Un hombre joven cargando en brazos el cuerpo flácido de su hija grita a la cámara: “¿acaso nadie nos ve?”. Desde hace cuatro meses en algunas redes hay una sórdida exhibición de restos de cuerpos polvorosos y sangrientos desparramados por el suelo de hospitales, por las calles, extremidades desprendidas de sus cuerpos, brazos, cabezas de niños ahogados bajo el cemento de edificios enteros, abuelas ardiendo en fósforo blanco, amputadas sin anestesia, mujeres acribilladas en estado de gravidez. Gente escapando de una nube de polvo o adentrándose en ella para rescatar algún sobreviviente. Ollas, latas, platos sucios en busca de algo para comer en manos de niños que apenas saben caminar. El fuego aéreo les hace pensar que afuera nadie sabe de ellos, que no hay nadie que les escuche ni quiera ayudarles, que han caído en un lugar sin tiempo, como en Sodoma, de donde Dios mandó a retirar nuestra mirada mientras él desataba su furia. “¿Acaso nadie nos ve?”.
En Gaza las imágenes de la realidad luchan por salir al mundo y ser vistas. Para evitarlo, convertir a los observadores desobedientes en estatuas de sal, como castigo, ya no es una opción para Israel. En solo cuatro meses ha ocurrido el mayor número de asesinatos de periodistas en un conflicto desde la II Guerra Mundial, se ha impedido el ingreso de comunicadores, se ha bloqueado el acceso a Internet. Todo para impedir que el genocidio quede expuesto a los ojos de quien quiera verlo.
Sin embargo, las imágenes han logrado saltar el cerco y están a nuestro alcance. Toda una pornografía de la muerte a la que los cronistas palestinos han debido recurrir en un ruego desesperado de empatía y solidaridad, dirigida a un observador indeterminado. Y, sin embargo, parece que no es suficiente. La visibilidad que reclama aquel hombre es en realidad de otro tipo. La cuestión es si aquellos cuerpos sufrientes o ya del todo sin vida, son para nuestros ojos una víctima inocente o un perpetrador criminal, un ser humano o una bestia, a una persona cuyas palabras pueden alcanzarnos o a un bárbaro sub-humano y ruidoso. Al tiempo que se comete una matanza en Gaza, somos parte de una batalla por definir qué mirada merecen aquellos cuerpos, aquella sangre y aquellas muertes.
Antes de su ofensiva militar, Israel procuró un consenso que lo respaldara, no para defenderse o proteger a su población, no para hacer justicia por sus víctimas del 7 de octubre, no para recuperar a sus ciudadanos secuestrados. Necesitaba una patente de corso para taladrar aún más hondo el proyecto genocida que viene perpetrando desde hace décadas.
Iniciaron con una ofensiva comunicativa para hacer ver a Israel como la víctima neta de una agresión unilateral, intempestiva, inmotivada. El ataque de Hamás del 7 de octubre debía ser el día cero, el principio de todo, el “había-una-vez” de una historia que no necesitaba antecedentes. La brutalidad demencial de los crímenes del 7 de octubre facilitaba aquel corte temporal, aquella operación de olvido. Y a la atrocidad de aquella realidad se sumaron las imágenes de los 40 niños israelíes decapitados por los milicianos de Hamás. “Nunca pensé que vería imágenes de terroristas decapitando a niños”, dijo el presidente de Estados Unidos. Esas fotografías, esos cuerpos inocentes, troncos degollados, cabecitas arrancadas, con el terror en la expresión con que los alcanzó la muerte, nunca existieron y fueron una invención útil del aparato mediático israelí y occidental, pero su imagen vívida sigue perturbando la retina de millones e incendiando los discursos del sionismo en todo el mundo. El enemigo de Israel no es más que un demente fanático abrazado a una fe que ordena el ensañamiento y la muerte sobre todo israelí y todo judío. Un monstruo terrorista.
En los platós de televisión, en las curules y en los púlpitos, en los chats familiares y las redes sociales se desató un despliegue de manifiestos y una cruzada para emplazar a todos a condenar el ataque del 7 de octubre. Nadie estaba a salvo de ser señalado de apologista del terrorismo, ya fuera por guardar silencio o, peor aún, por advertir que lo ocurrido aquel día de octubre, no era en realidad el inicio de la historia. ¿Por qué el ataque de Hamás no puede considerarse como un acto de defensa (demencial y criminal sin duda) frente a las incontables agresiones israelíes previas y recientes? ¿Qué hacía del 7 de octubre un día más sombrío que todos aquellos en que el ejército israelí secuestró niños y jóvenes para torturarlos y violarlos en sus celdas, agredió y asesinó civiles, masacró asentamientos, desplazó poblaciones palestinas, derribó casas y mezquitas? ¿Por qué los 1.200 israelíes asesinados el 7 de octubre eran víctimas con mayor derecho que los 6.220 palestinos y palestinas asesinadas por Israel a lo largo de los 15 años previos a ese día?
A pesar de que no se pretendiera celebrar las muertes israelíes ni de bendecir los métodos de Hamás, solo atreverse a negar que aquel fuera el comienzo de la historia, poner en duda la integralidad absoluta de Israel como víctima y negar su derecho a una defensa categóricamente legítima, les mereció a muchos (a mí también) la acusación de ser defensores de terroristas. Esa especie de purga moral, muchas veces inocente e incluso bienintencionada, rindió grandes réditos a favor de Israel y sus aliados occidentales. Ese ambiente de condena libre de matices, fue la licencia necesaria para que gobiernos y organismos aprobaran la ofensiva sin restricciones ni escrúpulos (salvo algunos débiles y pretendidamente inocentes llamados a la proporcionalidad y la mesura), bajo la consigna de una legítima defensa irremediable, necesaria y justa. Cuanto más unívoca y coral fuera la condena al “terrorismo”, mayor margen para avanzar tendría el ejército israelí, cuanto más enfurecida la censura contra Hamás, mayor el permiso para actuar con violencia y menor la empatía con la población palestina. Las voces oficiales israelíes aprovecharon al límite las posibilidades de esa fuerza moral. Es “una lucha entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas”, tuiteó y borró al poco tiempo Benjamín Netanyahu (irónicamente parafraseando un pasaje del Nuevo Testamento). Su ministro de defensa, Yoav Gallant, fue menos doctrinal: “Estamos luchando contra animales y actuaremos en consecuencia”. Una diputada enfurecida anticipó la carnicería: “No hay simetría, y los niños de Gaza se lo buscaron”.
Todo contribuyó a predisponer la mirada del mundo para el día en que un padre palestino ofrecería a su hija muerta como testimonio de dolor y como pregunta: “¿Acaso nadie nos ve?”.