Cultura Crónica

Un edificio en ruinas como metáfora de un país

La ciudad es capaz de transmitir realidades a través de sus edificaciones, que revelan elementos de su devenir histórico, el cual a su vez enlaza con cambios significativos en el ámbito cultural y político.

El edificio en ruinas de la antigua sede central del Consejo Nacional de Producción (CNP) se erige en Sabana sur como la metáfora de un país que entre el ayer y el presente abre una brecha irreconciliable con un modelo que se aparta de las aspiraciones que se empezaron a construir a partir de 1940.

Como si fuera un testigo silencioso que con su sola presencia quiere comunicar un algo que tiene un peso en la significación y en la vida de la república, es imposible, cada vez que se pase por el lugar, no voltear la mirada y contemplar su actual decadencia, mientras se cuentan las horas para que lo que queda en pie sea demolido.

La torre del CNP, en Sabana sur, parece un faro abandonado y lejos del mar. (Foto: José Eduardo Mora)

La antigua sede principal del CNP, adquirida por el Banco de Costa Rica, institución que hoy está en entredicho, dados los afanes por venderla que no esconde el actual gobierno, se erige como la metáfora perfecta, metáfora nietzscheana si se quiere, de una entidad que ha sido erosionada repetidamente desde que el país entró en el espiral de las políticas neoliberales, primero con los Programas de Ajuste Estructural (PAES) al comienzo de los años 80, hasta el presente, en que la Regla Fiscal ondea como la bandera del equilibrio y la estabilidad, pese al pronunciamiento reciente de la Contraloría General de la República de que empieza a perder sentido.

El edificio, del que se conserva la torre y una parte de la estructura, responde a una arquitectura en el que la estética no era precisamente lo más importante, sino que lo que prevalecía era funcionalidad.

Alrededor de esa edificación fue creciendo una ciudad en la que lo comercial se fue imponiendo a lo residencial, hasta que el desplazamiento de los pobladores obligó a un replanteamiento y a la posibilidad de volver a habitar el espacio urbano mediante las construcciones verticales.

Las torres de apartamentos que se observan desde la ubicación del antiguo edificio del CNP son prueba fehaciente de las distintas facetas por las que ha pasado esta San José de Johnny Araya, marcada por las altas contradicciones. A las espaldas del inmueble en cuestión, hace apenas un año, se levantó la torre de Universal.

Como cercada por el tiempo, esta edificación, próxima a convertirse en ceniza, queda desfasada de una realidad que le pasó por encima con un sentido demoledor, como el CNP fue relegado por las ideas de que era mejor importar que producir en suelo nacional.

Como si fuera un viejo que antes de derrumbarse pretende dejar claro que no fue la edad la que terminó por vencerlo, sino que fue la indiferencia, el edificio del CNP parece hablar por sí solo.

Hay que recordar que en 2013, el BCR adquirió la propiedad de 22.000 metros cuadrados. Además, la parte que da a una de las vías fue expropiada por el Ministerio de Obras Públicas y Transportes (MOPT) para ampliar la carretera en este sector.

Lo significativo es que las ruinas invocan cómo las transformaciones políticas en torno a la idea de lo social que ha experimentado el país y que lo llevan a apartarse del Estado social de derecho, que ha caracterizado a la nación, se notan en los vacíos, en las ventanas rotas, en el sentido de abandono que transmite el inmueble.

Al fondo del inmueble que albergó al CNP por años la Torre Universal, en un claro contraste entre el ayer y el hoy. (Foto: José Eduardo Mora)

Acorralado por los distintos gobiernos de turno, el CNP y su antiguo edificio se fusionan en esta metáfora de la resistencia y de la sobrevivencia, pues, a raíz de ese afán de desmantelar la producción nacional, hirieron de gravedad a una institución cuya visión, cuando nació, se adelantaba a los tiempos.

Hoy ese edificio en ruinas, como un imán, llama a preguntarse por los numerosos giros de guion que ha vivido el país en ese anhelo de que lo privado sustituya a lo público, en un claro alejamiento a la idea que tuvo en su momento José Figueres Ferrer y la Junta Fundadora de la Segunda República, cuyo ideal era impulsar una economía mixta, que permitiera la operación de la empresa privada, pero que diera paso a un Estado con una significativa presencia en la vida nacional.

“Actualmente la tranquilidad individual requiere estabilidad económica, y esa estabilidad se busca, en los países más civilizados, por el sistema de estímulos y controles aplicados en un sistema económico mixto”, escribía don Pepe en Cartas a un ciudadano, página 114, edición de 2003, de la EUNED.

Y para que no quedara duda de su posición, agregaba: “El sistema económico de estímulos, controles, correctivos, compensaciones dentro de una multitud de empresas privadas y organismos públicos, se ha desarrollado en parte con base en ensayo, ‘tanteo y error’, en hacer frente a las circunstancias que se van presentando. Pero también es producto del pensamiento económico moderno, al cual contribuyó tal vez más que nadie el economista inglés John Maynard Keynes”.

