Con el anuncio de la publicación de El odio, un libro en el que el escritor Luisgé Martín indaga en el crimen que José Bretón perpetuó, en 2011, contra sus dos hijos, José y Ruth, de seis y dos años, con el fin de vengarse de su mujer Ruth Ortiz, en España se encendió un debate que ya traspasa las fronteras de ese país.
Al conocerse la noticia de la publicación del libro, casi de inmediato, la madre de los menores asesinados presentó un recurso ante la Audiencia Provincial y la Fiscalía de Córdoba por considerar que el relato es una “intromisión ilegítima del derecho a la intimidad y la propia imagen de los menores fallecidos”.

Frente a este escenario, intervino la Fiscalía de Menores de Barcelona, que el jueves 20 de marzo, pidió como medida cautelar que se suspendiera la publicación de El odio. Ese mismo ente le comunicó a Anagrama, la mítica editorial que fundó Jorge Herralde, pero que hoy es propiedad de capital italiano, que de publicar la obra se les podría demandar por vulneración del derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen de los menores asesinados.
El libro, que se inscribe dentro del subgénero del True crime (basado en crímenes reales), tenía como fecha de lanzamiento el miércoles 26 de marzo.
El lunes 24 de marzo, el juez titular del Juzgado de Primera Instancia 39 de Barcelona desestimó la petición de prohibir el libro, debido a que las pruebas que le aportaron no eran suficientes para detener la circulación de la obra, de acuerdo con la posición del letrado.
Ello hizo que los reproches, las amenazas y los discursos desde diferentes frentes arremetieran contra el autor y Anagrama, por considerar que era indigno el publicar una obra con esas características.
Ante tal panorama, la editorial, pese a que había publicado un comunicado previo sosteniendo que “el tratamiento literario de El odio se aleja y rechaza cualquier intención que no sea la de presentar al lector la maldad del asesino sin justificar ni exculpar el crimen, sino al contrario, mostrando su horror”, dio un paso atrás y decidió, por el momento, no distribuir la historia.
En esa defensa inicial, Anagrama había apuntado: “Somos plenamente conscientes de la monstruosidad de los crímenes cometidos por José Bretón y comprendemos la sensibilidad que puede suscitar la exploración de la condición del asesino que aborda el escritor Luisgé Martín en El odio”.
Luego, pasaba a dar algunas razones de carácter literario en defensa de la obra: “La literatura trata desde siempre realidades complejas y dolorosas, también crímenes que han marcado a sociedades enteras. Desde Emmanuel Carrère o Truman Capote, y tantos otros, los escritores pueden trabajar con materiales difíciles y controvertidos. La obra de Luisgé Martín intenta dilucidar una violencia extrema, las condiciones en las que se produce y las implicaciones filosóficas y éticas de la crueldad como una pulsión en lo humano, explorando cómo la sociedad y la psicología individual convergen en actos que desafían la moral”.

El asunto corrió como la pólvora en redes sociales y esferas políticas, con valoraciones previas, porque, hasta ahora, son pocos los que han podido leer el libro completo.
En ese marco, la editorial se defendía no solo con base en lo que al respecto establece la Constitución de España, así como en la responsabilidad que implica publicar.
“Reafirmamos nuestro compromiso con la responsabilidad editorial y la libertad de expresión, sabiendo que ambas deben convivir. En este sentido, entendemos que la literatura puede y debe abordar estos temas sin dejar de lado la complejidad que representan, como hace Luisgé en El odio”.
Ficción y realidad
La polémica que ha despertado el caso en España invita a hacer una extrapolación de qué significan definiciones como literatura, realidad, novela de no ficción y autoficción, y hasta dónde un autor, como Luisgé Martín, puede arrogarse el derecho de escribir de un asunto tan controversial como el de la muerte de dos niños a manos de su propio padre.
Hay una corriente, denominada el giro lingüístico, que parte de que todo lo que se traduzca a palabras, sin importar si parte de un hecho o de la imaginación del autor, termina por ficcionalizarse.
Con ello, se abre otro debate, que aquí se cita solo de soslayo, porque en el fondo lo que dicen autores como Albert Chillón, Emilio Duró y José María Valverde (este último ya fallecido) es que contar es un ejercicio complejo y que en la traslación entre la realidad y la obra hay un vacío que solo se puede llenar con palabras.
En definitiva, bajo esta óptica, que se puede profundizar mucho más, la distinción entre ficción, no ficción, autoficción, biografía y autobiografía vendría a ser más semántica que real, porque todo lo que toca el lenguaje pasa a ficcionalizarse.
