiento.
Sin embargo, cuando se ponen en la mesa como bienes y valores disponibles, entonces esos principios que nacieron como tutela de la dignidad humana se convierten en valores de cambio producto de nuestro miedo, y por ello se transforman en moneda común para la “reinterpretación”. Es como si pensáramos que todos esos principios ya no valen en la lucha contra el delito, y por no ser idóneos ni eficientes tienen que ser reformados. Es probable que esta última creencia es un paso en falso hacia la arbitrariedad y hacia la construcción de un derecho penal de policía con signo de emergencia.
Es indispensable, en esta hora del miedo al delito y en la preeminencia de la seguridad ciudadana, repensar el camino que hemos escogido hacia un derecho penal expansionista, a responder de manera asertiva la pregunta sobre si debemos aceptar los efectos de violencia, inequidad y empobrecimiento como sociedad que nos produce ese tipo de derecho represivo, y si es esta, la respuesta a la que todos apelamos al clamar respuestas desde toda la sociedad.
En el caso de la aplicación de principios y garantías constitucionales del proceso, lo ideal parece ser enemigo de la realidad. Existe un distanciamiento entre ambos. Con cada sentencia judicial, con cada fallo en que los juzgadores se ven obligados a repensar el derecho o reinterpretar las normas, para procurar evitar impunidades, o darle una respuesta a la sociedad civil a los problemas que la aquejan, parece que lo que alcanzamos son también fines simbólicos que pretenden tranquilizar a la población con castigos ejemplarizantes contra los transgresores.
Entonces la justicia se polariza: unos buscan convertirse en la caja de resonancia de la sociedad, proveyendo sentencias que justifican sanciones fuertes para acallar sus miedos y otros, por el contrario, buscan exhibir las contradicciones del sistema, las falsas relegitimaciones del discurso punitivo populista, evidenciando todo ello a través de una relectura de los abusos de las interpretaciones que aquellos propugnan. Sin duda, estas diferencias discursivas entre estas dos posiciones sobre el fenómeno criminal y su atención judicial causan incongruencias en la aplicación del derecho.
Con todo, aun cabe preguntarse, si como ciudadanos y ciudadanas nos hemos cuestionado de manera sistemática: ¿Por qué no se ha promulgado la ley de extinción de dominio?; ¿por qué se tiene que interpretar el derecho patrio para conseguir persecuciones en caliente de causas de criminalidad organizada?; ¿por qué claman las fuerzas policiales por tener la disponibilidad de las intervenciones telefónicas sin el control jurisdiccional? o ¿por qué se volvió promesa de campaña la extradición de nacionales?
En lugar de discutir sobre intereses ocultos, concordemos en que cada una de estas cuestiones están limitadas, precisamente, por los principios constitucionales que debemos revalidar y consolidar. La verdadera consideración es, pues, si estas garantías indisponibles del proceso penal deben ponerse en la mesa de negociación con el fin de seguir alcanzando los fines simbólicos de siempre. El debate sobre esto no puede aplazarse más porque podríamos pagar un alto precio si lo postergamos.
Mi propuesta es discutir sobre esos principios, su aplicabilidad e inclusive conveniencia en la realidad actual y cuestionarnos quiénes son los actores de esta discusión donde, considero, debemos converger los legisladores, los aplicadores del derecho y por supuesto la sociedad civil. La línea de este debate es clara: debemos plantearnos si estamos dispuestos a perder los principios y garantías penales en procura de alcanzar más seguridad o si vamos a seguir tolerando que sean reinterpretados a expensas de la dignidad de muchos.
Soy un ferviente defensor de esos principios que nos protegen de los excesos del Estado y estoy consciente del conflicto que, como sociedad, enfrentamos, cuando campea por doquier el miedo al delito y a la inseguridad. Pero el debate que debe instalarse inmediatamente tiene que hacerse sobre la base de la información, de una reflexión ponderada sobre las causas del delito, y sobre las tendencias de política criminal que se han apoderado de nuestro imaginario judicial y legislativo.
En este escenario, es injusto que la sociedad no comprenda lo que ocurre. Los ciudadanos y ciudadanas no pueden seguir creyendo que las normas penales van a cambiar algo en la realidad ciudadana, y tampoco se puede vivir sin entender que el derecho que nos protege colapsa porque sus principales valores se aplican a conveniencia, para alcanzar una lucha sin límites contra la inseguridad. Tenemos que hacer algo al respecto como sociedad.
Existe una responsabilidad compartida en promover este debate. Por un lado, las personas legisladoras deben comprender la responsabilidad asumida al crear delitos y penas para resolver conflictos que no pueden ser resueltos de esa forma. Las personas operadoras de justicia deben estar claras en los compromisos éticos y normativos que asumen de respetar los principios y garantías constitucionales, tal y como han sido legislados, además de hacerlos respetar en su aplicación para todos.
Y claro, la sociedad civil, en su conjunto, debe comprender lo que aquí pasa, con plena información, para tomar sus propias decisiones, porque parece que no ha advertido que el clamor de los empresarios morales y sus miedos son el motor de los cambios legislativos que nos asolan. Bien se sabe que una sociedad desinformada, es una sociedad influenciable y esto puede originar muchos males para todos. La urgencia de este debate es más que evidente.