El escritor José León Sánchez (19 de abril de 1930 – 15 de noviembre de 2022) deja tras de sí una estela de libros que en adelante marcarán el destino de su recuerdo y que pasan por la denuncia, el descubrimiento, y una visión y una maneras de contar que encontraron un estilo y una forma de estar en el mundo.
Con una vida de novela, con sus giros inesperados, sus zonas vacías y una narrativa que se fue construyendo con el paso del tiempo, José León se abrió paso en el mundo de la literatura como si fuera un samurái que tenía que derribar muchos obstáculos a su paso para salir airoso.
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El primero de ellos fue sus orígenes indescifrables, porque de su infancia siempre se supo poco, más allá de que fue abandonado por su madre y que a muy corta edad terminó en un hospicio de huérfanos. De ahí, su historia daría varios saltos, con elipsis, con regresiones y con golpes de un guion que nunca tuvo un trazado lineal.
Después de que se convirtió en el Monstruo de La Basílica, como lo denominó la prensa a mediados de los años 50, tras ser acusado de haber participado en el crimen de La Basílica de Los Ángeles el 13 de mayo de 1950, es cuando aparece un adolescente en la cárcel, lugar donde el joven, contra todos los pronósticos, enderezará el rumbo de su vida en el peor de los ambientes sociales que un ser humano pueda conocer.
Fue en la Penitenciaría central —donde en esa época reinaban “Los hijos del diablo”, que de tanto en tanto hacían que los titulares de la prensa saltaran por los aires, por los crímenes cometidos entre rejas— en la que José León Sánchez comenzó a forjar su historia en torno a la palabra escrita y fue ahí donde empezó a estructurar el relato de su vida.
“Era como la hierbabuena, muy parecida a la flor de la morera, casi una copia de la obligación de amar que habita en el corazón. Hoy que narro esta historia… en que todo ha terminado en un camino enorme de casi 50 años, quizá, de estar aquí ante mí diría lo mismo: era como la flor de la morera”, José León Sánchez.
Ahí, según contó en un reportaje para Forja, fue donde él empezó a publicar el periódico El ideal de un día, en el que narraba situaciones y acontecimientos que sufrían los reclusos, entre ellas, el morir por falta de sangre cuando llegaban a los hospitales estatales.
Por eso, narró que él fue uno de los pioneros en que se creara un banco de sangre en Costa Rica, motivado por el afán de sobrevivencia para sus compañeros de cárcel.
Y fue entonces en la Penitenciaría en donde empieza a vincularse más con la palabra escrita, porque como reconoció en varias oportunidades, cuando él ingresó a la cárcel era prácticamente analfabeto.
El posterior traslado del prisionero 1713 a la Isla de San Lucas le permitiría dar un salto cualitativo en su existencia, pues en aquellas condiciones en que operaba el penal le servirían para dar a conocer por medio de la La isla de los hombres solos, su obra más famosa, las penurias en que se convertía la vida humana en esos confines.
Antes de que su libro se transformara, luego de un reportaje que le hiciera la revista Life, versión en español, en 1969, en una pieza de referencia sobre la literatura testimonial, José León había ganado un concurso nacional de cuento, que generó en su momento una gran polémica y que dejó aquella mítica imagen de la silla vacía en el Teatro Nacional.
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Una lucha sin cuartel
Después de pasar casi dos décadas en los presidios, José León finalmente logró su libertad, pero ahí no cesaron sus esfuerzos por demostrar lo que sostuvo desde el principio hasta el último día de su vida, el martes 15 de noviembre de 2022, día en que falleció: su inocencia en relación con los acontecimientos del crímen de La Basílica.
Si en la historia que desarrolló a lo largo de su existencia hubo muchas vertientes, la que nunca varió ni un ápice fue el sostener en todos los espacios y foros posibles su inocencia en torno a un acontecimiento que estremeció la Costa Rica de mediados del siglo XX.
Incluso, tras largos años de ejercer como su propio abogado, porque en la cárcel se instruyó ampliamente para defenderse en ausencia de letrados que quisieran llevar su caso, en 1998, obtuvo un fallo favorable por parte de la Corte Suprema de Justicia.
El relato completo de lo que significó que después de 50 años se le exculpara por un crimen por el que se la había señalado y se le había calificado como el hombre más buscado del país, está contado en Cuando nos alcanza el ayer, editorial Grijalbo, México, 1999.
