Cultura

Toda biblioteca que se precie debe tener libros ‘robados’  

En tiempos digitales conviene una reivindicación del libro impreso para construir bibliotecas, incluso si estas tienen volúmenes que les pertenecen a otros y que se han ido quedando en lugares ajenos por fuerza del azar.

En una de sus columnas, Augusto Tito Monterroso, con la socarronería que le caracterizaba en sus escritos, advertía a quienes les había prestado libros hacía 30 años, y no se los habían devuelto, de que en la próxima publicación, dentro de 15 días, daría los infaustos nombres.

Aquí voy a hacer un ejercicio a la inversa y revelaré cómo mi biblioteca, que he ido construyendo a lo largo de media vida, se ha nutrido de libros propios, pero también ajenos.

El consejero de la embajada de Polonia Adam Komorowski, a comienzos del siglo, me prestó El Imperio de Ryszar Kapuściński y todavía le debo la entrega, con carta incluida. (Foto: José Eduardo Mora)

Francisco Umbral solía ufanarse de que gustaba entrar a las librerías madrileñas y mientras el librero se descuidaba en algunas de sus labores, dar el zarpazo y llevarse el volumen escogido. Como para Umbral todo era literatura, no se sabrá nunca si este no era más que un recurso literario que utilizaba para contar qué era lo único que le interesaba, a tal punto que sus columnas en periódicos no eran otra cosa que una extensión de ese ovillo intenso y extenso que lo llevó a convertirse en uno de los principales cronistas modernos del Madrid que le había adoptado, y en el que escribió más de 100 libros, desde crónicas hasta novelas y diarios.

El asunto es que Umbral hacía gala de ese recurso de enriquecer la biblioteca personal con libros de otros y es una especie de síndrome que se va adquiriendo con el paso del tiempo, y sin ningún afán de maldad ni de despojar a los dueños de sus textos, pero es como un hábito silencioso que se asume y se perpetúa de manera inconsciente.

Hace poco, haciendo un ordenamiento de mi biblioteca, que está muy lejos de tener los 50.000 volúmenes de la de Umberto Eco, supe que también había caído en la tentación de tener libros que no me pertenecían, pero que nunca devolví.

Antes he de confesar, eso sí, que ya desde los comienzos escolares esa fascinación por los libros empezó a gestar sin percatarme, porque recuerdo con suma claridad que mientras estaba en cuarto de primaria en la Escuela Cristóbal Colón, de San Ignacio de Acosta, al aula llevaron unos libros, entre ellos una antología del poeta Alfonso Ulloa, y a mí aquel libro me pareció mágico por sus versos y con la foto del autor en la portada, razón por la cual en un acto instintivo me lo llevé para la casa y nunca más lo devolví. Incluso, le di prioridad por encima de El sombrero de tres picos, de Pedro Antonio de Alarcón, que estaba en un pequeño estante itinerario en en la ya referida aula.

Así que al escribir estas líneas descubro que, quizá, no soy tan inocente como creía, en cuanto al ejercicio de acumular libros ajenos en mi biblioteca.

Aquello de que quien presta un libro es un ingenuo y que quien lo devuelve es un tonto no opera en la lógica de enriquecer la biblioteca personal con libros que a uno no le pertenecen, sino que lo que realmente cuenta es que esos libros de otros se van volviendo de uno, por la historia que encierran, por un pasaje memorable que tienen, o porque son de consulta reiterada y ya son improbales de encontrar, y lo más importante: su propio dueño ya renunció a ellos.

El único ser humano sobre la faz de la tierra al que se le pueden prestar libros y siempre los devuelve con una puntualidad asombrosa es al escritor Álvaro Rojas, a quien le presté uno de Kapuściński contra todos mis principios y luego de varias demoras en las que intenté ganar tiempo, al final sucumbí a la entrega, totalmente convencido de que no volvería a ver ese libro jamás.

Para mi sorpresa —Álvaro me prometió que en mes y medio me lo devolvería, lo que acepté como una cortesía moderna, y porque ya estaba embarcado en la empresa y no tenía más remedio que seguir adelante—, sin embargo, el libro volvió a mis manos en la fecha precisa y supe entonces que no había nadie en el mundo capaz, excepto Álvaro, de cumplir con devolver un libro en el tiempo establecido.

Una biblioteca personal se construye de mil maneras, incluidos libros que tenían como destino el camión de la basura. (Foto: José Eduardo Mora)

Las primeras víctimas

Como suele ocurrir en las novelas policiales, los sospechosos deben intentar buscarse primero en el círculo más cercano de la víctima. Así que a nadie extrañará que amigos y conocidos son los que más han contribuido de manera involuntaria al crecimiento cualitativo de mi biblioteca, en la que destaca un retablo en blanco y negro de Gabriel García Márquez, flanqueado en diagonal por otro de Pablo Neruda en una pose de escritor pensativo, mientras se puede observar en el cuadro un perfil de su casa en Isla negra.

