Narcopeones

  • Las cárceles de Costa Rica encierran a muchos narcotraficantes, pero, lejos de ser grandes capos, la mayoría de ellos son muchachos en pobreza, sin estudios formales y con adicción. Son los eslabones más débiles del negocio y su función es la de proteger al rey.

Javier nunca conoció al jefe de sus jefes. Ni cuando era un chiquillo de nueve años que dejó la escuela para vender piedra y así ayudar a su mamá a llevar algo más que frijoles a la casa; ni mucho tiempo después, cuando asesinó a un sujeto que se metía en su territorio  -o más bien, en el territorio del jefe de sus jefes- en Finca San Juan de Pavas.

Apenas cumplió la mayoría de edad, la Policía allanó su casa y entonces entendió que el comprador de crack que vestía siempre ropa manchada de pintura era en realidad un agente encubierto.

Mientras descontaba una pena de casi seis años por venta de droga, recibió el beneficio de un permiso para salir de prisión, pero regresó poco después; esta vez sentenciado por homicidio.

“Uno no es nadie para quitarle la vida a nadie, pero como dicen por ahí, yo prefiero que llore la mamá de otro y no la mía. Cometí un error”, dice el muchacho que ahora tiene 23 años, sentado en la oficina del director de la cárcel de San Rafael, en Alajuela, donde también está preso su hermano mayor por drogas, un negocio en el que el mismo Javier lo introdujo.

Javier es alto, delgado y tiene pómulos de boxeador. Sonríe, siempre sonríe, aunque hable de tráfico de drogas, robos, peleas por territorios y homicidios que ponen a llorar a madres ajenas.

La vida de este muchacho está plagada de errores, propios y ajenos. Los propios: a un destino de pobreza y baja escolaridad, le buscó solución en la piedra y la violencia; los ajenos: un Estado que no le dio oportunidades de insertarse y, al primer error, lo sumergió en el sistema carcelario. Un ojo a su expediente arroja una radiografía muy similar a la de la mayoría de jóvenes recluidos en los centros penitenciarios costarricenses por delitos relacionados con drogas.

Ellos son los narcopeones, no negocian los grandes cargamentos de drogas, no tienen caletas con millones empotradas en las paredes de sus casas, ni compran mansiones o autos de lujo, pero sus funciones son claves para proteger al rey. Son vendedores, choferes, boteros, pilotos y punteros de territorio.


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Foto: Sara Quesada

¿Cuántos y quiénes son?

Hablar con base en números es difícil porque las instituciones vinculadas al persecución del tráfico de drogas llevan estadísticas por separado y  pocas veces coinciden. Sin embargo, una investigación de Ernesto Cortés, de la Asociación Costarricense para el Estudio e Intervención en Drogas (Aceid), hace un acercamiento al tema.

En términos generales, dos de cada diez privados de libertad están presos por cometer infracciones a la ley de Psicotrópicos. A ellos solo logran superarlos en cantidad los presos por delitos contra la propiedad.

El porcentaje se acentúa cuando se trata de mujeres encarceladas, pues poco más de la mitad cayeron por drogas. Entre ellas están las detenidas por introducir droga a centros penales, delito para el cual el año pasado se logró una reforma legal que redujo la pena al considerar que son mujeres en situación de vulnerabilidad, jefas de hogar y en muchas ocasiones coaccionadas por sus parejas.

En el registro de la Fiscalía sobre causas relacionadas con estupefacientes, de los 2.512 procesos ingresados en el 2013, la mayoría (45,5%) son de vendedores, 15% transportistas y 11,1% cayeron por introducción de droga a un centro penal.

Menos de la mitad de esos expedientes terminaron en sentencias con penas de prisión y, de estos, la mayoría se sometieron a procesos abreviados para lograr condenas más bajas -de alrededor de cinco años de cárcel, pues la ley establece un rango de ocho a 20 años-.

Los narcopeones no negocian los grandes cargamentos de drogas ni tienen caletas con millones empotradas en las paredes de sus casas

Estos números, aunque reveladores, son insuficientes para conocer el perfil de los narcotraficantes enlistados en el hacinado sistema carcelario costarricense y que también llenan los espacios en periódicos y noticieros.

¿Son todos como el temido Indio de Desamparados, a quien se le achacan varios homicidios, o como Pollo que dirigía un violento grupo narco en San José?

Para buscar algunas respuestas, Cortés, con ayuda de la Defensa Pública, analizó 202 expedientes de personas condenadas por infracciones a la Ley de Psicotrópicos.

El perfil que encontraron dista mucho de los de aquellos conocidos criminales.

Se trata principalmente de minoristas que vendían marihuana, cocaína y crack, de los cuales, siete de cada diez se dedicaban al narcomenudeo, es decir, a distribuir pequeñas cantidades (en más de la mitad de los casos les decomisaron menos de 10 gramos).

A estos les siguen los transportistas del narco: choferes de autos, traileros, pescadores, pilotos de aeronaves o simplemente “burros” que intentaron pasar por aeropuertos con droga oculta en sus maletas o cuerpos.