Este es el documento escrito más importante para quienes se quieran acercar a la figura del hoy desaparecido escritor. En él, de su puño y letra, va desgranando su vida, que ya desde el principio se presenta como un guion con tantos acontecimientos, que ello da para una larga serie de Netflix.
En la citada obra, José León hace un recorrido largo por todas la etapas de su vida, desde el abandono en la niñez para luego dar el salto a la batalla de ir paso a paso en busca de una resolución judicial que coincidiera con la inocencia que defendió en cada foro, en cada encuentro y cualquier actividad en que su nombre fuera evocado.
En Cuando nos alcanza el ayer, el autor hace un guiño a lo que fue su madre, su hermana, y al hecho de que desde muy temprana edad tuvo que lidiar con vivir en un orfanato.
“Era como la hierbabuena, muy parecida a la flor de la morera, casi una copia de la obligación de amar que habita en el corazón. Hoy que narro esta historia… en que todo ha terminado en un camino enorme de casi 50 años, quizá, de estar aquí ante mí diría lo mismo: era como la flor de la morera”.
El texto citado es un guiño a su hermana, la cual arrastrada por las circunstancias tuvo, según José León, que ejercer la prostitución a muy temprana edad y quien fuera muerta cuando todavía era una adolescente.
La vida plena de obstáculos y la tragedia de que le asociaron con el Monstruo de La Basílica llevaron a José León a tener que reiventarse, como toda vida humana, en más de una ocasión, pero en su caso el punto de inflexión fue el descubrimiento de la palabra y, sobre todo, de la palabra escrita, la que lo hizo libre, incluso en aquellos momentos en que debió soportar el hierro de la cárcel, que le marco de una vez y para siempre.
La palabra como guía
Incluso antes de que fuera relacionado con el acto que marcaría su vida, ya José León se ganaba la vida por medio de la palabra, porque en Cuando nos alcanza el ayer cuenta cómo en ese entonces era “reportero” de Radio City. Su tarea era buscar cosas aquí y allá para que luego fueran relatadas por el locutor en antena.
Y ya en la Penitenciaría la publicación de un periódico artesanal le fue dando ese gusto por la palabra, lo que desembocó en que ya en San Lucas pudiera recoger testimonios de sus compañeros para conformar La isla de los hombres solos, texto que pasó por enormes contratiempos, porque el futuro escritor no tenía dónde ni con qué escribir.
En varias entrevistas que le realicé a lo largo de su vida, José León siempre recordaba que las primeras líneas de La isla de los hombres solos las tuvo que escribir sobre bolsas de cemento, al carecer de hojas blancas simples y comunes en cualquier oficina del mundo.
Fue, de acuerdo con sus propias palabras, René Picado padre el que le envió a la isla resmas de papel y lápices para poder escribir.
La lectura, la escritura y, sobre todo, el amor por la cultura fueron moldeando aquel joven que pasó de un orfanato a una prisión y, cuando le llegó la hora de ser libre, ya tenía suficiente bagaje cultural para intentar defenderse en el mundo real, en el que no sabía hacer nada, pues la mayor parte de su vida la había pasado entre rejas.
Lo que mejor sabía hacer a esa altura era contar historias. Este era un don que siempre lo caracterizó. Tenía una forma original de hilar sus relatos, de forma tal que quien le escuchara o le leyera no dudaba ni un instante que los giros, el vocabulario, las metáforas y esa singular manera de narrar le pertenecían.
Incluso, José León, quien se autoformó en la escritura, llegó a reconocer que a lo largo de la vida tuvo serios problemas para lidiar con la gramática, la puntuación y las acentuaciones.
“No tengo ningún reparo en admitir, como han dicho algunos, que no sé escribir”, reconocía, pero el don de contar le había sido conferido por la naturaleza, el cual fue perfeccionado con esa experiencia de vida en la que cabían muchos personajes y muchas obras.
Y ese don lo fue trasladando al resto de sus creaciones. A Tenochtitlan, la última batalla de los aztecas, que fue un libro que tuvo una muy buena recepción en México, y que refiere una cara de la historia que hasta ese momento no se había explorado con la profundidad con que él la hizo.