He de comenzar por decir, entonces, que mi colega y maestro Rafael Ugalde fue una de las primeras víctimas de mis fechorías literarias, porque Ugalde, con quien compartí redacción en el Semanario UNIVERSIDAD, se empeñó en que yo me hiciera martiano, no mariano, y me prestó, para iniciarme en las aguas cristalinas del poeta, un libro intitulado Martí corresponsal, de Ramón Becali, y confieso que tuve todos los deseos del mundo de devolverle el libro, pero por esas situaciones imprevisibles e inverosímiles de la vida, todavía lo conservo y ya no tengo ninguna intención de entregárselo por ningún motivo, excepto que Ugalde, ahora convertido en abogado, decida llevarme a los tribunales de justicia, tras mi confesión pública.

Roberto García, colega y el mejor cronista de fútbol de Costa Rica, también contribuyó con mi biblioteca cuando me prestó una edición de Casada con una leyenda, de Henrietta Boggs, pero, como al libro se le despegaron unas páginas, pensé que era indebido devolverlo y además porque algún día espero escribir la mejor y más amplia biografía novelada de don Pepe.

Así que ese libro sigue ahí en la biblioteca, que empezó, por cierto, con dos volúmenes que rescaté de la Enciclopedia Práctica de la Lengua, que iban camino a la basura y que pertenecían a un tío mío. Me bastó con los títulos para quedarme con ellos: Cómo aumentar su vocabulario 1 y 2 y Cómo hablar perfectamente en público, de la editorial Cumbre, edición mexicana de 1980. En ese entonces, yo tenía nueve años.

Con Roberto, eso sí, hay una deuda en doble vía, porque le presté La noche que llegué al café Gijón, de Umbral, por cierto, y un día me confesó que le había fascinado tanto el libro que lo tenía en su mesita de noche, con lo cual comprendí que era un sacrilegio pedírselo.

Momentos estelares de la humanidad es un libro que ha de estar en toda biblioteca individual. (Foto: José Eduardo Mora)

Ahora que las bibliotecas personales están desapareciendo, no solo porque se lee menos, sino porque ya no hay espacio en las casas y el destino de muchos de esos libros es el camión de la basura y también porque sobrevino el mundo digital, valga esta breve historia para reivindicar el placer de tener una biblioteca a la que acudir en vez de solo estar frente a la pantalla televisiva, que ya sabemos a dónde nos lleva, por más Netflix, HBO o Prime Video que existan.

A mi biblioteca llegó un texto de Manuel Rivas, un poeta, novelista y periodista gallego de los que a finales de los 90 había que leer para escudriñar esa otra perspectiva que iban más allá del periodismo puro y duro, base de todo el oficio.

Me refiero a El periodismo es un cuento y por esos azares del destino continúa en mi biblioteca, porque fueron pasando los días y los años y ya no recuerdo a quién pertenecía.

Perdón, señor consejero

A mediados de los años 90, formamos un grupo de estudio de periodismo literario con Manuel Bermúdez y Mauricio Herrera, quienes se reunían en las instalaciones que nos prestaba el Semanario UNIVERSIDAD, y ahí me nació la fiebre por Ryszard Kapuściński, porque era un periodista que había cruzado la cortina de hierro para ir a informar desde África, esa África que era muchos continentes a la vez, y desde América Latina.

Con el paso del tiempo, escribí algunos artículos sobre el maestro polaco Kapuściński y para la segunda publicación, como consideraba que necesitaba mayor información, llamé a la embajada de Polonia en Costa Rica y contacté con el entonces consejero Adam Komorowski, quien me dijo que el primer artículo que yo había escrito, él se lo había enviado a Kapuściński.

A sangre fría es un clásico del Nuevo Periodismo que no puede faltar en una biblioteca, incluso si llegó a ella por las vías del préstamo y su posterior no devolución.  (Foto: José Eduardo Mora).

La noticia me despertó un entusiasmo enorme, aunque en la práctica Kapuściński quizá nunca leyera el reportaje. El asunto es que Komorowski de manera generosa me prestó su ejemplar de El Imperio, el cual me serviría para entender la visión que daba el reportero en su travesía por la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).

Acepté el ofrecimiento, con la convicción de que leído el libro y escrito el reportaje, procedería a devolverlo, pero la memoria es traicionera y fueron pasando los días hasta que me percaté de que no le había devuelto el libro a Komorowski.

Lleno de vergüenza redacté, a máquina, una carta en la que le pedía disculpas y le agradecía nuevamente por la gentileza de haberme ayudado con el texto que tan útil me había sido.

Lo cierto de la historia es que un día, después de una mudanza, mientras ordenaba los libros descubrí El Imperio, propiedad de Komorowski, entre mis libros y con la carta de disculpas, por el atraso en la devolución, fechada el jueves 25 de noviembre de 2004.

