Cultura Documental: Roofing (Mal de patria)

Mujeres cineastas, cómplices, cuentan sobre la migración a Estados Unidos

Roofing (Mal de patria), documental de Gaby Hernández y Paz Fábrega, cuenta la historia de un grupo de muchachos de Pérez Zeledón que hace 20 años armaron un equipo de fútbol de “mentirillas” para migrar a los Estados Unidos. Y lo lograron.

Roofing (Mal de patria) (2024), de las cineastas costarricenses Gaby Hernández y Paz Fábrega, es la gente de La Unión de Pérez Zeledón, donde, ahí nomás, el Chirripó se alza imponente.

Es esa Costa Rica profunda, con la vaca solitaria en lo alto de una colina, montañas habitadas por árboles frondosos, verdes de todos los matices, un cielo a veces azul, a veces nublado, que encandila de igual modo, y una cancha de fútbol cuidada con esmero.

Es caminos polvorientos que curvos suben y bajan, de algún lugar escondido hacia otro, igualmente escondido.

Es también un trapiche hirviente y espumoso, una cocina con una bolsa de natilla con tapita blanca en el centro de la mesa, una hamaca perezosa, carros de doble tracción, gallinas en un corral que se asoman, cabras, una pulpería, un ramillete de culantro orgánico, un perro chihuahua tembloroso de la felicidad y, en contraste, un gato dormilón, plenamente relajado.

“Así está la mirada de Paz, desde su experiencia, su sensibilidad, su talento y yo, que hago documentales y que había desarrollado un vínculo importante de muchos años con las familias y los chicos”, Gaby Hernández, cineasta. (Foto: Producción Roofing)

Roofing es esa Costa Rica profunda de familias y personas encantadoras, parlanchinas, con un acento particular (como todos los acentos), que se ríen con algo de pudor; que, a pesar de la timidez, se animan a que las visitas pasen bien adentro, a la cocina, por ejemplo, mientras la mamá pela papas.

Que divertidos despliegan una sonrisa con camanances para abrir la puerta de par en par y que salgan los recuerdos, como es el caso de Arturo, narrador protagonista de la aventura de emigrar a Dallas, Texas, con el timo de pertenecer, junto a otros compañeros de La Unión, a un equipo de fútbol de la zona, y así burlar el sistema y quedarse indocumentado en el Norte (que no ilegal).

Esas personas (personajes) que han sido testigos del movimiento/flujo de sus migrantes, enraizados en la profundidad del paisaje rural, con la tierra bajo sus pies, sólida y fértil.

Es el correlato de la migración sempiterna de las familias ngöbes, población que trashuma por las propiedades de los cafetaleros para cosechar el grano maduro. Esa fotografía que se guarda en el imaginario —y en lo concreto, por supuesto—, sin precisar quiénes son ni por qué están, pero que son y viven en condiciones de precariedad y discriminación, injusta como toda precariedad y discriminación.

Es el signo potente del humor tenue que apenas se declara, pero se convierte en el recurso cinematográfico que hace cómplice al público del relato de una “huida” al extranjero, cómico, pero no tanto; a esa comunidad que convive hermanada a lo largo de una hora y pico en la sala oscura del cine, y cuyas risas, brillantes al inicio de la película, se van apagando al final para reflexionar con lucidez: ¿Por qué migramos? ¿Quién se quiere ir de este “paraíso”?

Mientras Hernández y Fábrega cuentan sobre esta migración, nos recuerdan que también somos identidades, somos pueblos, comunidades que se entrelazan para vivir, resistir y sobrevivir.

Los protagonistas de la película tenían un sueño americano, vos un sueño cinematográfico. ¿Cuántos documentales hiciste en la cabeza?

—Y en papel también. Lo que nosotros presentamos como proyecto en papel a Ibermedia era otra cosa. Arturo es el protagonista que se fue con el equipo y luego volvió. El pueblo es una calle con unas casitas y el mall que administra Arturo, quien construyó una serie de localitos con el dinero que logró ahorrar mientras estuvo allá, que fueron tres años en que le fue super bien.