Dicha postura de la filosofía del lenguaje, a la que en su oportunidad también contribuyó Friedrich Nietzsche, haría imposible deslindar las fronteras de uno y otro género, lo que tendría implicaciones en la vida real, como en el caso de Luisgé y Bretón el asesino.
De ahí que el hecho de que en España se hayan decantado por presionar a Anagrama para que no publique el libro y para que ya existan manifestaciones de boicot a la obra y a la propia editorial se da porque la discusión de fondo se ha soslayado.
Bajo ciertas premisas, no habría obra publicable, porque la mayoría, eso sí, parte de hechos que alguna vez sucedieron, pero que son contados en la ficción con cambio de escenarios, nombre de los protagonistas y en entornos completamente ajenos al lugar de donde surgieron.
En esta vieja polémica entre la ficción y la realidad, en su momento, hasta terció Jorge Luis Borges. En el ensayo Siete noches, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1993, dije con su agudeza característica e inigualable: “Lo que nos lleva a la otra doctrina de Croce, que suele olvidarse: si la literatura es expresión, la literatura está hecha de palabras y el lenguaje es también un fenómeno estético. Esto es algo que nos cuesta admitir: el concepto de que el lenguaje es un hecho estético”.
De esta forma, ni A sangre fría, ni los libros de Carrère, ni los de Karl Ove Knausgård escapan a la realidad del lenguaje; por lo tanto, todo lo que pasa por él termina por ser ficcionalizado.
Lo que queda por dilucidar son los grados de ficcionalización que se producen en esos textos, como diría el profesor Albert Chillón, autor de un excelente libro sobre la postura del giro lingüístico y que llevaba por título Literatura y periodismo: una tradición de relaciones promiscuas, publicado en 1999 y posteriormente actualizado y mejorado.
Paralelo a la discusión de este asunto, se abre el cuestionamiento de si en literatura, de manera previa, han de existir tópicos que no se pueden abordar por su propia naturaleza, o son las obras y sus lectores los que al final, en su balance tanto literario como ético, son los que deciden que una creación tenga o no recorrido.
Por eso, en declaraciones dadas a distintos medios españoles, Martín justificó su búsqueda, al querer adentrarse en la mente del asesino, con base en conversaciones y el intercambio de cartas. A la fecha de publicación, Bretón le había enviado al escritor 60 misivas.
“Empecé a escribir El odio porque era incapaz de entender que alguien pudiera matar a sus propios hijos. La violencia vicaria es probablemente la más incomprensible de todas”.
Martín aclaraba, además, que el libro, desde ningún ángulo, podía ser una vitrina para que el asesino se justificara: “El odio no da voz a José Bretón: se la quita, niega su explicación de los hechos, le enfrenta con sus contradicciones. El libro, en mi humilde opinión, sirve para mostrar los laberintos de la infamia y de la vileza de un asesino”.
En tiempos de redes sociales, al escritor lo acribillaron con acusaciones en dichos espacios, al punto que manifestó que le habían insultado e incluso amenazado.
Para el escritor, que en su libro autobiográfico, El amor del revés, narra su homosexualismo, la discusión debería centrarse en elementos literarios y no políticos, porque eso hace que el debate se distorsione.
“Esta idea simplista de que hay temas o personajes a los que la literatura no se puede acercar es infantil. La literatura no está para divertir, está para doler; desde Homero se ocupa de lo incómodo, del dolor, del mal, de lo que te puede hacer cuestionarse cosas. Podía tener reparos con Ruth, pero no con esto. Todo lo contrario: me siento orgulloso de meterme en ese tipo de conflictos, que yo creo alumbran el comportamiento humano”.
Uno de los mayores reproches que le han hecho al autor es el hecho de que no se hubiese puesto en contacto con Ortiz, madre de los dos menores asesinados, para contarle del proyecto.
Martín ha defendido que prefería mantener la distancia y que solo se limitó a ver una serie sobre el asesinato en la que la madre brinda declaraciones, pero sin que apareciese su imagen.
¿Qué hacer?
La prohibición de la obra, aspecto que aún está por dilucidarse de manera definitiva por el tribunal de Barcelona, abre también otros frentes. ¿Por qué nadie se planteó que A sangre fría, de Truman Capote, no debía publicarse, si el autor narraba el horrendo crímen de la familia Clutter, en Holcomb, Kansas?
¿Por qué, incluso, Capote se paseó por todos los platós de Estados Unidos anunciando que había creado un nuevo género literario: la novela de no ficción y no hubo ningún revuelo?