Conservo este ejemplar de Martí corresponsal, como una de las joyas de mi biblioteca. Algún día lo devolveré. (Foto: José Eduardo Mora)

Momentos estelares de la humanidad

Momentos estelares de la humanidad no solo es un magnífico libro, sino que por una razón equívoca a mí me costó mucho conseguirlo y, en el ínterin, una compañera de trabajo me ofreció prestármelo, lo cual fue una excelente solución, pero al final de los días me quedé, sin pretenderlo, con el libro, aunque en esta oportunidad debo precisar que a su vez le presté a ella Piedad peligrosa, del propio Stefan Zweig , pero una vez terminada la relación laboral en la empresa en la que coincidíamos, nos quedamos con los textos intercambiados.

De modo tal, como puede observarse, es imposible construir una biblioteca solo con libros comprados y obsequiados, porque ha de mediar algún texto que por la vía del préstamo termine en los estantes que no le corresponden.

A veces incluso, más allá de la apropiación indebida, se sale al paso para rescatar algún texto que por alguna razón ya no tiene espacio en la biblioteca original, como me pasó a comienzos de siglo con los Diálogos de Platón que eran de mi entonces suegra.

Y es que son tantas las vías que elige el destino para que un libro termine en una biblioteca, que son inabarcables conocerlas todas. Me ocurrió con una visita que le hice al coronel Eduardo Mora Alfaro, a quien fui a entrevistar por su participación, a sus 17 años, en la Revolución del 48 y por su larga trayectoria en la OEA y los cascos azules de la ONU. Después de una larga y amena conversación, me mostró algunos libros, entre ellos El espíritu del 48, y no me alcanzó el tiempo para devolvérselo, porque murió antes de tener esa posibilidad.

En mi biblioteca también conservo un valioso tomo de El fantasma de Harlot, de Norman Mailer, que me prestó mi amigo y colega William Vargas, cuya muerte prematura no solo nos sorprendió a todos los que apreciábamos su grandeza como persona y periodista, sino que su ausencia hizo que después pensara que lo mejor era guardar el texto de Mailer en honor a la memoria de mi apreciado colega.

Otros olvidos y milagros

Tengo un tomo de Su Santidad, un magnífico reportaje de Carl Berstein y Marco Politi sobre la figura de Juan Pablo II y su aporte en la caída del bloque comunista, que he tenido siempre la certeza de que lo iba a devolver a su dueña Raquel Gólcher; sin embargo, las tretas del destino no lo han permitido, mientras de paso le presté a ella Interludio azul, una singular e irrepetible historia de amor narrada por el poeta catalán Pere Gimferrer, quien se encuentra con su amada de juventud, después de 34 años de distancias largas e imposibles y luego de que su esposa muriera y él descubriera que aquel amor, anclado en el tiempo, seguía intacto. Es un libro extraordinario.

En mi biblioteca presidida por Neruda y García Márquez tengo una colección de las obras completas de José Martí, la de 27 tomos, de 1975, de la editorial Ciencias Sociales, que me tuvieron que sacar de manera clandestina de La Habana, porque, para entonces, ya la salida de estos textos estaba prohibida. De modo que, para tener una biblioteca en toda regla, a veces hay que hacerle algunos guiños a la realidad.

Y en mi biblioteca también hay libros del editor de los suplementos literarios de este periódico, Manuel Bermúdez, algunos que pienso devolverle, excepto Cuando éramos honrados mercenarios, porque la fisga y la manera en que Pérez Reverte aborda la actualidad española hace que sus columnas sean fascinantes, pese al paso de los años.

También, el otro día, descubrí en mi biblioteca una edición de A sangre fría, de Truman Capote, editorial Anagrama, de 1995, que lleva la firma de su legítima dueña: Fabiola Martínez O.

En ese silencio espeso de la vida lectora es que se va construyendo una biblioteca, en la que humanamente no hay forma de que todos los libros que están allí se obtengan por las vías de la decencia y la honradez, porque entre milagros y olvidos van apareciendo textos singulares que moldean un mundo y confeccionan un gusto.

Para evitar malentendidos, hace ya muchos años que no presto ni pido libros prestados, y tengo en proceso de devolución, para cerrar de manera definitiva esta etapa de incertidumbres entre libros que van y vienen, La ciudad de cera, de Francisco Escobar Abarca, ese inteligentísimo profesor de la Universidad de Costa Rica, que tras su muerte pasó por siempre y para siempre al olvido. Tras su desaparición, nadie dijo una palabra, ni para bien ni para mal. El propietario del libro es Carlos Morales, un colega que no presta libros, pero que hizo conmigo la excepción. Sabe que se lo devolveré, pero por esos arabescos de la vida, la entrega se ha demorado.

Entre causas y azares, toda biblioteca que se precie, por ende, debe construirse con libros propios y ajenos, por eso no voy a nombrar, como amenazaba de manera indecorosa en su columna Tito Monterroso, a quienes me deben libros desde hace 10, 15 o 25 años, aunque tenga un fichero preciso y claro de los deudores.

Eso lo haré, en un futuro artículo. ¡Tienen 15 días para arrepentirse!

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