Opinión

Cuestión de fe y propaganda electoral

Si el partido de un reportero de sucesos,llamado Fabricio Alvarado, o el de un abogado, exdefensor de JM Figueres Olsen en el caso “Chemise”

Si el partido de un reportero de sucesos, llamado Fabricio Alvarado, o el de un abogado, exdefensor de JM Figueres Olsen en el caso “Chemise”, de nombre Juan Diego Castro, ganara las elecciones presidenciales del 4 de febrero, no habría que sorprenderse. No habría en ello nada de milagroso, asombroso o inexplicable.

Que un ultraconservador y fundamentalista religioso y un hombre con pública vocación represiva y autoritaria estén en los primeros lugares de preferencia o intención de voto no es un hecho que se explique con resultados de encuestas. Estas, independientemente de su origen y credibilidad, no explican ni sustituyen la realidad, y son, en muchos casos, instrumentos de desinformación y del negocio analítico de la inmediatez. En todos los casos las encuestas son materia prima para crear falsos y superficiales debates con los cuales se entretiene la masa electoral.

Las encuestas son presentadas como “fotos” de un momento determinado y sirven para someter a la población a una superflua y estéril discusión sobre posibles triunfadores. Con esos datos se sustituye cualquier intento de analizar por qué la población se inclina por uno u otro candidato; los dos mencionados u otro cualquiera. Los candidatos son los productos en venta, como cualquier enlatado o gaseosa.

La preferencia por esos candidatos es una construcción y resultado de la divulgación permanente y masiva de noticias sobre violencia en todas sus formas, extorsión de la religiosidad, manipulación de necesidades materiales de la gente y de una deliberada banalización farandulera y deportiva. No es que a la gente le guste eso como se repite desde el sentido común. Es que la gente no tiene derecho de escoger y sus gustos y preferencias son una imposición. En eso consiste la manipulación por medio de la propaganda cuyo fin es sustituir la información relevante.

En los países de occidente, incluida Costa Rica, se ha logrado construir e instalar un imaginario que incluye entre sus instituciones de gran credibilidad los “medios de comunicación social”.  Se supone que estos transmiten información imparcial, veraz y oportuna, cuando en realidad son empresas comerciales privadas, que incluyen entre sus negocios la venta de comerciales electorales. La desinformación, incluida la propaganda, es un denominador común en prácticamente todas las sociedades. La propaganda política no es información, mucho menos constituye un ejercicio de comunicación social. La propaganda consiste en el vaciado unilateral de opiniones y discursos construidos de manera inconsulta, y la seriedad no es precisamente una de sus cualidades. Se trata de hacer “creer y tener fe en algo”.

Una revisión somera de los contenidos cotidianos de la televisión, por ejemplo, es suficiente para comprender por qué la población perece ante la guerra simulada de ideas entre candidatos, cuando en realidad se discuten fundamentalmente banalidades, que hacen olvidar, y sobre todo ocultar, deliberadamente, hechos relevantes de negocios, corrupción, relaciones y colusiones de intereses que constituyen la trama del poder real. La información de las empresas comerciales privadas crea y condiciona la opinión de las personas. Es información filtrada, seleccionada, editada y censurada.

La población costarricense está sometida a muchas formas de violencia material producto de un modelo de sociedad crecientemente excluyente. Pero también sucumbió a otras violencias provocadas por la intolerancia y la segregación de las disidencias de cualquier tipo. Por eso es que asuntos esenciales de convivencia humana, como la fecundación in vitro o el matrimonio entre persona del mismo sexo, no convocan al diálogo y la resolución de las discrepancias, ni son abordados desde la óptica de los derechos humanos, sino con obstinada manipulación desde el fundamentalismo religioso. Por eso mismo es que un discurso violento, que ofrece más cárcel y represión ante la delincuencia, resulta atractivo y coherente con las incontables horas de violencia que la gente es obligada a consumir cotidianamente.

En su libro Sobre el terrorismo occidental. De Hiroshima a la guerra de los drones, Noam Chomsky y André Vltchek (CABA, 2014) comentan que “la propaganda occidental es capaz de movilizar masas por cualquier motivo u objetivo en cualquier parte del planeta”.  Nos recuerdan que “la propaganda puede generar golpes de Estado, conflictos, gran violencia y “luchas por el cambio”.

Sobre todo en procesos electorales, los hechos sustantivos de la vida social son sustituidos por la propaganda sobre condidatos y sus productos electorales para la persecución de votos. Y, aunque algunas veces se transmita información relevante, sobre corrupción o economía, por ejemplo, uno o dos casos no provocan un cambio radical para que la población tenga oportunidad de conocer contenidos completos y serios y crear su propia opinión. Si bien ya hay segmentos de la población que tienen acceso a medios de información alternativos sin restricciones previas, lo real es que todavía la propaganda de las empresas comerciales sigue siendo determinante para crear un pleito falso entre muchos contendientes que representan, con escasas variaciones, el mismo imaginario social.

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