El edificio próximo a ser derribado y que por décadas fuera la sede del CNP —que manejaba la premisa de que el mercado agropecuario debía regularse, al tiempo que se estimulaba la producción y se procuraba la seguridad alimentaria—, se convierte hoy en un espejo roto de una noción de país que está descartada.

Por eso, la decadencia de la infraestructura a semanas o meses de que sea convertida en polvo, se yergue como una fuerte analogía de lo que fue y ya no es, dadas las visiones que buscaban borrar de un plumazo la participación e intermediación de un Estado, que al fin de la jornada, en realidad, les estorbaba.

Y para que la metáfora se terminara de ajustar, mientras se realizan las fotos, el cielo se  llena de nubarrones grises y oscuros a mitad de la tarde, como anunciando que la noche podría precipitarse antes de lo que indica el cauce natural de las horas.

Decadencia, ruinas, desplazamiento, presente y pasado en una imagen: un edificio descartado y que de sus últimas horas en pie no deja de convocar a la reflexión del país que se soñó, del país que es y del país que no será. No será el país con la cultura del respeto y dignificación del campesinado. Lo agropecuario es una ecuación inconclusa. Lo que huele a tierra, induce a pensar, con base en las políticas públicas aplicadas en los últimos 40 años, a retroceso y estancamiento. Aquel Nuevo amanecer de Luis Alberto Monge nunca llegó y, por contraste, la oscuridad para los agricultores fue en crescendo siempre.

La arquitectura, que es un lenguaje en sí mismo, con sus códigos y su semiótica particular, hace que al contemplar este edificio en ruinas, surja la nostalgia porque la institución que tenía como gran objetivo impulsar la producción de los pequeños y medianos agricultores, fue víctima de un cambio de giro en la película y, por lo tanto, se redistribuyeron los papeles y fue entonces cuando apareció la empresa privada para meter sus garras como un depredador implacable.

Un ejemplo de ello fueron los “estancos”, que eran los supermercados en los que el CNP vendía productos agrícolas nacionales a excelentes precios. Con la irrupción de los supermercados privados, no quedó ni huella de dicha iniciativa.

Entonces, frente a este edificio en ruinas y mientras camino por sus alrededores, surge la sensación de que en este rompecabezas alguien se ha llevado algunas piezas, para que al fin y al cabo el puzle nunca esté completo y evoque, más bien, el vacío, y el río de la nada empiece a apoderarse de un pasado fallido por la alteración de una visión ideológica, la del Estado benefactor, que ya no podía tener cabida en la Suiza Centroamericana.

Cara y cruz

Antes de que el BCR termine de derrumbar los elementos que quedan de parte del edificio central del CNP, en los muros de contención se observan algunas pinturas sin ningún valor artístico y se realza a su vez el contraste entre la vieja arquitectura de los años 50 con la actual, aunque en ambas, sin embargo, prima lo funcional por sobre lo estético.

Las últimas columnas del edificio en pie son, también, un símbolo de cómo el CNP, esa idea de institución que se venía fraguando desde antes de la guerra del 48 y que tras esta terminó de configurarse, ha tenido que resistir a lo largo de 75 años los ataques de los gobernantes de paso, cuya mayoría han apostado por irlo arrinconando contra las cuerdas, a la espera de que ese boxeador en desventaja tirara la toalla en cualquier momento.

El artículo 5 de la Ley Orgánica del CNP ha venido siendo mutilado y cercenado en la realidad, como en una correlación de elementos que hoy se observan en las grietas y destrozos de este edificio que fue vendido en 2013.

De esto se tenía que encargar el CNP de acuerdo con dicha ley: “Impulsar y fomentar la industrialización agrícola y pecuaria, en las zonas cuya posibilidad de producción lo amerite; exportar o importar, sin perjuicio de libre importación y exportación por terceros y previo estudio de abastecimiento nacional, productos agropecuarios directamente o por medio de las organizaciones de productores avaladas o respaldadas por el Consejo; intervenir como agente económico en el mercado de semillas y productos agropecuarios, para fomentar su producción y disponibilidad; comprar o vender los productos agropecuarios en bolsas de productos agropecuarios o de comercio, regulándose por las disposiciones legales sobre la materia; así como vender o comprar servicios en áreas propias del giro normal del Consejo”.

La fuerza para evocar esa sensación de destrucción que conserva lo que queda de la antigua sede central del CNP, con los grises que se imponen en la pintura en la que en un ayer predominó el blanco y el verde, son signos inequívocos que inducen a pensar que metáfora y realidad se unen para llamar a la reflexión sobre el rumbo de esta institución en particular y del país en general, cuando en el horizonte permean los apagones, el abandono de la inversión social y la política que amenaza con llenar de jaguares incluso el espacio urbano.