¿Cómo se llama el pueblo?

—La Unión, que es esa calle que conduce a unos pueblitos que están en las faldas del Chirripó, pero del otro lado que no es San Gerardo, sino San Jerónimo. De ahí también es Andrés, el otro personaje que no se quiso ir. La Unión pertenece a San Pedro, distrito de Pérez Zeledón. La historia originalmente era de dos primos: uno está allá y el otro acá. Arturo es un emprendedor, un empresario, muy disciplinado con el dinero.

¿Qué edad tiene ahora?

Tiene 37. Cuando se fue tenía 17… Hace 20 años. En el documental aparece su mamá Leti, la señora de la cocina, divertidísima; y el papá, el señor del trapiche, que es maravilloso también. Esa es la familia. El señor dice sobre su trapiche: “yo nací aquí, aquí me crié y aquí me van a van a enterrar”. Él no ha ido a Estados Unidos.

Lo van a enterrar en el trapiche.

Con su trapiche. No sé cuántos trapiches habrá en el país; eso va a desaparecer, ninguno de sus hijos se va a dedicar a eso ni le interesa, son universitarios todos. Doña Leti y su esposo tuvieron cuatro hijos, el mayor es biólogo, el segundo se fue y se quedó allá, Arturo y otro hermano que se fue, pero no con el equipo, sino mojado, y se quedó. No te imaginas lo que padeció esa mamá. Cuando se les plantea esta posibilidad de que se vayan como jugadores de fútbol fue maravilloso para ellos. Por eso es que todos se involucran. No tenían que mojarse.

Se fueron en avión, no mojados.

Para esas familias fue realmente una oportunidad. Por eso es que se involucraron de esa manera. Decidieron buscar el dinero y participar en la reunión de preparación, acompañar a los chicos a la embajada, pedir la visa, hacer el papeleo… comprar los uniformes.

Gaby, son muchos años acariciando un sueño, ¿cómo lo lograste?

El proyecto pasó por muchas etapas. Aplicamos y ganamos varias veces Ibermedia, pero por alguna razón se suspendía la producción. En un momento me contactó un productor porque en ese momento solo yo era directora y me planteó que la película fuera una ficción, para evitar esos riesgos y complicaciones de hacer el documental con los personajes reales. Yo le dije que sí, pero que preferiría no dirigir la película, porque yo no hago ficción, lo mío es la no ficción. Entonces, pensé en Paz Fábrega porque me gusta mucho su trabajo, y porque yo sentía que una historia tan anecdótica, tan vacilona, podía ser abordada de una perspectiva más sensorial, más liviana, eso que tiene el cine de Paz. Además, ella tiene experiencia con no actores y no actrices. Paz aceptó y le encantó la idea y empezamos a trabajar juntas. Yo apoyando con toda la información que tenía, contándole, describiéndole a los muchachos, porque yo había tenido la oportunidad de estar en Nueva Jersey con un fondo de Sinergia durante la investigación para el desarrollo de la película. Pude estar allá y conocer a algunos de los chicos. Productores, coproductores, productores asociados nos insistían mucho en que esa historia era muy potente y surreal, loca y divertida y que si se hacía como una ficción iba a parecer como una película de invención, por más que dijéramos que estaba basado en una historia real. Al final optamos por hacer el documental, entonces codirijamos Paz y yo. Así está la mirada de Paz, desde su experiencia, su sensibilidad, su talento y yo, que hago documentales y que había desarrollado un vínculo importante de muchos años con las familias y los chicos.

Sabemos que los géneros cinematográficos pasan de un lugar a otro, que migran. Hay zonas de las películas que no se sabe qué son exactamente y tal vez no importa.

Eso ha enriquecido muchísimo el lenguaje o los lenguajes cinematográficos, audiovisuales.

Me pregunto cómo dos personas con lenguajes “distintos” dirigen una misma película.

