Descolonialidad es el término con que se identifica la interpelación que de la modernidad se hace como paradigma universal de conocimiento, progreso y emancipación, al develar la matriz colonial de poder en que se origina y sustenta.
De acuerdo con la perspectiva descolonial, modernidad y colonialidad son dos caras de la misma moneda en tanto los cimientos de la primera resultarían indisolubles de su constitución simultánea como dominación epistémica, cultural, política, económica, social y psicosocial europea sobre los conquistados de todos los continentes, esto es, como colonialidad.
Estructuras significantes como naturalismo, racionalismo-empirismo, humanismo secular, liberalismo, nacionalismo, industrialismo, urbanismo e individualismo, estarían más inescrutablemente ligadas a esa matriz colonial de poder, y por ende a su crítica, de lo que la hermenéutica moderna y la deconstrucción posmoderna suponen.
Europa fue la cuna de este paradigma, al punto de que modernidad, eurocentrismo y occidentalismo resultan en gran medida intercambiables, aun con la versión angloamericana de nuestros días.
Incubado el occidentalismo en la tradición grecorromana y judeocristiana, y en las cruzadas contra los movimientos heréticos y el Islam, se concibe y desarrolla la modernidad con el despertar renacentista, la conquista del Nuevo Mundo, la reforma protestante, la ilustración y la revolución industrial, consolidándose con la expansión imperialista en Asia y África, y el capitalismo y sus variantes monopolistas, financieras, postindustriales y multinacionales.
Será entonces con el Renacimiento y la conquista del Nuevo Mundo que se establezcan los cimientos del proyecto de la modernidad, a través de lo que Walter Mignolo denomina la doble colonización de tiempo y espacio. Colonización del tiempo en cuanto se refunda la propia historia europea a partir de la ruptura con el “oscurantismo medieval”, dominado por el poder eclesiástico y monárquico y el pensamiento escolástico, la tradición colectivista y el “redescubrimiento” de sus raíces clásicas grecolatinas; colonización del espacio, en tanto el mundo no europeo es convertido en el espacio por descubrir, conquistar, convertir, civilizar o desarrollar. Y fue con la conquista de ese Nuevo Mundo que surgió la idea de lo novedoso, de un continente del conocimiento enteramente ignoto e imprevisible que podía ser “descubierto” con un poco de audacia, técnica e imaginación.
Por lo tanto, su constitución, la de la modernidad, resultaría indisoluble de los procesos iniciados con el encuentro, invasión y conquista por la corona española de los territorios de “Abya Yala”, unas veces mediante el exterminio, otras mediante la fascinación malinche y la evangelización, y entre ambas, articulándolas, mediante la colonización, el mestizaje, la encomienda, y la trata esclava del negro africano, todas estrategias de un mismo fin, extender por estas tierras de “belicosos caribes” y “amistosos arahuacos” el ethos occidentalizador.
Fue también la constitución de las Indias Occidentales como entidad geocultural, a la vez ajena, espejo y objeto del renacentismo europeo y sus ambiciones de conquista, que llega hasta las luchas por la independencia iberoamericana de criollos y mestizos contra la “madre patria”.
En el entretanto y más acá, las “Indias Occidentales” van siendo reconceptualizadas como “Nuevo Mundo” y “América”, y el impulso y referente occidentalizador, centrado en la conversión y evangelización del salvaje nativo, reconfigurándose como evolución civilizatoria del primitivo aborigen, hasta que, ya en el contexto de las dos Américas, y desplazándose la matriz colonial de su eje eurocéntrico a una de las dos, la del destino manifiesto, aquellos salvajes y primitivos indígenas devienen, junto a mestizos, afrodescendientes e incluso criollos, en subdesarrollados latinoamericanos, sujetos de desarrollo y modernización.