Cultura

Las revelaciones de la comisión de “asendarios”

Las faltas de ortografía y los horrores gramaticales son solo la punta del iceberg de una cultura en decadencia, que encuentra en los medios

Las faltas de ortografía y los horrores gramaticales son solo la punta del iceberg de una cultura en decadencia, que encuentra en los medios un reflejo de lo que ocurre en sus profundidades.

Una frase, como la muestra de ADN de un individuo, puede revelar sin pretenderlo la genética de dónde proviene, y alumbrar los horizontes a los que debe atenerse una sociedad embriagada por la instantaneidad y los juegos artificiales y glamurosos de las redes sociales, las prisas y el abandono de una educación humanista, que antaño perseguía formar a seres humanos con sólidos valores culturales.

Si Steven Pinker, profesor de la Universidad de Harvard y autor del libro El instinto del lenguaje, sostiene que la mala escritura no es culpa de Internet y que escribir bien siempre ha sido difícil, la visión del bestseller canadiense sirve de marco para echar una mirada a las ‘barbaridades’ que a diario se detectan en los medios de comunicación.

Los medios de comunicación dejan cada vez más traslucir la pobreza del lenguaje que emplean.

Una falta de ortografía, o muchas, como es lo usual hoy en los medios, no es solo un asunto de formalidad y buen gusto, como parece a primera vista, sino que es el síntoma de un mal mayor. Es decir, detrás de ese error se esconden numerosas deficiencias que, en este caso, arrastran los periodistas, situación que se puede extender a otros profesionales como abogados, maestros, profesores, escritores y médicos, entre una larga e infinita lista.

En este contexto, aquel magnífico titular de Enrique Jardiel Poncela: Amor se escribe sin hache, una de sus célebres novelas, empieza a perder toda su carga humorística para transformarse en una verdadera tragedia para el pensamiento y el razonamiento, toda vez que el lenguaje es el vehículo principal para llegar a las profundidades del ser y sobre el que se estructura la cultura en general.

El tema del lenguaje, el conocimiento y los cimientos de una cultura mínima se entrelazan hoy más que nunca en esta actualidad bombardeada por el afán de que las opiniones y las noticias transcurran en tiempo real.

Es en este ámbito, como muy bien lo dijo Jorge Luis Borges, que conviene adentrarse en las razones del por qué el lenguaje es tan significativo para el ser humano y de hecho marca una de las grandes distancias con el resto de los seres vivos.

“Un viento frío sopla del lado del río” no era para Borges una simple frase, sino toda una estructura, sobre la que se traslucían una serie de leyes, composiciones y visiones que hacen del lenguaje una herramienta sin par en el desarrollo de la cultura y del hombre.

La sintaxis, la gramática, la semántica y el contexto en que fue dicha esa frase conllevan un pleno ejercicio del pensamiento y, por lo tanto, no puede asumirse como una rama triste y solitaria desprendida de la boca de un escritor, en este caso de Horacio Quiroga a quien se le atribuye, sino que ella representa en sí toda una visión del lenguaje.

De ahí que la ligereza con que hoy se asume el lenguaje en general, y en particular el escrito, invite a la reflexión sobre este fenómeno, porque funciona como un ejercicio de espejos, de los cuales no siempre emerge la mejor imagen.

Así, por ejemplo, una de las frases que mayor escándalo mediático suscitó hace un par de semanas, fue la emitida por Televisora de Costa Rica en uno de sus noticieros estelares: “Buscan diálogo con diputados de comisión de asendarios”.

Como puede observarse “asendarios” tiene dos errores al hilo, por la falta de esa “h” que medio siglo antes había hecho famosa Enrique Jardiel Poncela, y porque en vez de la “s” debió escribirse con “c”, para que la palabra a la que pretendía aludir el periodista fuera “hacendarios”, y no el neologismo que finalmente surgió de “asendarios”, cuyo significado puntual nadie conoce, a menos que el autor tenga la gentileza de explicarlo.

Centrarse en el yerro podría llevar a conclusiones equívocas, porque detrás del lenguaje, como se puntualizó, opera toda una maquinaria del pensamiento digna de tener en cuenta.

