En el mundo, desde tiempos inmemoriales, se trafican: mercancías, almas, medicinas, embustes, armas, cocaína, crack, heroína, tabaco, marihuana e incluso sueños; pero pocos han sido detenidos por “traficar poemas”.
La imagen parece sacada de una película italiana de Vittorio de Sica con su neorrealismo a cuestas y presenta a un hombre instalado en un espacio público en Usaquén, municipio al norte de Bogotá, Colombia, donde ofrece poemas a los transeúntes con una máquina de escribir Olivetti. De pronto, aparece un policía que lo interpela y se lo lleva al Comando de Acción Inmediata (CAI).
El detenido se llama Jesús Espicasa, oriundo de Zumbido Medio de San Pedro Urabán, en Medellín, quien hacía unos pocos meses se había instalado junto a Santiago Vargas (de quien proviene la idea de vender poemas en la calle escritos en una máquina de escribir) para escribir y vender poemas en la Plaza de Usaquén.
Ya en el puesto de policía, alguien en el CAI preguntó cuál era el delito de Espicasa, a lo que el policía respondió que se le detuvo bajo el cargo de traficante de poemas.
“El policía me dijo eso con el único afán de burlarse. De decirme algo como que estás jodido pero te voy a terminar de joder y 14 días después de que eso sucediera, me volvieron a amenazar los policías esta vez con decirme que me iban a quitar la máquina de escribir y con el agravante de decirme que me iban a meter preso. Esto no se ha solucionado en nada y sigue la represión en las calles”, dijo Espicasa desde Bogotá.
La historia la dio a conocer el poeta y novelista William Ospina en su columna del 17 de marzo en El Espectador, Colombia, y de inmediato llamó la atención en su propio país, no solo por lo sui generis del delito, sino porque como lo afirma el escritor: se da en una nación en la que los jóvenes están sedientos de cultura y de contar con espacios públicos para vivir el arte con otra intensidad.
“¿No hunden estas cosas a la justicia en la insignificancia? ¿No son un atentado contra la ciudadanía, un pecado contra la cultura, y una carga ofensiva contra la legitimidad del Estado?”, pregunta Ospina, quien es autor, entre otros textos, de El país de la canela, novela que tuvo una amplia difusión en su país.
Aunque la historia causó un gran impacto en los medios, aún no ha concluido. El jueves 28 de marzo, Espicasa contó a UNIVERSIDAD, vía telefónica, que debía comparecer para conocer si su apelación había tenido lugar, con el fin no solo de reivindicar el espacio público para la poesía y la palabra, sino también para impedir que la multa por vender poemas en el municipio de Usaquén lo obligue a pagar 833 mil pesos colombianos, que son el equivalente de $300 (¢180.000 al tipo de cambio actual).
Los poemas de Espicasa valen lo que quiere pagar quien los compra: para el autor es difícil ponerles un precio, porque eso iría contra su ética, contra su visión de mundo, contra sus sueños. Más que una venta, este poeta de la calle lo que busca es una interacción: que el transeúnte se entere que entre tanta tecnología, que entre tanto comercio y entre tanta abundancia de lo material ha de haber un rincón para el pensamiento y la palabra. Además, busca un espacio para las luces y sombras de la poesía, la cual explora esa trascendencia por medio de sus esencias y el enorme poder espiritual que tienen las palabras cuando se encuentran en el espacio justo y en el verso preciso.
Todo empezó en Caracas
“Todo empezó en Caracas, Venezuela, ahí fue donde yo empecé a escribir. Con la máquina llevo unos ocho meses y lo hice con el poeta Santiago Vargas. Ya él tenía esa idea y esa forma de trabajar”, dijo Espicasa.
En efecto, fue en la capital de Venezuela, a la que viajó hace algunos años, donde Espicasa empezó a entrar en contacto con la bohemia, la música, la poesía y los jóvenes artistas de esa nación bolivariana.
