Opinión

Al oído de la masa

Al igual que muchos, me dejé llevar por el momento y juzgué el gobierno de Chávez como un ejemplo más de populismo latinoamericano. Ya ahora me resulta claro que lejos de ello se trata más bien de un gobierno, que, presidido por un neoliberal a ultranza, ejerce solo por apelación de principio a la figura de autoridad, por ello gobierna por decreto, no por negociación. Estamos por ello en un momento distinto en la democracia electorera tica, el de un gobierno inorgánico, pero no populista, dirigido hacia intereses de una sub-élite capitalista.

Sin duda aquel mi error inicial se debió al modo de interpretar el hablar público que utiliza Chávez, con sus divertidos giros referentes a la fantasmagórica imagen de la señora de Purral, resulta ser poseedor más de un estilo que demuestra habilidad gerencial, que de una disposición populista, pues habla como la muchedumbre quiere oír al ser tratada con la horizontalidad del colaborador, no con la verticalidad del empleado. Algo dulce al oído de la masa, ya que, en su vivencia, la masa apela solo a las emociones, pues carece de razón, pero sí posee el buen deseo de vivir un bienestar evidente y un progreso efectivo, esa es su voluntad general, y eso marcó el esfuerzo, en la vieja época, por materializarlo y fue a su vez su cúspide.

Pero no se notó en el momento que el clímax de una época es a su vez el inicio de su decadencia. Y lo más pernicioso que se produce es que, en su declive, la conducta humana mantenga la estética política del pretérito momento, pues su deteriorada belleza hipnotiza a las masas con el canto de un bienestar perdido, la del mejor país mundo, a decir de Arias “el primer país desarrollado de la región”. A sabiendas de ello, los políticos, desde la ya desaparecida Costa Rica tradicional, evitaron la discusión y argumento de la razón, y apelando a la complaciente emoción.

Ellos transformaron la democracia en vulgar electoralismo, carente de cultura democrática y de dinámica política. La actividad política se configuró como un espacio de fiesta electoral. Por eso, aún hoy, el discurso del político se satura de dicharachos y ocurrencias ingeniosas, de conductas públicas callejeras, propias solo de quienes están y estarán siempre al margen, pues en la democracia a lo tico, el pueblo pulula en las callejuelas de la marginalidad. Para aquel “populismo” electoral, la población es pueblo, el pueblo es masa, la masa es lumpen, y al final, se redujo al pueblo a la masa de la población lumpen. Con ello el político que recurre a hablar como lo hace el pueblo, lo hace con un profundo desprecio por el olor de las masas. La mayor virtud del político es parecer justo sin serlo.

Es, pues, de esperar, tarde o temprano, la consecuencia conflictiva que provoca el desengaño; pero no como protesta continua, sino como estallido momentáneo, ya que el movimiento popular, en nuestro país, carece de capacidad de continuidad.

Este es un fenómeno posibilitado por la manera en la que se configuró la identidad cultural costarricense. Nuestra cultura nacional es el resultado “natural” de una cotidianidad que provoca tradiciones, sino que surge de un experimento de poder dirigido a la población para someterlo a un régimen de intereses oligárquicos a través de imágenes ideales. El pueblo costarricense nació para responder a emociones, no para actuar por medio de la reflexión.

Por ello el ciudadano siente su cotidianidad desde experiencias diarias cargadas de acorralamiento por la violencia callejera, desengaño de la expectativa cívica y preocupación por el costo de la vida. El costarricense vivencia una situación de incertidumbre por su presente. Su conducta muestra reacciones por inmediatez. No puede pensar en las consecuencias de sus actos quien que no puede pensar en su futuro. Con ello el ethos cívico se deteriora hasta provocar decepción y el perfil de sujeto cívico se somete a tensiones que provocan su agrietamiento. Esto podría desembocar en una anomia cívica. Un momento en el que el desencanto se transforma en la estética de los acontecimientos, el interés por lo público se disuelve y el bien común se convierte en ideal solo para las almas bellas e ingenuas.

Sin embargo, no es adecuado aún el juicio sobre las secuencias del presente, pues solo con el paso de los años los factores que componen una realidad, y sus alcances, pueden ser claramente visualizados. La reflexión sensata debe mantenerse entonces como expectativa y advertencia.

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