Opinión

El agrado de la reunión

La existencia se compone de momentos, lugares y vinculaciones. Todos ellos constituyen el escenario de nuestras experiencias más simples

La existencia se compone de momentos, lugares y vinculaciones. Todos ellos constituyen el escenario de nuestras experiencias más simples y vivencias inolvidables. A través de ellas tenemos consciencia, no de que somos, sino de lo que nos acontece, de que el tiempo pasa. Comprendemos así que la existencia es una situación de la corporalidad, es ser donde estoy. Es la mera condición situacional de estar siendo en cualquier lugar.

Este que es nuestro único modo de ser. En él se integran emociones y condiciones particulares de espacios y tiempos, de presencia física, o evocación simbólica, de distintas personas. Somos alguien en las múltiples relaciones con las personas y lugares en los que estamos. Nos encontramos siempre siendo en la presencia de algún otro. Sin ellos, el lugar y el momento nos envuelven en la sensación temerosa que se percibe como soledad. Una reacción de nuestra corporalidad diferente sin duda del extrañamiento que se siente al estar en lugares inusuales y personas diferentes a aquellos a quienes por sencilla recurrencia reconocemos como otros, o a aquellos que por intimidad les llamamos parte de nosotros. Mi mundo está vinculado al de otros, a sabiendas de que más allá de nosotros y de los otros, están los demás.

Ser alguien, con la comodidad que exigimos para disfrutar de la existencia, requiere de la presencia de aquellos que amamos y reconocemos, por encima de los que simplemente rozamos casualmente en la calle. Nuestro existir requiere de vincularnos con alguien. Es obvio que a lo largo de la vida contraemos relaciones con muchos otros, la mayoría vulgares conocidos, unos cuantos amigos, pocos grandes amigos. Es igualmente obvio que todos esos vínculos expiran con el paso del tiempo y de nuestras prioridades. Nos relacionamos con otros por simpatía, interés, o simplemente por un educado gesto ante el encuentro recurrente. Intimamos con otros por amor, deseo, oportunidad.

Gracias a eso integramos con ellos un nosotros que persevera por medio del desarrollo de emociones más duraderas que el volátil arrebato, como lo son la confidencia, la complicidad y la necesidad de su presencia. Pese a ello, por diversas razones, la vinculación a otros siempre es transitoria, por ello más que definir el tipo de vínculo que nos permita apropiarnos de su presencia, lo importante es comprender condiciones de su disfrute.

Sí requerimos de compañía, como lo hacemos diariamente, debemos exigir no cualquiera, sino aquella que podemos llamar buena compañía. Esta compañía suele sernos agradable tanto tiempo como sea posible que el otro llene nuestro espacio con tiernos gestos, graciosos arrebatos e inesperadas actitudes, que nos sorprenden sin ofender, pues proviniendo de él, antes de parecernos despreciables, las trivializamos como parte de lo que en él nos brinda, el agrado de su presencia.

La buena compañía trivializa lo que ocurre en el bar o en la cama. Trasciende con ello el encuentro, aun cuando se vivencie solo como un breve trance, pues en la ausencia de ese que nos fue próximo, conservamos en el alma el agrado de su reunión. Resulta así ser experiencia del arrebato agradable, de la oportuna broma, el roce tibio, el juicio despabilante, su disfrute nos es situacional. Habrá buena compañía, que no lo será lo que fue cuando nos reencontramos con ese alguien en otro lugar. Por ello nunca es de más anteponer un cordial saludo a la celebración de un reencuentro, ya que con este se abre la invitación a la compañía, o el gesto educado que nos da a entender que lo apropiado es continuar con nuestro paso. Pese a nuestros deseos, la buena compañía no nos es permanente, ya sea por la pesadez del tiempo cuando cae sobre el cuerpo, o por los escenarios en que nos movemos, el gozo de la presencia confortable solo se da por momentos limitados. Lo importante entonces no es forzar su comparecencia, sino complacernos con ella.

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