Opinión

Aplausos para el perro mejor cuidado del país

El 17 de agosto de 2022, la Radio Cultural Buenos Aires publicó en su cuenta de Facebook el audiovisual de un encuentro político en Buenos Aires de Puntarenas, donde un hombre identificado como Luis Eduardo Varela Rojas afirmó ser el homicida de Jerhy Rivera Rivera.

Jerhy destacó como líder y recuperador del territorio Bröran de Térraba y por este motivo fue asesinado en febrero de 2020. De esta manera, él engrosa la lista de líderes indígenas y defensores ambientales asesinados en Costa Rica y, por extensión, Latinoamérica. Una lista tan numerosa como diversa en cuanto a la procedencia étnica, etaria o de género de sus integrantes.

El asesinato selectivo de líderes indígenas o ambientalista no es nuevo en Costa Rica. La Corona de Castilla y Aragón lo comenzó primero como recurso “civilizatorio” en el continente; en tanto que la República de Costa Rica ha replicado la “experiencia” omitiendo la responsabilidad de velar por la vida de sus ciudadanos o al postergar su reconocimiento ーlos métodos son varios, la literatura es abundante. Mientras que el asesinato de ambientalistas resulta un proceso reciente si se lo vincula a las luchas y reflexiones derivadas del activismo científico de índole ecológico o social contra la destrucción de la biósfera, aunque a veces es difícil separar la lucha ambientalista de los procesos autonómicos indígenas.

Dicho esto, cabe recordar las reacciones generadas durante la declaración, las cuales consistieron en recurrentes aplausos y aclamaciones. La situación puede resultar grotesca, amenazante, triste o increíble para ciertos sectores costarricenses, pero su realización, incluso en presencia de diversos funcionarios públicos, es indicativa de lo normalizado que el asesinato y la intimidación se encuentran institucionalizados como recursos políticos en un país cuya narratividad oficial presume vocación pacifista y “armonía” ambiental.

Con todo, el asesinato de Jerhy y su celebración recuerda otro evento alusivo a esa Costa Rica inclinada por el espectáculo de la violencia y la celebración del racismo. Me refiero al asesinato, en 2005, de Natividad Canda Mairena, un inmigrante nicaragüense que luego de ingresar a un taller en La Lima de Cartago fue atacado por dos rottweiler hasta su muerte. El ataque se prolongó por al menos una hora ante la vista del guarda y propietario del taller, vecinos del sitio, oficiales de la Fuerza Pública y cámaras de televisión. El evento generó polémica sobre las condiciones que producen ese tipo de experiencias y convirtió al rottweiler en símbolo nacional para los sectores más xenofóbicos del país ーademás de la exhibición de un perro famélico en una galería nicaragüense.

En el caso de Jerhy, los rottweiler, si se usa la analogía, han cambiado su género al convertirse en comunidad presumiblemente consciente y complaciente de su actuar delictivo. El procedimiento ha mutado: ya no se espera en el área sujeta a cuido, pues se la trasciende alegando derechos de propiedad sobre otros territorios. En otras palabras, los agentes portan su derecho a matar fuera del “taller”; o al menos esta es la diferencia que sugiere el contexto audiovisual del 2022 con respecto al generado en 2005.

Ahora bien, ¿qué diferencias y similitudes pueden señalarse a propósito del espacio de la declaración con los organizados a favor de posturas racistas en Costa Rica y otras latitudes, recientemente?

Lo documentado el 17 de agosto señala o bien la incapacidad o bien el desinterés institucional por subsanar las brechas que producen tales espacios o ambas cosas. De modo que es posible preguntarse lo siguiente: ¿cuán carnívora puede ser la geografía de un país pretendidamente pacífico y “eco-amigable”?, y ¿qué lugar ocupa hoy la sombra de aquellos perros en el país, cuando la territorialización del racismo se ha evidenciado de tal forma?

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