La racionalidad o episteme occidental pasa por dos épocas conceptuales: la moderna, que se mantiene hasta la última década del siglo XX, y la contemporánea, desde ese momento hasta hoy. Así, resulta que Occidente mantuvo un pensar-actuar moderno más allá del inicio de su contemporaneidad histórica. Por ello, la filosofía posmoderna fue una reacción, dentro de la contemporaneidad histórica, a la continuación gnoseológica de la modernidad conceptual. Siendo solo por efecto de la globalización que Occidente da paso a una racionalidad contemporánea, resultando que llega a ser gnoseológicamente contemporánea solo hasta su pos-contemporaneidad. Con ello, la episteme contemporánea es tardía, apareciendo como resultado de cambios geopolíticos, exponiendo particularidades orwellianas, conspirativas y normalizadoras. Esta es la racionalidad de las guerras de 6° generación, de las ciudades de 15 minutos, de golpes de Estado suave y de lawfare (guerra jurídica).
En su organización anterior, la moderna, la racionalidad occidental, al poseer colateralmente un proyecto de poder imperial, desembocó en normatividades, exclusiones y homogenizaciones. Por eso era, ante todo, una barbarie educada. Pretendía controlar la impulsividad de las pasiones, dejando intacta su violencia. La violencia es la estética de la racionalidad moderna y la guerra su más bello arte.
Por razón política contextual, propiamente la de asentar poder de la monarquía absoluta moderna, asumió la noción renacentista de individuo y la consolidó a través de una construcción conceptual-metafísica que desplaza el concepto de persona patrístico. Ese individuo moderno, racional y violento, asienta sus verdades en sí mismo, y desde sí mismo, pues actúa desde sus intereses. Con ello, da suficiente solidez a su mundo como para vivir a su modo. El individuo moderno era parte de la escenografía de un mundo que gira en torno al capital y la ganancia.
Con el cambio de episteme, ese individuo se desplaza, representándose, ahora, como un yo contemporáneo, figurativo e incierto tanto para él mismo, como para otros. Este yo, emocional y esquizofrénico, como mera representación mental de su identidad, crea percepciones y autopercepciones desde su endeble emocionalidad, por ello, es incapaz de delimitar a otro, como lo hizo perfectamente el individuo moderno, pues no lo domina en sus vinculaciones e intimaciones. El yo contemporáneo está más bien delimitado desde la vista del otro, por ello, al vincularse con él, le resulta incierto. La época del yo contemporáneo es la época de la incertidumbre del otro. No puede imponerse, pues tanto él, como aquél, son representaciones. Si el individuo moderno era parte de la escenografía, el yo contemporáneo es la escenografía misma del mundo. Tan solo el performance de una marca. El yo como influencer existe solo en tanto es intimidad pública, un actor que impostura sobre el tablado. El yo contemporáneo es la comercialización del individuo.
Con la llegada a la década de los 90, se precipitó una reformulación categorial que dio lugar a que las exclusiones y homogeneizaciones modernas se disolvieran ante la normalización contemporánea, más acorde a la globalización. Esto fue lo que desestabilizó al individuo llevándolo hacia el yo. La presencia que impone el individuo, solo sus intereses, se transforma en figuración, consideración de la mirada del otro. Lo trivial se constituye en lo importante, pues es lo que le llama la atención a otro. El vínculo interpersonal posee, ahora, lateralidades, ya que el espectáculo forma parte de lo normal.
Si en la mentalidad moderna se excluía e invisibilizaba al distinto, en la contemporánea se lo normaliza, su diferencia se trivializa, pues lo más profundo que puede verse de él es la superficie de su piel. Y es que, si lo importante es que me vea, no importa quien él sea, incluso lo que él sea. Es que no sepa del otro, pues esta es la forma más segura de protegerme de su simpleza… o perversión.

