“San José es una ciudad fea”, con este apelativo un periódico —El Mundo— ubicó a la capital costarricense entre las peores para visitar en América Latina. Y lo hizo porque desde España es fácil calificar a esta o a cualquier ciudad sin ahondar en sus entrañas.
Es cierto que San José no es la capital más bella del mundo y que buena parte de su belleza fue destruida a comienzos de 1950, cuando se confundió el progreso con la construcción de nuevos edificios y la destrucción de los que hasta ese momento ocupaban un lugar de privilegio en el entorno de la urbe, a la que a diario ingresan un millón de costarricenses.

Quien se dé a la tarea de caminar por las calles de San José y se ocupe en desplazarse por sus diferentes barrios, así como por el corazón de la capital, se dará cuenta de que hay muchas cosas que mirar, personajes por descubrir y una oferta cultural implícita que muchas veces pasa de largo por las prisas de los transeúntes y no siempre la mejor promoción de las actividades.
Así que, más allá de los prejuicios y de los estereotipos, San José es una ciudad viva, que se reinventa día a día entre el bullicio, algunas calles con excesiva suciedad y rincones que, por el contrario, merecen una oportunidad para tener una visión distinta de ella.
Desde su fundación, asumida la fecha del 21 de mayo de 1737 por la Academia Costarricense de Geografía e Historia, San José fue experimentando transformaciones que tenían influencias procedentes de la religión, la política y el afán de los pobladores de disfrutar, como grupo humano, de un rango cada vez mayor.
Hoy, en este verano cálido y veloz, caminar por San José puede resultar un ejercicio más que físico, porque la ciudad siempre se reserva sus sorpresas para aquellos que gustan disfrutar de los detalles.
Entre el Mercado Central y la antigua Plaza de Artillería, donde se ubica actualmente el Banco Central, hay un gánster americano que pasa horas en estado firme e inmutable.
Desde el 2016, este gánster, que ha tenido que ajustar un poco su traje, porque la corbata y el arma que se le veían en su vestimenta no se apreciaban del todo, aparece varios días a la semana.
Se trata de Óscar Méndez, un salvadoreño que encontró en esta actividad una forma de ganar dinero para su familia, y de paso le hace un guiño a los años 20, la época dorada de Al Capone.
Méndez, de estatura pequeña, dedica al menos siete horas a su actividad, unas cuatro o cinco veces a la semana. Hay períodos en que realiza otras actividades, pero siempre vuelve a su personaje de gánster, para el cual tiene que mantenerse físicamente, porque estar de pie durante tantas horas requiere una sólida preparación.
La realización de distintos ejercicios físicos y hacer yoga le facilitan estar en una excelente condición física, la única manera para poder interpretar a su gánster con la inmutabilidad de un profesional.
La presencia de Méndez y su papel de gánster es uno de los tantos elementos culturales que muchos pueden pasar por alto, o, por el contrario, detenerse a pensar cómo encaja este personaje en un entorno en el el que coexisten el pasado y el presente, aunque el primero esté solo en la memoria de quienes no quieren olvidar, por ejemplo, que donde hoy está el Banco Central, alguna vez se erigió el Palacio Nacional.
En efecto, el Palacio Nacional, inaugurado el 24 de junio de 1855 por el presidente Juan Rafael Mora, fue una obra de arquitectura de relevancia, levantado donde alguna vez había estado la Factoría de Tabacos, contiguo a la antigua iglesia de La Merced.
Por muchos años, y por eso requiere un reportaje aparte, el Palacio Nacional fue el epicentro político y social del país. Ahí estaban los Tribunales de Justicia, el Congreso y los ministerios.
Sin embargo, quien se desplace por este sector de la capital, no se encontrará ni siquiera una placa diminuta que haga referencia a que ahí estuvo el palacio, demolido en febrero de 1958, cuando la clase política interpretó que el progreso era construir edificios y demoler los antiguos.
Eso dio al traste con la Biblioteca Nacional, convertida en parqueo, y con buena parte de la arquitectura, que recogía las más variadas influencias procedentes de Europa.
Aquel afán de que San José quería ser una pequeña París, lo cual está documentado, se esfumó con la nueva idea de progreso que prevaleció después de la Revolución del 48.
Por esa San José de claroscuros puede desplazarse quien se proponga el reto de pasar por alto la afirmación de que la capital solo es una ciudad fea y desordenada.
Si se mueve una cuadra de donde estuvo el Palacio Nacional, y se dirige a la Avenida segunda, está el Melico Salazar, donde en la actualidad, justamente, hay una exposición del Archivo Nacional denominada San José en blanco y negro, en la que se presentan fotografías de diversos períodos de la capital, en especial de la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX.
La exhibición aporta imágenes propias del archivo y muchas de las que aparecieron en el libro La ciudad de San José. 1871-1921, editado por el Banco Nacional.
Al lado, también, hay una exposición sobre afiches. De modo que quien agudice la mirada y se disponga a descubrir una capital que vaya más allá de cuadras llenas de basura y de decadencia encontrará un filón para andar y desandar a la capital.
En este verano, incluso, en la zona más urbana de la urbe, el transeúnte descubrirá la hermosura de los corteza amarilla, como el que está cerca de la Clínica Bíblica con el fondo del edificio de la estación del ferrocarril al Pacífico.

