Opinión

Abusos sexuales en la Iglesia: el olvido de Jesús

Deberíamos recordar que los cristianismos de los orígenes coincidían en su protección al desvalido.

En esta tercera y última entrega del análisis sobre el libro del profesor Helio Gallardo Martínez (Yo no fui, fue Teté, Antanaclasis Editores, 2019) quisiera fijar la mirada en lo que el profesor Gallardo apunta y denomina “la moral (si existe) cristiana” (p.45) y la “fe de Jesús” (p.59). A continuación, hago algunas aproximaciones desde la exégesis y la teología práctica.

Es evidente que el libro no hace un análisis bíblico, mucho menos recoge las aproximaciones recientes sobre el “Jesús histórico”, disciplina que prefiero enmarcar en el ámbito historiográfico. Las continuas referencias al “núcleo de la buena nueva” de Jesús, así como su moral incluyente en todo, se derivan más de la noción universalista de la teología posterior que de la realidad de un galileo judío nacionalista. No obstante, la noción de “prójimo” que va más allá de las estructuras sociales, es más, que invierte los valores de la religión del templo, sí es un elemento que podemos rastrear en el Jesús de la historia y en su proyecto mesiánico denominado “reino de Dios”.

La contraculturalidad que cuestiona las estructuras religiosas recuerda la herencia profética de Israel, la cual pide colocarse del lado de los vulnerables. Este es un rasgo importante del movimiento intrajudío de Jesús. Por ello, esta anotación exegética es valiosa y cuestiona elementos prácticos de la realidad eclesial.

La realidad de los abusos sexuales en la Iglesia católica no es un problema superficial. No puede diluirse en discursos que caricaturizan el escándalo, lo “romantizan” o, peor aún, lo normalizan. Valga esto para cualquier Iglesia o institución que intenta autopreservarse frente a una nueva cultura.

Más bien se trata de un síntoma de problemas estructurales profundos: si la Iglesia no cambia la visión de sí misma (eclesiología), su sistema de formación y sus mecanismos de comunicación, continuará perpetuando crímenes y disfrazándolos de “pecados”. La incoherencia de vida de los discursos que piden misericordia, pero que no la aplican con sus prójimos más desprotegidos, es la condena final de su credibilidad.

En su carta sobre los abusos sexuales, el papa emérito Benedicto XVI se victimiza autodenominándose “mártir” a raíz de todo este lastre vivido en la Iglesia. Además, se considera “perseguido” y reitera un eslogan eclesial que oímos con frecuencia, pero que solo evidencia las paranoias de persecución de una institución que sigue ensimismada.

Debemos recordar que, en realidad, un mártir era aquel que transformaba discursos en acciones e iba hasta las últimas consecuencias al dar su testimonio (martyria). “Para mí, pedid únicamente fuerza, interna y externa, para que no solo hable, sino que también quiera; para que no solo me llame cristiano, sino que también me muestre así” (Comentario a la carta a los Romanos). Esta cita de Ignacio de Antioquía, mártir del siglo II, evidencia la ligereza con la que Joseph Ratzinger, retirado cómodamente en el convento Mater Ecclesiae, se autodenomina “mártir”.

Deberíamos recordar que los cristianismos de los orígenes coincidían en su protección al desvalido. La “gran Iglesia” tenía como punto de encuentro su preocupación por los sectores vulnerables de la sociedad. La niñez era uno de estos sectores no humanos del mundo grecorromano por el cual el cristianismo optó: “[…] no corromperás a los niños” (Didajé II,2) es el mandamiento directo que se leía en la antigüedad contra el maltrato y la exposición infantil.

¿Será que debemos recordarle a la Iglesia institucional su misma tradición? Creo que es mejor que lo haga el mismo Jesús: “Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen, le iría mejor si le pusieran al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y que lo echasen al mar” (Marcos, 9:42).

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