La primera imagen de Paterson parece repetirse varias veces a través del metraje: una joven pareja, Paterson y Laura, presentada a través de un plano cenital (es decir, desde arriba), durmiendo o por despertarse. Amanece en Paterson, Nueva Jersey, y la jornada para el muchacho está por comenzar.
Parece repetirse, pero no es siempre la misma: en alguna oportunidad, Laura está despierta, y cuenta cómo soñó con gemelos o elefantes; en otra, él sale de la cama muy despacio, procurando no perturbar el sueño de ella; no falta la ocasión en la que Paterson abre los ojos y Laura está ya de pie, preparando pasteles.
El filme se cuida de ir nombrando los días: “lunes”, “martes”, miércoles”, y así hasta el siguiente “lunes”, marcando el tiempo y la diferencia.
La vida de Paterson, conductor de un autobús, es repetición, y es probable que ello no le moleste: el eterno retorno de las mismas calles y pasajeros, el emparedado y el pastel al mediodía, los poemas que escribe y reescribe en medio de las pausas, encontrarse el buzón (misteriosamente) inclinado al regresar a casa, la visita nocturna al bar de la esquina.
Como secreto poeta que es, Paterson sabe encontrar la belleza en la rutina y en el detalle, así como en el hermoso caos que rodea a Laura, su musa. Su apuesta parece calcada de la de Jim Jarmusch, el cineasta responsable del guion y de la puesta de Paterson.
Autor de una cinematografía que conjuga el minimalismo de la puesta en escena y la extravagancia del argumento, Jarmusch es una figura central del cine independiente estadounidense.
Desde su segundo largometraje, Stranger than Paradise (Más extraño que el paraíso, 1984), su filmografía incluye piezas tan notables como el western crepuscular Dead Man (1995), la mixtura de hip hop, mafia italoamericana y filosofía samurái titulada Ghost Dog: The Way of the Samurai (1999), la melancólica revisión de los amores pasados de Broken Flowers (Flores rotas, 2005) y el romance vampírico de Only Lovers Left Alive (2013). Paterson, un filme sobre la orfebrería de la creación y la poesía de lo cotidiano, viene a redondear una obra de por sí sólida.
La diferencia de lo mismo
Este último largometraje de Jarmusch cuenta una historia, por supuesto: la de un hombre, el tímido protagonista, que es reconocido como poeta por otro poeta. También cuenta la relación de este hombre, callado y rutinario, con su musa, desordenada y tibia, con sus vecinos y compañeros de trabajo, y con la ciudad que nutre sus poemas. Por ahí anda también un perro, Marvin, quien condimenta estos mundos complementarios de orden y caos.
Estas anécdotas no son, sin embargo, lo más interesante.
Más que un contenido, Paterson es una forma, una que sugiere, a través de la narración audiovisual, la estructura del poema y la pesquisa creativa: objetos cotidianos, como una cajetilla de cigarros, mutan en símbolos a través de la palabra del poeta. El título del poema escrito por una niña (Water falls) encuentra eco en un cuadro que cuelga en la sala de Paterson, como si se tratara de la rima que se esconde al interior de un verso; las imágenes se suceden y parecen repetirse, se distinguen por su lugar en el tiempo o por detalles que cumplen el rol de un adjetivo o un adverbio.
Paterson hace una fiesta de la repetición. Las hay que se suceden, como las quejas del compañero de trabajo, la cerveza en el bar de la esquina o los recorridos en autobús.
Otras existen en contigüidad, como los gemelos con los que nos cruzamos un día sí y otro también. La búsqueda creativa se expresa también como repetición: el mismo poema, escrito el lunes, y retomado y corregido entre el martes y el miércoles, o las blanquinegras figuras geométricas que colman las creaciones de Laura, cortinas, vestidos o pasteles. También hay repeticiones que se encadenan en una suerte de mise en abyme, como esa de ver un filme llamado Paterson, a propósito de un chofer llamado Paterson, quien recorre un pueblo que se llama como él, y quien tiene por libro favorito el poemario Paterson.
Si vamos un poco más allá en esto de las redundancias, puede que no sea casual que el actor Adam Driver (el inglés para conductor) interprete a Paterson, el conductor de un autobús en Nueva Jersey. Eso sería un guiño muy jarmuschiano. También, que el filme rinda homenaje a un poeta cuyo nombre sugiere ya una repetición: William Carlos Williams (1883-1963).
Sobria experiencia de la imagen y del sonido (palabras, ruidos o música), Paterson postula también el homenaje a una ciudad obrera y una ética para la creación. En tanto homenaje, se sirve del autobús en movimiento para recorrer en prolongados travellings este pueblo de edificios viejos y abandonados, poblado por gente que recuerda a otra gente (artistas, boxeadores, anarquistas), también habitante de Paterson, Nueva Jersey.
En tanto ética, es válida para el mismo Jarmusch esa de escribir a partir de cosas, y no de ideas, como afirma cuando se cruza con otro poeta, el rapero que improvisa frente a una lavadora (interpretado por Method Man, un cantante conocido por sus letras).
Película imprescindible, de un cineasta que también podríamos denominar imprescindible, Paterson consigue lo que pocos filmes: abordar el quehacer poético, o el mismo acto creativo, sin recurrir a lo discursivo ni a la excesiva representación. Jarmusch prefiere otro camino, uno que es coherente con su sólida filmografía: el regreso a los callados objetos, la mirada y el oído atentos a los detalles y, cómo no, el lirismo de lo más humano y cotidiano.
Ficha técnica:
Paterson.
Dirección y guion: Jim Jarmusch.
Fotografía: Frederick Elmes.
Música: Carter Logan.
Con Adam Driver, Golshifteh Farahani, Barry Shabaka Henley, Cliff Smith, Masatoshi Nagasi.
Estados Unidos, 2016.