La mayoría son hombres, muchachos como Javier, que tienen entre 20 y 25 años, carecen de educación formal porque la mitad solo fue a la escuela y, para complicar más su situación, el 43%  son consumidores de drogas, al punto de que algunos son conocidos como “robots” porque solo venden para mantener su vicio.

“Son los eslabones más débiles, los más fáciles de reemplazar, sin duda, no parece que estemos agarrando peces gordos, capos, ni afectando directamente al crimen organizado”, concluye Cortés.

Javier da una pista más sobre las movidas en el tablero.

¿Y los capos?

En la década del 2003 al 2013 solo 45 personas fueron sentenciadas por lavado de dinero. Además, en ese último año, de 1085 condenas solo 10% se dictaron por más de diez años de prisión.

De la revisión de expedientes que hizo la Defensa Pública, ni uno se trató de legitimación de capitales o de jefes de organizaciones. Para Cortés, esta es una muestra más de que los máximos líderes del crimen organizado logran esfumarse del brazo de la Policía.

Además, el investigador señala que a la hora de castigar, la ley no diferencia si se trata de narcopeones o de quien dirige una organización de venta y transporte de drogas o de legitimación de dinero.

“El peso punitivo del Estado no está puesto en estas acciones típicas, ni en los mandos medios y altos de las organizaciones criminales”, aduce en su investigación.

Su argumento es respaldado por el magistrado de la Sala Tercera y vicepresidente de la Corte Suprema de Justicia, José Manuel Arroyo:

“Usted ve que se trata del que va en la barca, en el furgón, son los que van en contacto directo con la droga, pero los capos, la gente de más alto nivel, siguen sin tener que ensuciarse con este tipo de investigaciones y cuesta muchísimo llegar a ellos porque los mismos capitanes y marineros ni siquiera saben quiénes son los grandes traficantes”.

Arroyo incluso reprocha que se dicten montos de penas que fueron pensados para grandes narcotraficantes cuando los detenidos son los de menos poder.

“A la gente joven, que por primera vez está en contacto con este ilícito y en contacto con un sistema penal, deberíamos darles la oportunidad de una alternativa, que puede ser trabajo social o internamiento para desintoxicación, porque estamos hablando de que en este nivel hay un binomio entre consumo-adicción e involucramiento en el tráfico menor”. (Vea entrevista aparte).

Para la Policía, detener a vendedores es una forma de escalar hasta los líderes narcos 

En cambio, para los jefes de las dos Policías que llevan la batuta en la guerra contra el narcotráfico, el tema no se puede simplificar a resultados cuantitativos.

“No es tan simple como una mera estadística. No se puede iniciar una investigación contra el principal, porque los tribunales cuestionan que materialmente no hay elementos como una piedra que pruebe la existencia de un delito”, señala Alan Solano, director de la Policía de Control de Drogas (PCD).

Él rebate el argumento de que no se golpea a los líderes de las organizaciones: “El Indio y Pollo solo son dos, se destacaron porque comenzaron a matarse y, por el homicidio, trascendía el tema de drogas, pero hay un montón”.

Y menciona un ejemplo reciente: en julio, se detuvo a un violento grupo narco de Limón, dirigido por dos sujetos de apellido Brautigan que traían marihuana desde Jamaica. Los miembros de esta organización están vinculados con homicidios y se les conocía por hacer compras millonarias de autos en efectivo.

Solano aduce también que ni a los transportistas de grandes toneladas de cocaína se les imponen penas de ocho años porque se someten a los procesos abreviados y enfatiza en que el sistema penitenciario tiene otras opciones para menguar la pena.

“Pero, ¿qué resocialización hay en este país? Todos los actores sociales tienen una responsabilidad, considero que no quieren asumirla. La Policía es solo una parte, nosotros no podemos dejar desprotegida a la ciudadanía”, reprocha.

El director del Organismo de Investigación Judicial (OIJ), Wálter Espinoza, hace eco de esas palabras:

“El estudio no determina desde el punto de vista cualitativo cuál es la importancia que tiene un sujeto de estos en una estructura criminal (…) La determinación de si una persona es un mando medio o mando alto de una estructura criminal no depende de la cantidad de droga que se le incauta, sino de que si emite directrices o no”.

Espinoza asegura que, en estos temas, las Policías abordan a los objetivos con el fin de ir “subiendo peldaños” en la organización hasta llegar a los líderes.

“Obviamente no pueden ser tantos casos (de jefes narcos detenidos) porque implica usar técnicas de investigación distintas a las usuales, que permiten ingresar en el ámbito de intimidad de las estructuras criminales y lo hacemos con muchísima paciencia para que el impacto sea fuerte”.

Al recordar casos como el del Indio o  Pollo, el jefe policial afirma que se detuvieron a muchos vendedores antes de poder llegar a esos últimos eslabones.

