Recientes hechos calificados de “corrupción” o de “abusos sexuales”, conducen a una reflexión necesaria acerca de la naturaleza y límites de estas figuras, tipificadas universalmente en las leyes penales contemporáneas y condenadas conforme valores fundamentales y principios éticos en el comportamiento humano.
Por eso resulta tan grave no denunciar un hecho de corrupción o de agresión sexual, dejándolo en la impunidad, como denunciar como tal uno que no lo sea, o que constituya una temeraria falsedad.
La experiencia y el sentido común, más allá de las formalidades del derecho y sus reglas para ponderar los elementos probatorios de un caso, tienen mucho que decirnos, aunque sea solo a título de acercamiento a la verdad buscada. Así, en los supuestos hechos de corrupción, resulta de entrada relevante la gravedad de lo denunciado, la prueba evidente y palmaria de que ha habido un acto ilegal o ilícito; la existencia de indicios que terminan de conformar un cuadro suficientemente señalador de una situación irregular; el daño, también obvio, que sale a la luz pública; los personajes, que desde el poder político, económico, religioso o social se ven directamente implicados; y, en fin, la necesidad de llevar toda esa realidad descompuesta a las instancias acusadoras y judiciales.
De igual manera, en el ámbito de los abusos o agresiones a la integridad sexual de las personas -particularmente mujeres e infantes, que son los sectores culturalmente más vulnerables-, no es lo mismo que se denuncie un hecho aislado a que se encadenen una serie de denuncias. No es lo mismo que desde el primer momento se sepa en qué consistió la supuesta agresión, a que haya que esperar días o semanas para saber de qué se trató. No es lo mismo que se vayan descubriendo coincidencias y modus operandi en víctimas que no tenían vínculos entre sí, a que no haya antecedentes u otros casos aparte del denunciado en solitario. No es lo mismo la reacción en el entorno social donde se conocen las denuncias, con una exclamación espontánea de “pero esto era un secreto a voces”, que la no menos espontánea reacción de “cómo es posible que a esta persona se le esté acusando de eso”. Y en fin, no es lo mismo que los diversos hechos acusados vayan dejando en el ánimo de los observadores imparciales una clara visión, aunque sea en principio de mera conciencia, de que los hechos denunciados pueden en efecto ser veraces, a que las contradicciones o inconsistencias de una denuncia falsa se vayan perfilando desde el primer momento y un halo de duda la envuelvan.
Las consecuencias de manipular una grave acusación de corrupción o de agresión sexual son devastadoras, no solo para el ser humano falsamente acusado, es decir, calumniado, sino para la causa misma de las luchas por la probidad o el respeto a la integridad sexual.
El duro aprendizaje en estos temas nos tiene que llevar a atenernos al derecho y solo al derecho. Por eso, ante una acusación, veraz o falsaria, no existe otro camino que el debido proceso, la posibilidad de que quien se siente ofendido tenga todas las garantías de que se le oirá, se le tutelará y se le hará partícipe en la búsqueda de la verdad sobre lo acontecido; y por otra parte, de que quien es señalado pueda conocer de qué se le acusa y qué pruebas hay en su contra, para contradecir, con sus propios elementos probatorios, lo que considere pertinente.
Atenerse al derecho significa también que los órganos acusadores y juzgadores tienen la obligación ineludible de analizar cada caso en sus circunstancias. Los principales obstáculos en un hecho grave de corrupción son la dificultad de acopiar la prueba suficiente; la complejidad de construir informes policiales, económicos, auditorias o contadurías concluyentes; y los enormes recursos técnico-profesionales con que cuentan los detentadores de poder e influencia.
En el caso de las agresiones sexuales, por tratarse casi siempre de prueba testimonial, donde termina enfrentándose el dicho de la víctima frente a la versión del victimario, se impone una labor mucho más sutil y profunda en la valoración de esos elementos de prueba. Si bien la historia milenaria nos muestra una absoluta negación e invisibilización de las víctimas de abuso sexual –principalmente infantes y mujeres-, lo cierto es que en un enjuiciamiento penal, conforme a las reglas estrictas del debido proceso, no hay elementos probatorios absolutos, y no puede, por ejemplo, erigirse en dogma inconmovible que siempre la supuesta víctima dice la verdad. Hay que hacer un esfuerzo ineludible por encontrar puntos de apoyo en otras pruebas e indicios, echar mano de la experiencia, de la psicología y las reglas de la lógica, para poder armar la certeza suficiente que una condenatoria exige. En otras palabras, necesitamos jueces y juezas sabios, para dar las respuestas más acertadas en cada caso.
Sería absurdo e inconducente sostener que un determinado elemento de juicio es, más allá de su ponderación analítica, una verdad irrefutable. Por un lado, estarían sobrando los tribunales de justicia y los juzgadores; por otro, no pueden suponerse verdades automáticas, ni siquiera respecto de prueba científica, como los dictámenes periciales, que no pocas veces sustituyen el auténtico ejercicio de la judicatura, cuando nos topamos con jueces que se atienen religiosamente a las conclusiones del experto, sin someterlo a su debida valoración crítica.
Solucionar complejos conflictos humanos nunca ha sido, ni será, cuestión fácil o sencilla; todo lo contrario. Pero no podemos dejar de perseguir la verdad y la justicia en tanto valores irrenunciables para la convivencia.