En estos, como en todos los casos, es necesario examinar el contexto; no obstante, la obra, al igual que El odio, se centra en un asesinato, en el que hay dos adolescentes de por medio, más el padre Herb Clutter y su esposa Bonnie.
Capote, además, se adentra en la vida de los asesinos y llega a establecer vínculos por los que sí fue cuestionado, tanto por su excesivo acercamiento como por el uso que pudo hacer de ambos, en especial de Perry Smith, dado que el escritor les dejó entrever que se podían salvar de la horca, situación que al final no pasó y la justicia los castigó con la pena de muerte.
A sangre fría es un libro que se sigue editando, y en otros tiempos, cuando todavía se enseñaba periodismo de manera sistemática en la mayoría de las universidades, era un libro que los futuros comunicadores tenían que leer.
De igual manera, se hicieron dos películas: en 1967 y en 2019, más una miniserie para la televisión en 1996.
Otro caso paradigmático es el de El adversario, de Emmanuel Carrère, quien cuenta la historia del falso médico Jean-Claude Romand, que el 9 de enero de 1993, agobiado por las deudas y las mentiras, mató a su esposa, sus dos hijos, a sus padres e intentó suicidarse sin conseguirlo.
El relato de El adversario, por ratos, asusta, porque confronta cómo aquel “médico”, que aseguraba a sus amigos trabajar para Organización Mundial de la Salud, había construido castillos en el aire que amenazaban con desplomarse al ser confrontados con la realidad, y cómo se tiene, por momentos, también, la sensación de que ese papel encarnado por Romand le puede corresponder a cualquier ciudadano que coquetee con las apariencias a un extremo superior.
Tanto A sangre fría como El adversario son dos libros que en su momento publicó Anagrama, editorial que hoy está en entredicho por la historia de El odio, en el que se aborda la muerte de los dos menores asesinados por su padre, que descuenta 40 años de prisión, pero que, por lo que establecen las leyes españolas, solo estará 25 en la cárcel.

La voz disonante
En medio del debate suscitado por la obra, el domingo 30 de marzo apareció en El País una columna de su corresponsal en Roma, Iñigo Domínguez, en la que defendía la necesidad de que sean los lectores quienes determinen el valor de la pieza escrita por Martín.
El punto de partida de Domínguez es que en una democracia no debería plantearse la no publicación de un libro, independientemente del contenido, siempre y cuando haya un sostén ético y serio detrás, como estima, es el caso de El odio.
“Creo que solo hay una pregunta: ¿un libro, una obra literaria, puede prohibirse o no? En mi opinión, no, nunca, no hay peros, y luego cada uno es libre de tener la peor opinión posible, o denunciar, y que la justicia decida si hay delito y lo castigue si es el caso”.
Domínguez está mirando desde la otra orilla. Desde la idea misma de que un libro no tenga que ser censurado por un tribunal en un país como España que se declara gobernada por una democracia. Eso mismo podría aplicar para Costa Rica y para la mayoría de los países de América Latina, en la que, al menos, la mayoría de sus gobernantes son elegidos en las urnas.
“Que nos estemos planteando que quizá en algunos casos sí hay que censurar libros, llevarlos antes a un juez o un fiscal a que les den el visto bueno (sobre todo con algunos jueces y fiscales que hay en España), es para que salten las alarmas, y no saltan”.
El corresponsal no lo plantea, pero en su columna subyace la idea de que la censura es propia de los regímenes fascistas o dictatoriales, en los que es preciso que el censor, como sucedía en la época de Franco, dé el visto bueno para la publicación, o exija cambios sustanciales, como tantas veces sucedió en esos años aciagos para el pueblo español.
Para Domínguez, de las pocas voces que no están alineadas con la censura del libro, el artista crea y con esa creación se hace responsable de las consecuencias que acarree su obra.
“Creo que al autor le tiene que dar igual lo que digan los expertos y los catedráticos; y la editorial, si cree en lo que hace, debería pasar de jueces y fiscales y publicar el libro, y asumir lo que venga”.
En esta confrontación que ha abierto el libro de Martín, ha terciado el escritor Miguel Ángel Hernández, quien, en El Cultural, se pregunta si la cobertura que se hace a diario de los sucesos no tiene más tintes de morbosidad que una obra que busca contar la cruel historia con mayor profundidad de lo que se hace en espacios diarios, como son los periódicos y las televisiones.
“¿Qué diferencia hay entre un libro literario y la cobertura mediática morbosa que realizan televisiones, tertulias y noticias?”.
El odio abre una discusión válida donde aún la literatura juega un rol determinante en relación con el pensamiento, la libertad de expresión, la libertad artística y el respeto a las personas, por encima de los sistemas y los Estados.