San José, que es una ciudad que está muy viva, muestra también sus contrastes entre el viejo Mayoreo y las torres de apartamentos, que evidencian el crecimiento vertical de la urbe. (Foto: José Eduardo Mora)

La arquitectura no calla

La infraestructura de la mano de la arquitectura comunica situaciones que van moldeando el espacio, en este caso el de la ciudad que se expande o se restringe según sea el caso.

De ahí la importancia de aprender a ver. De ponerse los prismáticos de la arquitectura para acercarse a lo que representan los inmuebles que más allá de su función esencial, encierran un sistema en sí mismos, que se traducen en signos y estos en una significación que desafía al caminante de la ciudad a determinar y a deconstruir.

En el prólogo a Introducción a la arquitectura. Conceptos fundamentales, Ignasi de Solà-Morales, en un libro editado por Carmen Rodríguez, y publicado en el año 2000, sostiene que hay que empezar por educar la mirada para que la arquitectura se manifieste con la fuerza que posee en sí misma.

“Se aprende a ver y a sentir la arquitectura en primer lugar repitiendo una y cien veces el esfuerzo de querer verla y sentirla. Encontrar mensajes más sutiles y delicados; entender propuestas irónicas, cifradas, juegos formales que apelan a referentes que están en otras arquitecturas; percibir la explicación que de sí misma hace la arquitectura, de su modo de ofrecerse para ser utilizada de una determinada manera, de la autopresentación de sus soluciones técnicas: todas estas son posibilidades por las cuales el campo de la producción arquitectónica es también inagotable, siempre dispuesto a nuevas formas de mostrarse, de explicarse, de apelar a nuestra sensibilidad y a nuestra inteligencia”.

En efecto, a través de la mirada de la arquitectura, se empieza a descifrar la ciudad y lo que conlleva a otras lecturas de ese espacio público. Siempre con base en los citados autores, se aprende a singularizar las distintas propuestas: “La arquitectura habla a través de lenguajes que tienen que ver con la técnica constructiva, con el juego desde el interior de ciertos repertorios, con el gusto de la regularidad y la excepción, con el contraste o la armonía, con la dimensión o la proporción, con lo peculiar o lo genérico”.

A lo formal, hay que añadir el contexto, que es el que viene a definir un momento determinado y su cruce con las distintas coordenadas. En el caso que nos ocupa, en medio del crecimiento de este sector de la ciudad, con nuevas edificaciones, este edificio en ruinas transmite sus últimos códigos, como esperando que el ciudadano que pasa y tiene contacto visual, se pregunte qué ha pasado, por qué el espacio será reordenado con una nueva edificación y qué comunica este cascarón cuyas horas están contadas.

Hacia dónde dirige la mirada este pequeño gigante que durante décadas albergó al CNP, esa institución que ha sobrevivido a los múltiples anuncios de cierre y que aún opera con las alas rotas, aunque siempre bajo amenaza de nuevas iniciativas que buscan borrarlo del mapa de lo que fue en su momento la Segunda República, de la que habría que preguntarse, también, qué elementos conservan su vigencia, porque casi todo lo demás ha sido arrollado por los vientos de cambio en la economía y la concepción social.

De momento, por más que lo intento, cada vez que paso por las cercanías del viejo CNP no logro abstraerme de este edificio que transmite una especie de nostalgia por las nobles aspiraciones con que fue impulsada esta institución estatal y que con el paso del tiempo empezó a sufrir las arremetidas de una modernidad en la que lejos de lo que planteaba Keynes, el Estado venía a erigirse como un problema, al imponer su presencia en la economía, en vez de ser una solución.

Por eso, el viejo edificio del CNP que está a un soplo de derrumbarse para siempre —en una metáfora de que los alisios del presente se imponen sin misericordia al ayer que abogaba por un país equitativo, con una inversión social sólida, dentro de la que tenía cabida el campesinado—, evoca ese sentido de pérdida, que va convirtiendo al pasado en un mejor lugar, en una operación literaria ineludible, como una forma de sobrevivencia ante la incertidumbre que abre las puertas de par en par.

Un edificio que habla su lenguaje. El lenguaje de la desaparición inminente. El anuncio de que en el corazón donde se planeaban inversiones, compras y búsquedas mejores para un sector tan golpeado como el agropecuario, en un futuro cercano se acumularán las ecuaciones de cómo aumentar la rentabilidad de este o aquel préstamo, porque a la banca la define la rentabilidad y no la humanidad, como sí era moneda de cambio en los tiempos en los que el CNP enarbolaba una de las banderas de la Segunda República, cuyas arenas se fueron haciendo cada vez más movedizas.

Un edificio en ruinas: espejo y desafío de un país que ya no es. Mayo traerá sus lluvias, pero en ese inmueble ya hay demasiadas goteras, imposibles de aplacar, porque el discurso del dejar hacer, dejar pasar, terminó por imponerse, y se erigió en el cimiento de la nación.

Este viejo edificio cuenta muchas cosas, antes de que un desconocido le dé el mazazo final y sus ecos retumben más allá de sus confines.

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