Opinión

COVID-19, condiciones laborales y control docente en la UCR

Ante una emergencia nacional, algunas direcciones de la UCR han aprovechado para levantar una estrategia de control a sus docentes tan radical, que habría hecho sonreír al joven filósofo Michel Foucault.

Cuando la Universidad de Costa Rica (UCR) abrió sus puertas en 1941, muy pocos docentes laboraban en la institución a tiempo completo. Aunque la proporción de quienes lo hacen ha aumentado con el paso de los años, todavía es un porcentaje limitado: de las personas que actualmente están en Régimen Académico, solo el 51,6 por ciento tienen una jornada de ese tipo. Diversos factores han influido en que esto sea así, pero uno de las principales es que, en ciertas disciplinas que disponen de competitivos mercados en el sector privado, los profesionales respectivos prefieren trabajar en la UCR solo parcialmente.

Estas particulares condiciones dieron sustento a una cultura laboral universitaria en la que el cumplimiento de la jornada de trabajo se ha medido por objetivos logrados y no mediante el control estricto del tiempo laborado. En la historia de la educación superior costarricense, la principal excepción a este arreglo institucional entre académicos y universidad fue el Instituto Tecnológico de Costa Rica (ITCR). Fundado en 1971, el ITCR desde su inicio se caracterizó por ser una institución autoritaria, vertical y pro-empresarial (había un representante de la Cámara de Industrias en el Consejo Director); por tanto, no había espacio para una democracia universitaria como la existente en la UCR. En tales circunstancias, la jornada laboral de los docentes del ITCR fue sometida a un control estricto. Aunque los estudiantes del ITCR lograron democratizar la institución tras las huelgas de los años 1980-1982, el control estricto del tiempo docente sobrevivió a esa transformación, probablemente porque las reivindicaciones principales que se negociaron, tras los conflictos, fueron de tipo estudiantil más que docente.

Las crisis pueden sacar a flote nuestras fortalezas, pero también nuestras debilidades individuales e institucionales. En las últimas dos semanas, hemos asistido a una situación de emergencia nacional por efecto de la pandemia producida por el virus COVID-19. En ese contexto, la Rectoría de la UCR emitió una serie de lineamientos que luego completó con la Resolución R-95-2020, donde, entre una serie de medidas, señaló en su punto 7d: “El personal docente y administrativo que realice trabajo remoto debe firmar una adenda al contrato de trabajo, la cual está disponible en el Portal UCR, en la opción de Relación Laboral.”

¿Qué tipo de docentes harían “trabajo remoto”? En el punto 7a de dicha Resolución, el mismo Rector indicó: “Aplicación del trabajo remoto para las personas funcionarias docentes y administrativas que poseen factores de riesgo, de manera inmediata y sin excepción”. Si partimos de esa definición, solamente los docentes con esos factores de riesgo deberían hacer el “trabajo remoto”.

No obstante, pareciera que esa definición no es la que se está utilizando y que “trabajo remoto” se asoció por ciertas direcciones de unidad al hecho de que los docentes, en estos días de emergencia, no van a asistir al campus de la Universidad a impartir lecciones o a desarrollar la investigación o la acción social declarada en su jornada de trabajo. Y no asistirán no porque no quieran, sino porque así lo dispuso la máxima autoridad jerárquica de la UCR. Así que, interpretando a su gusto la situación, esas direcciones están solicitando a los docentes en general firmar la adenda de trabajo que implica el “teletrabajo” en la UCR y, en el peor de los casos, amenazando con que, si no lo hacen, los docentes estarían incurriendo en abandono laboral, lo que podría motivar su despido.

Los suscritos conocemos de primera mano un caso que cumple con lo anotado, en el que la persona que ocupa la Dirección no consideró cómo la imposición del “teletrabajo” puede deteriorar el clima laboral y perjudicar la salud mental de las personas bajo su mando. Dicho caso muestra muy bien cómo, ante una emergencia nacional, algunas direcciones de la UCR han aprovechado para levantar una estrategia de control a sus docentes tan radical, que habría hecho sonreír al joven filósofo Michel Foucault. Ese control lo que busca es que, por primera vez en la historia de la UCR, los docentes que realizan una buena parte de su trabajo fuera de las aulas ya sea leyendo, preparando lecciones, revisando trabajos, investigando o escribiendo, estén sometidos al disciplinario llamado de su director de unidad como si marcaran tarjeta de horario laboral.

Con la suspensión del ciclo lectivo y de todas las clases presenciales y virtuales, acordada por la mayoría de los decanatos de la UCR, se ha creado una situación similar a la existente en los meses de febrero y julio, cuando los docentes de la UCR no están impartiendo clases, pero siguen trabajando en sus diversas actividades de investigación, docencia y acción social. No vemos por qué, ahora, la situación tendría que ser diferente. Estas semanas serán empleadas por los docentes para adecuar sus cursos al nuevo reinicio de clases y para atender las constantes consultas que, por diversos medios, les hacen sus estudiantes, todo lo cual se puede seguir haciendo sin necesidad de firmar la adenda.

Por lo tanto, firmar esa adenda no solo nos parece ilegal, sino que, con esa firma, los docentes de la UCR ceden una de las partes más importantes de la labor académica en las universidades del mundo: la de crecer en sus carreras fuera de las aulas y de las oficinas de la Universidad en beneficio de sus estudiantes y de la sociedad misma.

 

Los autores son historiadores y catedráticos en la Universidad de Costa Rica

 

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