Espinoza sostiene además que la pena de ocho a 20 años es adecuada porque quienes ingresan al negocio del tráfico de drogas lo hacen de manera meditada y cree que la atención al problema pasa por algo más que el trabajo de la Policía:

“Me refiero a más acceso a la educación, mejor acceso a vivienda, más oportunidades en general, abordaje de las familias disfuncionales. La Policía tiene una misión muy fría, muy directa,  es el brazo fuerte del Estado, sería mejor prevenir”. 

“Una vida normal”


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Foto: Sara Quesada

Las estadísticas de Ronny van más o menos así: de los compañeros con los que se graduó de la escuela, 50% están muertos, 30% están presos y 20% “se podría decir que tal vez sí corrigieron sus vidas”.

Los números no están verificados, pero para él son la realidad que se vive en el lugar donde creció, en la ciudadela León XIII, en Tibás.

Ronny tienen 32 años y empezó a vender drogas a eso de los 16, pero asegura que sus acercamientos al negocio empezaron mucho tiempo atrás, cuando todavía no lo comprendía.

“Desde muy pequeño uno empieza a rozarse con ese tipo de familias, las narcofamilias, que tal vez uno va a jugar con un chiquito y el papá de ese chiquito es un ladrón o la familia es traficante. Uno está jugando carritos y allá están picando marihuana o cocaína, es la rutina del diario vivir de muchos hogares como este”.

En su caso, todo empezó porque sus papás le “soltaron mucho el mecate” y él veía a los amigos del barrio comprar los mejores celulares; entonces preguntó -o quizá alguien le propuso, para él da igual- que vendiera droga.

No se mantuvo firme en el negocio, sino que iba y venía. Tuvo trabajos “normales”, en rectificación de motores, mecánica de precisión, electricidad, fontanería, ductos para aires acondicionados y sistemas de detectores de humo contra incendios.

Hizo de todo. Volvió a vender drogas. Consumió drogas. Tuvo dos hijos. Cayó en prisión. “Yo me ganaba ₡100.000 al día y ahora no tengo nada”.

Como pocas personas vinculadas al narcotráfico, Ronny asegura que vendía drogas por su propia cuenta. “Compraba y revendía”, dice, pero de inmediato aclara que siempre hay otros muy arriba  que manejan el negocio.

A Ronny le quedan cuatro meses para salir de prisión. Luego, solo espera tener una vida “normal”.

En busca de una salida


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Foto: Sara Quesada

Carlos es parte de una minoría de presos por venta de droga que cursó secundaria, según el análisis de Cortés.

El muchacho tiene 22 años, es vecino de la ciudadela 15 de setiembre, en San Sebastián, y asegura que empezó a vender motos (puros de marihuana) para conseguir dinero y seguir estudiando.

“Mi mamá me tuvo muy mayor, de 35 años, ella siempre ha sido madre y padre, cómo le explico, siempre ha tenido que sacar la cara por nosotros. Saqué la escuela, saqué el sexto, saqué el cole, saqué noveno año y empezaron las juntas, porque como mi mamá trabajaba en un restaurante de 11 a. m. a 11 p. m. y mis hermanos mayores trabajaban, yo permanecía con una hermana, digamos, la de 29 años, y como a ella le gustaba el mundo igual que a uno, entonces con tal de que uno se fuera a dar una vuelta, lo dejaba”.

La madre dejó de trabajar al cumplir 50 años y entonces Carlos entró de lleno al negocio de la droga.

Empezó a ganar alrededor de ¢500.000 a la semana, iba a fiestas, compraba ropa fina, y seguía yendo al colegio. Lo detuvieron cuando cumplió 18 años y estaba por hacer exámenes de bachillerato.

Primero pasó ocho meses en la cárcel de Liberia, “allá casi pegando con Nicaragua”. Pero las visitas a prisión se volvieron imposibles para su mamá, que gastaba ¢50.000, entre pasajes y dinero que le llevaba a él. Carlos recuerda que pasó mucho tiempo sin ver a sus familiares.

Luego logró ser trasladado a San José, donde el hacinamiento carcelario lo recluyó en La Reforma, un centro pensado para reos de más peligrosidad. “Estuve como año y medio en las mínimas y como yo me la tiraba ahí con amigos del mismo barrio, pasaron problemas y me bajaron a más contención, a mediana abierta”, recuerda con dejo de quien pisa un lugar prohibido.

En el encierro, retomó los exámenes de bachillerato y los aprobó. Este comportamiento le permitió salir con un beneficio y, ya afuera, empezó a prepararse como técnico de supervisor en control de calidad y en inglés.

Pero la libertad le duró solo dos años. Él lo achaca a malos informes que dio la madre de su hija para vengarse de él.

De vuelta en su prisión, su historia parece un círculo tan cerrado en el que no hay grietas para escapar. “Toda mi vida he tratado de cambiar. Yo tuve que vender droga no porque quería, ¿me entiende? Si yo no hacía eso, no comía, no vivía, no podía hacer mis trabajos extraclase porque en mi casa no tenía computadora, no había nada de eso”.

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