Humbolt, el pionero

Guillermo de Humboldt, en las famosas cartas a Wolf, expresó en 1805 una idea que daría vida a toda una corriente de pensamiento denominada “Tradición relegada” y que también es conocida como el “giro lingüístico”.

Ella se basa en la premisa de que “pensamiento y lenguaje, conocimiento y expresión son esencialmente una y la misma cosa”.

Esa “intuición”, explica Albert Chillón, profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona, y autor de Literatura y Periodismo, una tradición de relaciones promiscuas, daría cabida a “esa toma de consciencia lingüística” que obligaría a esa corriente a bucear en las profundidades del lenguaje, sin quedarse meramente en la orilla o en las grafías de ciertos signos.

El “giro lingüístico”, destaca Chillón en su obra, asume que “no hay pensamiento sin

lenguaje, sino pensamiento en el lenguaje”.

Si para el formalismo ruso o los estructuralistas checos el lenguaje es un mero vehículo

para aprehender la realidad, para la “tradición relegada”, la realidad solo puede ser percibida en y desde el lenguaje. Pareciera, resalta el profesor Chillón, que es un simple matiz, pero en verdad hay hondas diferencias entre una visión y otra.

“Como para Locke, también para Humboldt el lenguaje y el conocimiento son inseparables. Pero lo importante para él está en que el lenguaje no solo es el medio por el cual la verdad (algo conocido ya sin el instrumento del lenguaje) se expresa más o menos adecuadamente, sino más bien el medio por el cual se descubre lo aún no conocido.

Conocimiento y expresión son una y la misma cosa. Esta es la fuente y el supuesto de todas las investigaciones de Humboldt sobre el lenguaje”, asegura Wilbur Marshall Urban en Lenguaje y realidad, citado por Chillón.

Para el escritor y pensador español José María Valverde, en su momento el mayor estudioso de la obra de Humboldt y de su aporte al lenguaje, la idea de que pensamiento y lenguaje son una y la misma cosa, parece una verdad simple y lógica, sin que así lo sea.

“Se trata, simplemente, de que toda nuestra actividad mental es lenguaje, es decir, ha de estar en palabras o en busca de palabras. Dicho de otro modo: el lenguaje es la realidad y la realización de nuestra vida mental, a la cual estructura según sus formas –sustantivos, adjetivos, verbos, etc.: su sintaxis, tan diversa en cada lengua, sus melodías de fraseo”.

Lo que plantea Valverde a partir de la corriente desatada por la intuición de Humboldt, le da vuelta a la forma en que por lo general se asume el lenguaje, lo cual se refleja en las diferentes manifestaciones de la vida cotidiana, científicas, académicas y de la prensa en particular.

“La realidad, entonces, no es que –como se suele suponer entre muchas personas cultas—haya primero un mundo de conceptos fijos, claros, universales y unívocos, y luego tomemos algunos de ellos para comunicarlos encajándolos en sus correspondientes nombres; por el contrario, obtenemos nuestros conceptos a partir del uso del lenguaje.

Ciertamente, casi nadie suele ocuparse de ello, porque solemos dar el lenguaje por supuesto, como si fuera natural, lo mismo que el respirar”.

Más allá de las apariencias

Si por el lenguaje pasa toda la actividad mental que permite la reflexión y el análisis, resulta de suma preocupación los resultados surgidos, por ejemplo, de las pruebas del Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes (PISA), en las que se confirmaba que los estudiantes costarricenses, en vez de mejorar en el apartado de comprensión lectora, habían retrocedido. Se pasó de un puntaje de 436 en el año 2012 a 427 en el 2016.

De igual manera, las universidades, en especial las estatales, han constatado que un buen segmento de los estudiantes que acceden a estos centros arrastran serias deficiencias en cuanto al lenguaje escrito.

Se les dificulta la estructura de un párrafo que esté acorde con los preceptos básicos de la gramática, y las pruebas han corroborado, también, que esos estudiantes encuentran serias dificultades para comprender el significado de textos relativamente simples.

Lo anterior engarza con el hecho de que escribir “asendarios” o “alago” o “comersio” no son simples yerros de levantado de texto o de no querer someterse a una disciplina como la ortográfica, sino que en el fondo hacen que en la superficie surjan deficiencias que tienen relación con la capacidad de conceptualizar la realidad, de aprehenderla y de analizarla con categorías del pensamiento que permitan a su vez apropiarse del lenguaje.

