La democracia es el más rico y complejo logro civilizatorio del espíritu humano. En su forma contemporánea trasciende el simple electoralismo a través de mecanismos de autorregulación institucional y regulación ciudadana. Producto de la modernidad, ella no es tan solo un tipo de ejercicio político, es más bien una cultura, la de la libre concurrencia de voluntades y opiniones. Tal es la razón de que en nuestros tiempos el Estado sea soberano, pero que sea el ciudadano quien ejerce la soberanía. Es la cultura democrática, como instrucción de nuestras conductas ciudadanas, la que siembra el imperativo de preservar el bien común a través de la tolerancia respetuosa a las disidencias. Nada le es más lejano por tanto que la censura, el control y el sometimiento. Cuán lamentable es observar su decaimiento bajo el autoritarismo de aquellos que piensan poseer el virtuosismo y la claridad de un gran líder patrio.
Al lado de autorregulaciones sistémicas institucionales, como la división de poderes, la democracia contemporánea contiene mecanismos de regulación no institucionales que actúan, en el escenario de la dirección de la sociedad, como contrapeso correctivo a los desvaríos en los que fácilmente caen los que vacían su alma de humildad, gobernando solo para el momento. Vale la pena repetirles lo que con gran acierto proponía Cicerón: el gobernante gobierna para el futuro. Dentro de los mecanismos cívicos de regulación uno que ha resultado tener gran importancia en momentos de incertidumbre social es la libre manifestación ciudadana bajo la forma de movimientos de presión. Comete gran error quien pretende censurarla, sacrificando su compresión integral bajo la pretensión de imponerle limitaciones.
Asentada en la ley, la democracia exige que se respete el derecho por sí mismo, repudiando la interpretación antojadiza, o incluso, su grosera manipulación. Siendo su respeto integral precepto del corazón cívico, será solo la insoportable tosquedad de las precipitaciones la que obliga al ciudadano a exigir correcciones. El espíritu cívico siempre se ha de manifestar contra todo lo que le resulte ser acorralamiento del bien común e irrespeto a la ley.
Ante el sacrifico de bien común y el silenciamiento de discrepancias, cómo exigir al pueblo que solo manifieste su indignación en las urnas, si esto se da cada cuatro años, justo cuando las ocurrencias apresuradas ya nos han causado daños. Acaso interpretan que el buen ciudadano es aquel que está domesticado, como decía, con disgusto, don Pepe. Cómo pedirle al ser humano que soporte el tiempo de sus desaciertos y arrogancias, si en una vida tan corta, aún el poco tiempo resulta ser demasiado.
La protesta cívica es un acto de soberanía ciudadana; no puede limitarse. Debe más bien apreciarse como ejercicio que enriquece y perfecciona. Por ello el gobernante, o el diputado, se debe a la humildad de considerar, de antemano, que sus iniciativas tal vez no sean las más completas e incluso las correctas, sometiéndolas entonces al juicio popular, concienzudo y detenido, para que sea él quien defina sus imperativos. El plebiscito es el más gentil mecanismo de regulación cívica que nuestro espíritu ha logrado idear. Que tome tiempo, explicaciones detalladas y discusiones largas es el costo de la democracia. El autoritarismo de quienes gobiernan degenera en totalitarismo, y lo único que logra enmendarlo es la voluntad soberana.
Es propio del demócrata entender que en la huelga se evidencia una disfunción sistémica que urge corregir, ya sea en educación, trabajo, justicia o en la sociedad por entero. Posee por ello siempre una naturaleza política. Toda huelga es por sí misma política. Abrir la puerta a la grosera censura y el irrespeto a la democracia, que en su época provocó la gesta de don Pepe Figueres, último gran líder patrio, es ignorancia de nuestra cultura cívica.