De sus palabras se deduce que más que poeta, Espicasa lo que quiere es ser un hombre libre, sin hipotecas, sin tarjetas de crédito, sin casas que pagar: quiere viajar, conocer mundo, dar recitales, encontrarse con poetas y hacer suyo aquel viejo verso de Antonio Machado: “caminante no hay camino, se hace camino al andar…”
Y esa aventura pasa por salir a las calles de Bogotá todos los días a ofrecer poemas en un oficio que recuerda a los antiguos rapsodas que, como lo evoca Ospina, eran quienes le daban esa dimensión de transcendencia a la poesía, que más allá de las bibliotecas y las academias, debería de estar al alcance de todos en la calle.
“En otro tiempo realicé trabajos en medios de comunicación: revistas, periódicos, bibliotecas, pero ahora estoy centrado en la poesía”.
Y ello lo ha llevado a lanzarse con su Olivetti, que adquirió por 30.000 pesos (¢5680), a la búsqueda de esa expresión que atrape al vuelo de la vida ahí en la calle o en las largas noches dedicadas a pensar en ese viejo arte que viene de Homero y de un sin fin de poetas que lo han moldeado a lo largo de los siglos.
“Esto obedece a una aventura y la he hecho con Santiago Vargas. Hemos estado, por ejemplo, en la Feria del Libro de Medellín, donde fuimos para sabotearla, porque nos dijeron que era prohibido estar en las afueras con nuestras máquinas de escribir. Entonces, a nosotros nos parecía que el que se nos prohibiera estar ahí en una vía pública era una usurpación del espacio público. Nos han expulsado de muchas partes, porque según quienes nos ha expulsado, eso está prohibido, es decir, tener una máquina de escribir en el espacio público y ofrecer poemas”.
La tarea de ganarse la vida con una máquina de escribir, como se percibe, no es fácil, no solo porque no es el oficio más rentable del mundo, sino porque donde Jesús y Santiago quieren realizarlo, conlleva una invasión del espacio público reservado para otras artes mayores, según las diferentes autoridades.
“Esto ha sido una verdadera odisea. Se ha generado, dichosamente, una especie de fervor por lo que hemos hecho. A raíz de la sensación que tengo en apelación y espero ganar, la cual es una multa tipo 4 -la más alta para este tipo de delitos-, ha habido una especie de reivindicación, porque es una manera noble de darle vida a las calles y a la ciudad; es una forma de apuñalar la indiferencia y el desprecio”.
Aunque en un principio se sintió solo, después vino una reacción solidaria por parte de algunos, como la periodista Yolanda Ruiz Ceballos, que llamó a sacar los versos a la calle.
“Ha habido muchos abogados dispuestos a ayudarme con esto de la multa, pero lo que hice fue sentarme a conversar con las autoridades, porque lo que quiero es que se reivindique el espacio público y que no se atropelle tampoco a los artesanos. Quiero que esta denuncia que se ha dado por los medios sea útil y contribuya al cambio”.
Espicasa entiende que la policía recibe órdenes, pero insiste en que hay que recuperar el espacio público para la gente, porque ahí es donde se da una conexión especial.
Una reivindicación
Para Ospina, que unos jóvenes quieran propagar la poesía en el espacio público, es una noticia que debería de ser celebrada y por lo tanto deberían dejarse de lado las políticas represivas, tanto en Colombia como en una América Latina, porque el arte es una salida y una esperanza a condiciones sociales difíciles.
“Me pareció una idea fabulosa de estos jóvenes poetas reciclar esas viejas máquinas de escribir que ya forman parte del pasado romántico de la humanidad. No sólo merecen un espacio en la ciudad, merecen un homenaje de la ciudadanía y de las autoridades. Nuestra clamorosa estupidez, nuestra barbarie autoritaria les pone multas y los declara criminales. ¡En un país lleno de criminalidad verdadera y devorado por la corrupción!”, escribió Ospina en la referida columna.
En otros países, aquello que se ve como un delito y como una usurpación de los otros es motivo incluso de elogio, como también lo refiere Ospina.