El fenómeno se asocia, entre otras variables, a la falta de un hábito de lectura, a deficiencias en la educación que reciben esos estudiantes y a la preponderancia de una cultura visual por encima de una basada en el lenguaje escrito.

Al respecto, el crítico literario vivo más importante de Estados Unidos, Harold Bloom, afirmaba en su libro Cómo leer y por qué, que la lectura fomenta el pensamiento lineal y profundo, al tiempo que advertía de que la lectura es un “placer difícil”.

“No leais para contradecir o impugnar, ni para creer o dar por sentado, ni para hallar tema de conversación o disertación, sino para sopesar y reflexionar”.

En sopesar y reflexionar está la clave, solo que con la irrupción de las nuevas tecnologías los hábitos de lectura se ha modificado, como bien lo apunta Nicholas Carr en Superficiales: ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?

Bloom resalta que para apropiarse de ese lenguaje que le permita al individuo intentar trascender su existencia mecanizada, es imprescindible la lectura como un ejercicio supremo del pensamiento:

“La niñez pasada en gran medida mirando la televisión se proyecta en una adolescencia frente al ordenador, y la universidad recibe a un estudiante difícilmente capaz de acoger la sugerencia de que debemos soportar tanto el haber nacido como el tenernos que morir; es decir, de madurar”.

Esa incapacidad para reflexionar y sopesar, a su vez, trasciende la vida entera y se trasluce en una sociedad con individuos poco pensantes, con una gran incapacidad para el análisis y para asumir más la posición de técnicos que de verdaderos profesionales en sus respectivos campos, con una capacidad mínima para asumir los retos más allá de sus respectivas disciplinas. Es lo que José Ortega y Gasset llamó la “Barbarie del especialismo” en su libro La rebelión de las masas.

“Una cultura universitaria en la que la apreciación de la ropa interior de la cultura victoriana sustituye a la apreciación de Charles Dickens y Robert Browning, recuerda las vitriólicas satíricas de Nathanael West, pero no es más que la norma. Una consecuencia involuntaria de esa ‘poética cultural’ es que no puede surgir un nuevo Nathanael West , pues semejante cultura universitaria no podría soportar la parodia”, apunta Bloom.

La totalidad del lenguaje

Sin una apropiación del lenguaje consciente o inconscientemente no se llega muy lejos. Y es lo que afirma Friedrich Nietzsche, quien fue incluso más allá de lo que planteaba Humboldt.

Para Nietzsche, no existen en verdad los tropos o figuras del lenguaje, porque el lenguaje en su totalidad es esencialmente retórico.

“… La retórica es una continuación de los medios artísticos situados en el lenguaje”. Y agregaba: “no hay ninguna naturalidad no-retórica en el lenguaje, a que se pudiera apelar: el propio lenguaje es el resultado de artes puramente retóricas”.

A la luz de estos preceptos, la vida mental pasa y se sostiene en el lenguaje, de ahí que su dominio, en especial el lenguaje escrito, no es un tema menor en la cultura e invención del ser humano, sino que es capital en su concepción y desarrollo.

De ahí que sin importar el campo de acción –ciencia, cultura, política, economía, literatura—el lenguaje es la esencia por la que el ser conoce y se expresa.

De modo tal que cuando en las redes sociales y en los medios de comunicación se observan usos del lenguaje que se alejan o contradicen las normales elementales de la gramática, la sintaxis y la ortografía, ello es una muestra de que las bases sobre las que esa sociedad estructura su pensamiento son, en el mejor de los casos, débiles.

No todo es culpa de Internet

Si bien Carr sostiene que con el advenimiento de Internet la idea de Marshall McLuhan de que el “medio es el mensaje” cobró de nuevo relevancia, al convertirse la red de redes en el medio por excelencia, las consecuencias de un pensamiento superficial tiene otras aristas.