Tenochtitlan, la última batalla de los aztecas fue su mejor novela puesto que, sobre La isla de los hombre solos, José León Sánchez siempre sostuvo que era un documento que recogía situaciones y angustias de los reclusos de la Isla de San Lucas, la que en su momento fue clausurada como cárcel, gracias en gran parte a las denuncias efectuadas por el escritor.
Otras obras suyas, como Campanas para llamar al viento y La cattleya negra alcanzaron alto vuelo. No sucedió así con Al amanecer las rosas florecieron, una novela basada en la vida de Chavela Vargas, y ¡Mujer… aún la noche es joven!, que relata la vida del compositor Agustín Lara. Empero, en ellas, incluso, el tono y ese narrar suyo se pueden reconocer sin ninguna dificultad.
Fue a través y por la palabra que José León logró sobrevivir y sobreponerse a los abismos que abarcaron su vida. Sin ella, no es posible imaginar cómo un niño que no conoció a sus padres, que deambuló de orfanato en orfanato y que fue preso cuando aún no tenía 18 años, pudiera convertirse en el escritor costarricense más leído y reconocido fuera de las fronteras del país.
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Nobleza siempre
Tras vivir las tribulaciones que un ser humano puede experimentar en una cárcel, hay dos caminos: perderse en ese laberinto o aferrarse a una humanidad a prueba de fuego y desafíos. Fue el caso de José León, quien, guiado por el amor a la libertad, el respeto al otro, como portador de una vida única e irrepetible, siempre ponía al “prójimo” en primer lugar.
No hubo quien no le pidiera una mención para su futuro libro, un texto para una revista o periódico, una entrevista o cualquier aporte que de él necesitaran, que recibiera como respuesta un no.
Nadie que no hubiera conocido su historia, hubiera sospechado que detrás de ese hombre bajo, de melena larga y blanca al final de sus días, estaba un hombre que había tenido que soportar las humillaciones, el dolor y la angustia que representa estar encarcelado.
Pese a todo el infierno personal que vivió, un rasgo que lo definió fue siempre su sentido del humor.
Cuando llamaba por teléfono, luego de saludar con el rigor de siempre, solía decir: “Feliz año nuevo”. Ese era su santo y seña para con quienes tenía alguna complicidad fuese literaria, política o artística.
No obstante, el rasgo que más lo definía como ser humano era su sentido de la lealtad.
La lealtad la llevaba marcada en la piel y un ejemplo aclara este punto: En su oportunidad, José León sostuvo que, cuando Manuel Mora Valverde, el histórico dirigente del Partido Comunista, fue encarcelado en la Penitenciaría central, existía todo un complot para asesinarlo y que él, al darse cuenta, actuó para que el crimen no se cometiera.
La familia de Mora Valverde reconocía que el relato fue tal y como lo contaba José León en Cuando nos alcanza el ayer.
El ejemplo extremo referido sirve para resaltar un rasgo que era el que más le definía: para José León primero estaba la lealtad, sin importar la circunstancia o las condiciones posteriores que surgieran tras ejercer ese principio.
Por eso, festejó con sus más fieles amigos la obtención del Premio Magón en 2017, porque estaba convencido de que nunca le darían ese galardón a sabiendas de que la leyenda del Monstruo de La Basílica prevalecería por encima de cualquier consideración.
La noche en que recibió el premio en el Teatro Nacional, recordó la escena de la silla vacía cuando había obtenido el primer lugar en el concurso nacional de cuento de 1963 y entonces parecía que el círculo se cerraba y sanaba una herida abierta 40 años atrás.
Una vida, un ayer, un ser humano que se hizo a sí mismo amparado en la fortaleza y en la fragilidad de la palabra escrita que en este mar de contradicciones que la existencia le va deparando a cada cual. José León Sánchez fue un novelista, cuentista, pero, sobre todo y ante todo, un narrador que a toda hora y en todo lugar supo sostener una narrativa.
En ese sentido, su vida podría resumirse en lo que aseguraba el escritor Paul Auster, en una larga entrevista con la académica danesa Inge-Birgitte Siegumfeldt, en 2017: “Todos mantenemos una ininterrumpida narración en nuestro interior de quiénes somos y la seguimos desarrollando todos los días de nuestra vida”.
Esa narración le salvó la vida a José León Sánchez. Y sí, “al amanecer las rosas florecieron y era como la hierba buena, muy parecida a la flor de la morera”.