La crisis sanitaria causada por el COVID-19 nos ha cambiado la vida, de eso no hay duda. Ya el mundo no será el mismo después de este evento, lo cual nos obliga a modificar nuestra forma de comportamiento, establecer prioridades y efectuar reacomodos y sacrificios. Sin embargo, hay cosas que no deberían cambiar y a pesar de la pandemia deberíamos seguir por la ruta que hemos fijado como país respetuoso del medio ambiente, en la que hemos logrado grandes avances en el campo de la sostenibilidad, al punto de ser considerado líder y pionero en el mundo en áreas protegidas, energías limpias para generación eléctrica, turismo sostenible, movilidad eléctrica, entre otros.
Ese norte debe mantenerse. Es inaceptable que ahora el principio para algunos sea que el fin justifica los medios y que para lograr la recuperación económica del país se valga de todo, hasta la promoción de actividades tan dañinas y destructivas para el ambiente como el petróleo, el gas natural y la minería de oro a cielo abierto.
Hay personas y grupos que buscan precisamente sacar provecho de la situación para impulsar sus agendas desarrollistas y antiambientales, justificando las mismas con la gravedad de la crisis sanitaria. La visión y el modelo país que no han podido imponer o impulsar en los últimos años parece ahora encontrar la excusa perfecta para hacerlo. Proponen que hagamos a un lado lo ambiental y que explotemos a toda costa todos los recursos y minerales disponibles, validando esa visión antropocéntrica, extractiva y utilitaria de la naturaleza, que tanto daño ha traído al planeta.
No puede olvidarse que el cambio climático es un fenómeno que ocasiona ya severos daños ambientales, sociales y económicos en el mundo, algunos irreversibles. El COVID-19, a pesar de su gravedad, no es una crisis superior al cambio climático, el cual, si no se logra controlar y revertir, amenaza en el largo plazo con acabar con todas las especies sobre el planeta. Enfrentamos un fenómeno de extinción en masa y es por ello que el IPCC ha instado a la humanidad a realizar cambios radicales inmediatos en los modos de producción y de consumo, a fin de evitar daños ecológicos y socioeconómicos catastróficos. Esa responsabilidad, que es de todos los países, no puede hacerse a un lado de la noche a la mañana.
Contrario del nocivo proyecto petrolero, deberíamos tener la capacidad y el ingenio para formular una propuesta de desarrollo país basada en elementos sostenibles como energías renovables, movilidad eléctrica, venta de servicios en sostenibilidad, ecoturismo y turismo comunitario, desarrollo de la innovación sostenible, entre otros. El Plan de Descarbonización de esta administración marca algunas líneas claras en este sentido que pueden servir de base.
Esta crisis sanitaria no va a durar por siempre, la vacuna se espera que esté lista a lo sumo en un año y medio. El reto sería soportar ese tiempo, logrando una recuperación económica gradual del país, sin hacer cambios radicales en nuestra visión sostenible y verde del desarrollo.
Es hora de consolidar un verdadero cambio de conciencia, una nueva visión de desarrollo, una que logre integrar al ser humano y el resto de especies en una nueva relación, más sensible y amorosa, algo que podría llamarse una visión eco-espiritual del mundo. Esa relación especial y amorosa con la naturaleza solo podrá lograrse abandonando las viejas, obsoletas y destructivas formas de producción, y Costa Rica puede jugar un papel primordial en ello. Que la crisis del COVID-19 sea una oportunidad de consolidación, entre otras cosas, de las energías limpias y la sostenibilidad en nuestro modelo de desarrollo, no una excusa para tomar la ruta de la insostenibilidad y la destrucción ambiental.