Opinión

Abusos sexuales y despersonalización

En esta segunda entrega del análisis sobre el libro del profesor Helio Gallardo Martínez (Yo no fui, fue Teté, Antanaclasis Editores, 2019)

En esta segunda entrega del análisis sobre el libro del profesor Helio Gallardo Martínez (Yo no fui, fue Teté, Antanaclasis Editores, 2019) quisiera detenerme en algunos elementos psicológicos. Esto porque aunque el profesor Gallardo los menciona, no ahonda en ellos.

Si la iglesia se comprende a sí misma como una “sociedad perfecta”, podemos percibir la importancia de la “sublimación” (mejor aún “negación”) de la vivencia de la sexualidad genital en sus funcionarios. En dicha sociedad, que separa lo “santo” de lo “pecador”, el “celibato” brota de una necesidad de ser liberado de la existencia terrena. Siendo el impulso sexual una condición de felicidad física y no espiritual, el “diablo” [sic] lo emplea para que los humanos se sientan amenazados siempre.

El discurso que disfraza nuestros “demonios” internos con demonios “reales” es un intento más del papa emérito Benedicto XVI para desviar la atención cuando se refiere a la “cuestión del gender”. La iglesia católica mutila la vivencia de la sexualidad (heterosexual, porque la homosexual está vedada prima facie) al considerar que “[…] el placer sexual sigue sin tener valor en sí mismo” (Drewermann, Clérigos). En todo su proceso formativo, el seminarista es invitado a reemplazar sus pulsiones fisiológicas a través de mecanismos metafísicos, como si fuera posible hacer trueque de realidades biológicas con elementos abstractos.

Aunque es cierto que algunas personas pueden vivir libremente estas renuncias, no es esta la tónica, sino la “sublimación” espiritual que se acumula y explota en tendencias neuróticas de algunos: agresividad patente (gritos, regaños, episodios de ira), actitud arribista en la búsqueda de puestos, necesidad de ser adulado, arrogancia y narcisismo, rigidez y autoritarismo, búsqueda de dinero y de la vida cómoda, obsesión por su físico (por excesivo cuido o descuido), obsesión “intelectual” para evadirse a sí mismo sumergido en los libros, alcoholismo y tabaquismo, entre otros elementos (cf. Cencini, ¿Ha cambiado algo en la Iglesia?).

En un proceso de-formativo, se les ha enseñado a intercambiar realidades que no pueden ser objeto de intercambio. Se les ha inhibido a amar de forma complementaria o, al menos, se han estropeado los mecanismos de quienes ya sabían hacerlo y “[…] son totalmente incapaces de desear, de amar, de dar rienda suelta a sus aspiraciones. Son meras cenizas humeantes, víctimas de un sistema que, en nombre de la vida, no administra más que la muerte” (Drewermann, Clérigos).

No es gratuito preguntarnos la razón por la cual es tan frecuente en el clero, particularmente en el clero homosexual, las relaciones de desigualdad con niños o adolescentes. Es evidente que la despersonalización del sistema clerical se reproduce en nuevas relaciones disímiles. Será muy difícil vivir la complementariedad si los nexos verticales son la norma, si se reproducen relaciones codependientes donde el ejercicio del poder se naturaliza, donde la familia y la parroquia terminan endiosando a uno de sus miembros.

Podríamos así comprender la frecuente dinámica de los afectos adolescentes de muchos presbíteros: amistad desigual, cargada de la admiración de parte del joven, donde regalos y concesiones en la parroquia le terminan “conquistando”. Los juegos que implican toqueteo, los abrazos frecuentes, los besos en la mejilla que se deslizan, entre otras conductas, van allanando el camino que normaliza el contacto físico. Desde una perspectiva psicoanalítica, si la primera experiencia de amistad intensa y amorosa del clérigo se dio en su infancia o adolescencia, es ahí donde ahora, luego de años de olvido programado, buscará encontrarla nuevamente (cf. Drewermann, Clérigos).

Pero ahora las condiciones son diferentes. Su patología, como conducta obsesiva, no tiene defensa porque hay un componente personal de decisión que convierte este comportamiento en delito por el abuso de consciencia hacia alguien que no siempre tiene condiciones para responder. Es evidente que un sistema que despersonaliza, termine creando operarios que despersonalizan a otros, inclusive en el ámbito más sagrado: el de la inocencia de un menor. Las consecuencias de esto, a nivel práctico, serán abordadas en la tercera entrega.

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