“Hace poco leí en la prensa internacional que en los Estados Unidos los escritores están empezando a salir a las calles con viejas máquinas de escribir, para rendir homenaje a esos hermosos objetos de una técnica más simple, menos contaminante y depredadora que la tecnología actual. Objetos más sencillos, más ingenuos y más libres, como es la propia poesía. Eso mereció admiración y grandes titulares en el mundo”.
Y es que la iniciativa de Espicasa y Vargas, de sacar la poesía a la calle, no solo es particular, sino que es reivindicativa e incluso se adelantó a la impulsada en Estados Unidos.
“Pues la verdad es que estos muchachos colombianos lo hicieron primero. Han inventado una manera de hacer visible, pintoresca y pública la labor poética en estos tiempos sórdidos. Y esa es la respuesta que nuestro ridículo Estado les ofrece”, dijo Ospina.
Lo que Ospina reclama del espacio público en su país, también en su momento estuvo en discusión en la capital de Costa Rica.
En diciembre de 2016, el saxofonista Ricardo El Rasta fue interrumpido mientras tocaba en las cercanías del Mercado central. El delito era que interrumpía a los transeúntes, según la Policía Municipal.
“¿Por qué aquí les ha dado por llamar espacio público a un espacio del que cada vez más quieren expulsar a los ciudadanos, un espacio que privatizan cuando quieren de mil maneras distintas, donde la libertad está cada vez más restringida y donde expresiones como la música y la poesía terminan siendo tratados como delitos?”, apuntó Ospina.
El valor de la poesía
El 21 de marzo se celebró el Día Mundial de la Poesía, en el que hubo recitales, programas de radio y además se abrieron espacios momentáneos para recordar el valor de la palabra, aquella que en la poesía encuentra su más alta expresión, dado que en el poema por trascendentalidad confluyen la belleza y la precisión.
En el marco en que la Unesco instauró el Día Mundial de la Poesía, se buscaba fomentar, entre otras aristas, la oralidad del poema y que la poesía estuviera más presente en la vida de cada quien, como una forma y un estilo de abordar el mundo.
La propuesta que en ese sentido han hecho Espicasa y Vargas, a partir de sus viejas máquinas de escribir, son una imagen viva de que la poesía, al margen de su propia capacidad expresiva, también puede servir como una interacción social en las urbes cada vez más deshumanizadas.
Para el crítico literario Harold Bloom: “la poesía es la culminación de la literatura de invención, a mi juicio, porque es una forma profética. Y para que se le tome el gusto a la poesía hay una forma de vivirla: hay que aprenderse los poemas de memoria”.
La poesía que se evoca en los distintos estadios de una vida, sirve para tender puentes con el otro, pero sobre todo con uno mismo, según Bloom.
“La marca más frecuente de nuestra condición es la soledad. ¿Cómo poblaremos esa soledad, entonces? La poesía puede ayudarnos a hablar más plena y claramente con nosotros mismos y a oír, como de pasada, esa conversación”.
Ese diálogo consigo mismo ha llevado a Espicasa a traficar con poemas en las calles de Bogotá y en un futuro planea llevar sus poemas y sus recitales por otros países de América Latina como Costa Rica y México.
“En tres minutos puedes cambiar la historia: en tres minutos agarras una camisa, un pantalón, un par de zapatos y las ganas de seguir viviendo, solo eso”, escribió Espicasa en el poema “Escribir viviendo”.
Para viajar con su poesía no necesita mucho en su equipaje. Quiere ir ligero de equipaje, como el gran Machado retratado por Ian Gibson en la biografía que dedicara al poeta.
“Para viajar solo se necesitas lo que te protege del frío, un lápiz y una hoja en la que estás escribiendo: lo de más lo ofrece el camino”, aseguró Espicasa.
Un espacio público, la calle urbana, una máquina de escribir y un entusiasta poeta dispuesto a traficar sus versos por amor a la poesía, a la libertad y para desafiar al sistema. La imagen convoca a una escena que puede retratar a las ciudades latinoamericanas: a las que les sobra caos y les falta poesía.