Opinión

Benemeritazgos discutidos

Como suele ocurrir en pueblos pequeños como el nuestro,hasta que algo grande no ocurre primero allá, en países culturalmente autónomos y creativos, nada pasa acá

Como suele ocurrir en pueblos pequeños como el nuestro, hasta que algo grande no ocurre primero allá, en países culturalmente autónomos y creativos, nada pasa acá, donde la educación superior es calca de lo que se escribe en otros lares y la cultura se atreve poco, salvo que antes la fórmula original haya sido probada exitosamente en otra parte.

Sin embargo, al menos esta vez, ese malinchismo tan típico de idiosincrasias algo inseguras, ha servido para inspirar una discusión justa y provechosa en punto a nuestra historia. Revisando los registros de los vencedores para reescribirlos a partir de la desaprensión ideológica que solo da el tiempo y la academia que sabe que la historia o se retoma con valentía o se deja ahí quieta, como pieza de mausoleo marmóreo, útil solo para quemar inciensos y pronunciar el inofensivo discurso de los aplausos consensuados.

En Estados Unidos derribaron estatuas y la noticia voló por el mundo gracias a la legendaria estupidez discursiva del encopetado pelirrojo que eligieron como Presidente. Y no por otra cosa.

Es claro que el Poder del Movimiento por los Derechos Civiles norteamericano conserva una potencia que hace palidecer a la voluntariosa sociedad civil que, en nuestros lares, ha querido activarse en torno a los benemeritazgos costarricenses, la nomenclatura oficial y los monumentos entronizados en ciertos lugares de alta visitación pública.

Aquí, más que mancillar estatuas agresivamente, como allá, pareciera que la intención –aun no alcanza para reconocerle carácter de “Movimiento”- es revisar figurones que trascienden como intocables. Allá fueron alcanzados padres de la patria y generales, integrantes todos, del sagrario cívico estadounidense.

Pero volviendo a lo nuestro, el primer damnificado ha sido León Cortés Castro, a quien no le alcanza su “gobierno de hierro y varilla” (1936-1940) para perdonarle la persecución a los comunistas y sindicalistas, así como su clasismo y autoritarismo. “León con los pobres, cortés con los rico”, solían espetarle.

Tampoco es tema menor su oposición a la apertura de la Universidad de Costa Rica -casa de este Semanario y articulista-. Hoy, habrá que decir cuando menos, que las reservas cortesistas a la refundación de la educación superior, supuso la espera hasta el amanecer de un nuevo gobierno (Rafael A. Calderón Guardia), de la Universidad (1941). Ese yerro no es excusable ahora como tampoco lo fue entonces. Condenaba al país al ostracismo y al subdesarrollo de manera inexcusable. Y eso por más que se ensayen anacronismos o relativizaciones histórico-culturales.

Su vena autoritaria emergió en distintos momentos de su carrera política. En cuenta en aquel peligroso episodio en que desconoció la elección del eminente diputado comunista Carlos Luis Sáenz, llegando al extremo de destituir al Consejo Electoral para asegurar sus propios designios antidemocráticos y evitarse la molestia de tener al frente a tan eminente opositor político.

Pero todos estos antecedentes palidecen ante el más oscuro referente iconográfico de León Cortés: su nazismo confeso. Militó orgullosamente y se relacionó abiertamente con hitlerianos.

Empezó por cerrarle la frontera a los judíos y polacos, atreviéndose después a expulsarlos, valiéndose para ello del “sutil” nombramiento en la jefatura de migración, del máximo representante del movimiento nazi en Costa Rica, un alemán tan ignorante como beligerante de apellido Effinger.

Como presidente, Cortés encabezó desfiles y actos diplomáticos nazistas en Costa Rica y apuntaló las relaciones políticas con Hitler, de quien siempre mantuvo una fotografía sobre su escritorio.

A la postre, su alineamiento provocó el rompimiento con su heredero político inmediato, Calderón Guardia, quien redirigió la política exterior hasta declararle la guerra a Alemania, persiguiendo en suelo nacional a los teutones asentados, expropiándoles, desterrándoles e incluso segregándoles.

Cortés, por mucho el principal político de la oposición conservadora, murió prematuramente en 1946, justo rompiendo unos fuegos electorales que, de cara al 48, lo perfilaban como el indiscutible vencedor y el nuevo Jefe de Estado.

¿Merece alguien así un monumento protagónico como el que inaugura la principal arteria de tránsito y anticipa la fachada de uno de los más importantes centros culturales costarricenses? ¿Acaso Cortés está en condiciones de ostentar un benemeritazgo? ¿Se impone la revisión de tales hitos? Y no menos importante si somos consecuentes: ¿De entrarse a revisar nuestra historia a profundidad, no sería lo óptimo -e incluso lo ético-, impulsar una revisión más abierta, objetiva y general, que no obvie ni suponga, sino más bien, que permita el pesaje desapasionado de unos y otros próceres y beneméritos, independientemente de las banderías e ideologías de entonces y ahora, o los intereses contemporáneos?

El reservorio de argumentos fundados y pruebas históricas como único requisito de entrada para ese interesante y necesario debate, que por lo demás deberíamos auspiciar todos los ciudadanos conscientes, podría alcanzar para develar a algunos corruptos insignes, otros vendepatrias camuflados e incluso más de un acosador sexual, machista y misógino.

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