Agudizar la mirada
Si de transeúnte de las prisas y las carreras se quiere pasar a ser un flâneur, San José tiene una oferta arquitectónica de un enorme valor, como ya lo documentaron Guillermo Barzuna y Flora Ovares en el libro Levantar la mirada, segundas plantas en San José.
De la zozobra por las demoliciones sistematizadas de los años 50 y que se recoge en la desazón del siguiente texto, del citado libro, se puede dar un paso al frente y rescatar lo que por obra y gracia de la propia ciudad todavía no ha sido destruido.
“Sabemos que donde existe un estacionamiento en San José hubo antes un edificio patrimonial. Uno a uno, edificios emblemáticos fueron derribados, hasta llegar a la demolición de la Biblioteca Nacional. Era la instauración de la civilización del parqueo”.

El propio texto del volumen, publicado en 2020, invita a que los vestigios que quedaron de esa civilización del parqueo vale la pena descubrirlos, si se camina por San José con la mirada atenta.
Quien haga el ejercicio notará, con asombro, cómo aún esas segundas plantas recogen el espíritu de aquella hermosa ciudad que pretendía, en pequeño, acercarse a las arquitecturas de la Europa culta, arquitectónica y humanista.
Balcones, tapicheles, estilos que responden al art déco, art nouveau, neogótico, neomudéjar, el barroco, entre otros, son los estilos arquitectónicos que, lentamente, irá incorporando en su acervo el caminante que se prepare para hacer de la ciudad josefina una especie de laboratorio cultural, delimitado por su propia mirada.
Y aunque el texto de Barzuna y Ovares por ratos era lapidario, al puntualizar el desastre en que quedó la ciudad, esta, en un ejercicio dialéctico, mantiene elementos dignos de rescatar, que son los que dieron origen y justificaron el esfuerzo investigativo de los autores citados.

“Nos percatamos de que, sin terremotos y sin guerras, se ha destruido casi toda nuestra herencia, víctima de otro tipo de contienda, la de la indiferencia colectiva y los intereses inmobiliarios. Ni siquiera salvan a la pequeña ciudad su carácter de capital, de centro del poder político ni la actividad económica”.
De esas cenizas puede establecerse una ruta que requiere de horas y horas para abordarse, porque se puede empezar en las cercanías de la antigua Plaza de la Artillería, tomarse hacia el norte y luego devolverse por el sector en que se ubica la Casa de los Jiménez de La Guardia y continuar hacia el sur. Posteriormente, es viable ensayar un giro hacia el distrito La Merced y Mata Redonda.
Más que palomas
La Plaza de la Cultura no son solo palomas como parece ser en los últimos años. Todavía la cuadra respira y aspira cultura por los cuatro costados. El imponente Teatro Nacional es referencia obligada para todos los extranjeros que pasan por el país y debería de serlo para los nacionales, que se adentren y participen de las visitas guiadas que resumen su historia.
A pocos metros de la Plaza de la Cultura, donde por más de un siglo estuvo la Librería Lehmann, que debido a las situaciones jurídicas debió trasladarse a la vuelta del edificio que da a la Avenida Central, una cadena fuerte de librerías prepara el lanzamiento de un nuevo espacio.
Independientemente de la marca que está detrás, vendrá a complementar ese oasis cultural que conjugan el Teatro Nacional, la Lehmann, el Teatro Variedades y la propia Plaza de la Cultura.
Precisamente en ella, está disponible una exposición en la que sería valioso detenerse, porque está relacionada con la evolución que en el país han tenido los billetes, en una coyuntura en la que hoy el dinero en físico está camino a la desaparición.
¿Cuáles son los billetes que históricamente han atraído más a los costarricenses? ¿Cuáles figuras políticas están en ellos? ¿Qué parte de la historia se plasma en esta práctica centenaria en el país?
En San José, queda demostrado, se puede hacer cultura gratuita todos los días, si el ciudadano tiene la oportunidad de desacelerar el trajín de su vida cotidiana.
Quien se detenga en la exhibición podrá recordar que la alegoría del café y el banano, que aparece en el reconocido billete de cinco colones, es una obra del pintor italiano Aleardo Villa, y que es una pieza que se encuentra, además, en el Teatro Nacional.
En la exposición, además, se puede constatar que entre 1820 y 1860, el Gobierno de Costa Rica lo que emitía eran vales de pago y no billetes como se conocen ahora.
El primer banco estatal en emitir billetes en Costa Rica, puntualiza la propuesta que puede observarse en la Plaza de la Cultura, fue el Banco Nacional.
Ya antes, no obstante, en 1860, bancos privados de entonces como el Banco La Unión, Banco Anglo y Banco Herediano, pusieron en circulación los primeros billetes en el país.

Reclamo citadino
Paralelamente a esa ciudad que se condena a sí misma en rincones sucios y zonas en las que no prevalece la seguridad, hay otra parte de San José para conocer y disfrutar, y en la que el visitante puede enriquecerse con lo que representa esta capital, que en su momento tuvo varios nombres como Villita, Boca del Monte y Villa Nueva. Fue hasta 1813 cuando alcanzó el título de ciudad.
“En 1813, gracias a las gestiones de Florencio del Castillo —diputado por la provincia de Costa Rica a las Cortes de Cádiz, donde tuvo una actuación brillantísima—, la población de San José fue honrada con el título de ciudad”, escribe Tirza Bustamante de Rivera en su libro La ciudad de San José, ensayo histórico, publicado en 1996, por el municipio capitalino.
Si se recorren sus calles con la premisa de descubrir elementos que hacen de esta ciudad el corazón de Costa Rica, San José puede ser más que un estereotipo, y convertirse en un espacio en el que la historia, la cultura, la música, los libros y, sobre todo, los personajes, como ese gánster que lo espera diagonal al Banco Central, cobran otra dimensión: una dimensión literaria que por derecho propio le pertenece. Y si es en verano, el predominio de la luz cautivará a quienes desanden el camino en esta Boca del Monte.