Ahora que lo pienso, nosotras nunca hablamos de cómo íbamos a trabajar ni cómo ponernos de acuerdo. Siento que mi papel fue propiciar encuentros con las personas, los espacios, la historia, pero tampoco tanto, porque yo quería que Paz no perdiera ese elemento de sorpresa, de revelación del momento y del personaje, porque si yo le daba mucha información llegaba sabiendo un poco y evité eso para darle mucho espacio. En algunas entrevistas yo ni estaba. Eso fue una manera de plasmar esa sensibilidad y esa percepción de Paz, y esa mirada tan particular en las imágenes: cómo encuadrar, qué va en el cuadro. Yo ni siquiera le daba indicaciones. Mi papel fue ir creando, propiciando las condiciones para que se pudiera grabar de una manera orgánica, sin ser invasivas, que es algo que hago cuando estoy detrás de la cámara.

Roofing (Mal de patria): Siguiendo un ingenioso plan para emigrar a los Estados Unidos, un grupo de muchachos de familias campesinas de la Zona Sur de Costa Rica finge ser un equipo de fútbol y se aventura a participar en la prestigiosa Copa Dallas, en Estados Unidos. (Fotograma de Roofing (Mal de patria))

¿Cómo se trabajó el guion?

Escribí el guion o un tratamiento basándome en la historia de lo que me habían contado Arturo y su primo. Luego en un primer recorrido de reconocimiento con Paz, la primera gira que hicimos juntas, hablamos con las mamás que no han visto a sus hijos desde que se fueron. Ellas tenían que ser parte de esta película, así como los papás que no han ido nunca a Estados Unidos y si por ellos fuera nunca irían. Ellos están muy vinculados, aferrados a su tierra, a su pueblo, a su comunidad. Luego ya grabando, tuvimos que alojarnos en el pueblo y nos encontramos unas cabañitas propiedad de Andrés. Cuando le contamos que estábamos haciendo esta película, Andrés dijo: “ay, pero claro, a mí me ofrecieron irme con el equipo. Yo era compañero de Arturo y a los demás los conocía porque íbamos juntos al colegio, somos de la misma edad. Yo no entendía por qué algunos que no jugaban fútbol se fueron. Yo sí era futbolista”. Resultó que él, por la historia familiar de migración sus tíos y su papá se habían ido y no les había ido bien, y otros no habían regresado, decidió no irse. Él quería ver qué podía hacer en el lugar donde había nacido. Así ingresó a la universidad, se convirtió en profesor de colegio y surgió la posibilidad de las casitas para el ecoturismo. Este pueblo es organizadísimo y ha asumido el ecoturismo de una manera muy saludable y solidaria.

Esto de los géneros cinematográficos es algo en lo que yo insisto mucho: ojalá no hubiera distinción, ojalá habláramos en términos de películas, no importa si es ficción, un híbrido, si es documental.

En Roofing, los protagonistas se convierten en personajes porque vas viendo las características que tienen, cómo se visten, cómo se expresan, dónde viven, los lugares en donde conversan con ustedes.

Esa oralidad, para mí eso es ¿cómo lo digo para que no suene a que estoy… cuál es la palabra? Infantilizando, idealizando.

¿Romantizando?

Sí, es que realmente a mí me fascina es una fascinación, un encantamiento escucharlos. Yo podía escucharlos horas. De hecho, conversamos mucho (ahorita estaba chateando con Marjorie, una de las mamás, una de las personajes). Ella me cuenta, yo escucho y digo, ¡qué maravilla!, cómo usan los verbos. Hay una entonación, una manera de hablar que yo ahora distingo, que es propia de ese lugar. Cuando vos decís lo de las identidades, esa es la gran motivación de mi trabajo, desde que estaba en la universidad, me preocupaba mucho del tema que llamábamos transculturación y…

¿Aculturación?

—(…) aculturación. No tenemos que ser esencialistas, pero hay una identidad, unas identidades, estamos permeados por un montón de influencias de otras culturas, aún así hay ciertos rasgos comunes, incluso en la forma de emigrar.

