Así se encuentran todos los candidatos presidenciales en Costa Rica, dentro de un entorno mediático centrado, principalmente, en un gran escándalo de corrupción, seguido de temas polarizantes sobre poblaciones vulnerables, y, por lo tanto, esfuerzos vienen y van por posicionarse de manera conveniente frente a estos con el objetivo de ganar apoyos electorales o, mejor dicho, no perder los pocos con los que se cuenta.
Meses han pasado desde que los candidatos lanzaron sus campañas y aún ninguno de ellos ha superado siquiera el 20% de apoyo electoral en las encuestas realizadas hasta el momento. Y es que, ¿será el reputado “cementazo”, por poner un ejemplo, la preocupación directa de la mayoría del electorado? O, mejor dicho, ¿será este un elemento que influencie realmente el proceso de decisión de voto de la mayoría de votantes?
Se sabe que el proceso de decisión de voto no es un acto meramente racional, sino que también incide (y mucho) nuestro sistema de creencias y principios; por lo que tanto el mensaje (compuesto no solo de las promesas de campaña, sino de valores explícitos e intrínsecos) como quien lo emite (su reputación y tipo de liderazgo), dentro de un contexto determinado, es fundamental a la hora de atraer el voto.
Según la última encuesta del CIEP, quienes lideran la contienda son, primero, un mediático abogado penalista, y aparente outsider, que ha canalizado el descontento hacia la política con su línea discursiva rígida y beligerante ante la corrupción y el llamado establishment; segundo, un político-empresario que por su publicidad genérica y estilo de antaño le ha costado posicionar de manera positiva la imagen gerencial de sí mismo y de su partido ante electores que podrían estar demandando mayor experiencia al frente del Gobierno y, tercero, el líder de la otra agrupación política tradicional de Costa Rica, quien, en un riesgoso detrimento del posicionamiento de su propia imagen como candidato dentro de un mundo político hiperpersonalizado, ha optado por centrar su mensaje en la familia como valor, con el cual compite directamente frente a alguien que optó por desertar de dicho partido, que ha hecho de su respetada profesión el eje de su comunicación y que, además, defiende de manera más elemental lo que representa ese mismo valor en el imaginario colectivo.
Tras ellos, se encuentran diversidad de opciones queriendo meterse en la pelea con uñas y dientes, dentro de la cuales destaca un oficialismo que entre contrastes ha pretendido resignificar el tangible de su continuidad y que, además, no ha logrado posicionar de manera competitiva quién es su aspirante frente al resto de opciones; así como un cristiano centrado naturalmente en su creencia, un libertario, más libertario esta vez, que persevera con su quinta candidatura presidencial, y la opción más a la izquierda que, a pesar de los esfuerzos por ganar espacios donde quienes lideran las encuestas no se han querido ubicar, pareciera topar con “techo” electoral.
Y es que las campañas electorales se diseñan en función de relatos de comunicación, construidos con base en estudios de opinión que identifiquen y segmenten los públicos meta no solamente según sus edades, género, ubicación geográfica e intereses, sino también acorde a sus valores y marcos mentales, tales como el progresista o el conservador (los cuales, cabe aclarar, no están determinados propiamente por la edad de las personas, sino por el modelo de crianza del cual fueron parte) para, así, diseñar, de acuerdo con dicha segmentación, la comunicación que intentará llevar los votos a las urnas.
La investigación del electorado, sumada a la del contexto que le rodea, permite que se diseñen y emitan mensajes con la intención de ser recibidos y comprendidos por los electores a quienes están dirigidos, ya sea porque tienen mayor predisposición a brindar su voto o porque son quienes se necesitan para obtener la victoria en las urnas. Gracias a dicha tarea, se planifica la estrategia de comunicación, la imagen a proyectar del candidato y las posibles respuestas a temas que polarizan como la narrativa de la “ideología de género”, el matrimonio entre personas del mismo sexo, el aborto, la política penitenciaria y, por supuesto, el mentado “cementazo”.
Por lo cual, ante un porcentaje de indecisos tan elevado a lo largo de la campaña, cabe preguntarse si los equipos de campaña habrán dejado de lado al mal consejero llamado feeling y las ideas sesgadas para hacer la investigación rigurosa necesaria; si habrán llevado a cabo estudios de opinión con cuestionarios más profundos y detallados que los que se suelen hacer en las mediciones de intención de voto o, bien, si habrán comprendido que la conceptualización de una campaña política debe derivar, precisamente, de información objetiva y no simplemente de una supuesta idea brillante por parte de unos creativos de una agencia publicitaria.
En suma, si se sigue gastando platales en el mismo tipo de publicidad de siempre con mensajes que parecen reciclados de campañas noventeras, eslóganes ambiguos o vallas en carretera que pretenden atraer apoyos a través de adjetivos descontextualizados, sonrisas fingidas o imágenes de papeletas de votación marcadas en la casilla del candidato, sin invertir, primero, en investigación de la opinión pública y la consecuente construcción estratégica de una comunicación que resulte en mensajes de campaña diferenciadores y atractivos, seguiremos contando con épocas electorales llenas de indecisión, malestar y desafección política.