Los entrevistados son personas/personajes que están en lugares que ves: el perrito en el fondo, el gato echado durmiendo, la mamá en la cocina…

—Esa decisión es fundamental. Yo siempre le digo a los chicos y chicas cuando doy clases que no puede haber desperdicio, todo tiene que decir, tiene que mostrar, pero tampoco de una manera forzada o evidente.

La escena final con el chiquito que canta es una ternura. La última palabra de la canción es zarpar: “es hora de zarpar”. Luego ves la imagen de la familia ngöbe que sigue su camino. Hablando de las identidades, de las personas, de las comunidades que conviven en el país, los ngöbe pasan “yendo y viniendo”, son trashumantes. En la película se cruzan dejando huella con un signo potentísimo. Ellos son un correlato de la migración.

—Sí, es la migración de relevo que se llama. Los jóvenes de los pueblos, los hombres, sobre todo, se van, emigran, y vienen los ngöbes a ocupar las labores que no asumen, esa mano de obra los ngöbes la suplen, pero además yo insistí mucho siempre que estuvieran en la película. Los editores uruguayos no entendían que son parte del paisaje humano. Y entonces les explicábamos que es una población originaria, nómada, que se desplaza porque para ellos no hay frontera. Yo decía que así es como los vemos y así yo quiero que queden en la película. Eso es lo que nosotros vemos, es lo que percibimos, no sabemos muy bien quiénes son, pero están ahí. Es importante su presencia en la película porque es la realidad y las sociedades son de flujos, tenemos que pensar nuestras sociedades desde esa perspectiva frente al asentamiento.

La gente del pueblo está fuertemente asentada: parece que no pasara el tiempo; ese es su lugar de siempre, y todo alrededor se está moviendo. La gente migra, la gente regresa o no vuelve, sigue moviéndose.

—Costa Rica tiene esa condición de puente desde siempre, por aquí transita la gente, las culturas, se encuentran, chocan, hay tensión. Eso también culturalmente nos atraviesa, nos marca un montón. Vienen los estadounidenses, los expats —la migración al revés—, a establecerse acá en la península de Nicoya, la zona azul que es un lugar de acogida. Son migrantes.

Claro, es una migración distinta. La película desmitifica —yo no sé hasta qué punto aún es un mito— que los costarricenses no migramos. ¿Todavía creemos que de Costa Rica nadie se va porque nadie se va del paraíso?

—Claro, cuando uno llega a esos lugares, uno dice: “pero ¿quién se va a querer ir de aquí?”. Vos ves la cancha de fútbol y al fondo la cordillera de Talamanca y pensás: “¡Qué paradójico! Es parte de esa complejidad, de esa idealización que hicimos durante tanto tiempo de lo que era Costa Rica: mucha gente viene y quiere quedarse; sigue pasando y creo que va a pasar (bueno, ahora no sé con la situación de inseguridad que está atravesando el país, así como de todo lo que ya sabemos… y que a nivel internacional se habla). Pero hay gente que no ve oportunidades en este país, que también idealiza vivir o  construir una vida afuera en un país como los Estados Unidos, (imaginate ahora cómo está ese país). El tema de la migración tiene muchas dimensiones y capas.

Contame sobre la alianza con los uruguayos con quienes coprodujeron el documental.

—La película es una coproducción. Hay un productor uruguayo de LaMayor Cine, que se llama Federico Moreira, que es sonidista y músico. Él armó allá un equipo para apoyar la fase de la postproducción de imagen, montaje y sonido. La música la hicieron ellos. Tuvimos a Fernando Epstein como asesor, maravilloso, que produjo Monos y Whisky, películas uruguayas. Trabajé con Fernando y su editor, Manuel Rilla, a distancia, nunca nos vimos. Aprendí un montón, crecí muchísimo en este proceso con respecto al trabajo de montaje. Paz también aportó con su ojo para ver qué sobraba. Fue un proceso muy colectivo y dinámico. Yo estoy muy contenta.

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