Una de ellas es el abandono sistemático en la cultura occidental de relegar la enseñanza de las humanidades. Primero se eliminó el latín, por considerarse una lengua muerta, luego vino la separación del griego, y después han sido las humanidades –literatura, filosofía y artes—las que ha ido perdiendo relevancia frente a una enseñanza técnica, no ya en institutos, sino en universidades y centros de secundaria, en las que en años pasados se alardeaba de su visión humanística.

Con este panorama, la trascendencia que tiene el lenguaje para el pensamiento y la expresión han venido a ser del interés de un reducido grupo de académicos e investigadores, quienes se niegan a rendirse ante el auge de la tecnología, como vía única y principal para aprehender el mundo.

Así, del siglo de la ilustración (S. XVIII) se pasó a la era industrial y en la actualidad a la tecnológica, en la que la razón de ser del ser humano ha sido desplazada por una voracidad material en todos sus frentes.

En este contexto, se educa ante todo a los jóvenes para la sobrevivencia y no para asumir la vida con todos sus retos, como lo recordaba Bloom.

Y aunque Internet, como lo apunta Carr, incide directamente en la forma en que el cerebro moldea sus conexiones (sinapsis) y en cómo estas se entrelazan con un análisis más superficial de la realidad, no todo es el resultado de la red, sino que también del haber abandonado esa estela de pensamiento profundo que solo la lectura proporciona.

“Como sugería McLuhan, los medios no son solo canales de información. Proporcionan la materia del pensamiento, pero también modelan el proceso de pensamiento. Y lo que parece estar haciendo la Web es debilitar mi capacidad de concentración y contemplación. Esté online o no, mi mente espera ahora absorber información de la manera en la que la distribuye la Web: en un flujo veloz de partículas. En el pasado fui un buzo en un mar de palabras. Ahora me deslizo por la superficie como un tipo sobre una moto acuática”, asegura Carr.

En el fondo, plantea Carr, es un mano a mano entre la era digital y la era Gutenberg, en la que esta última se presentaba más apta para la concentración, la meditación y el pensamiento, herencias de esa lectura lineal y sopesada.

El sello de la lentitud

Si la era digital se caracteriza porque todo se vive en tiempo real: el 11 de septiembre de 2001, el reciente terremoto de México, los actos terroristas de Barcelona, el atentado en Londres, el tuit incendiario del Presidente Donald Trump e incluso los pseudoencantos de las modelos de moda, que disparan cada 30 segundos en Instagram, la era del pensamiento profundo se caracterizaba por la profundidad y el razonamiento, lo que de nuevo auspicia a las mil maravillas la lectura.

Ante ello, si no se vuelve sobre esa ruta, los horrores en ensayos, periódicos, novelas, cuentos y comunicaciones en redes sociales seguirán proliferando, y no solo son la marca de un descuido ocasional, como pretende verse, sino el sello indiscutible de una cultura que se hunde en la superficialidad, mientras Shakespeare, Dante, Homero, Heródoto, Virgilio y Cervantes, para citar a unos pocos, duermen la siesta eterna del olvido por los tuits que inundan el pensamiento de los internautas.

En un mundo globalizado y que vive en tiempo real sus acontecimientos parecería contradictorio apelar a la lentitud y el reposo para permitirse la posibilidad de reflexionar y sopesar, artes en clara extinción en la actualidad.

Y es, de nuevo, Nietzsche, quien en su visión de la filología en el prólogo a Aurora, resume con absoluta belleza y hondura, la aspiración a la cual debería aferrarse el hombre moderno para recobrar la posibilidad de reflexión y análisis, frutos inequívocos del árbol del lenguaje.

“Filólogo quiere decir maestro de la lectura lenta, y el que lo es acaba también por escribir lentamente. No solo el hábito, sino también el gusto –un gusto malicioso, acaso—me llevan ahora por este camino. No escribir más que aquello que pueda desesperar a los hombres apresurados. La filología es un arte venerable, que pide ante todo a sus admiradores que se mantengan retirados, tomarse tiempo, volverse silenciosos y pausados; un arte de orfebrería, un oficio de orífice de la palabra, un arte que pide trabajo sutil y delicado, en que nada se consigue sin aplicarse con lentitud”.

Con este arte es poco probable que alguien alardee en el noticiero de máxima audiencia del país, sobre lo que hace la comisión de “asendarios”, no ya tanto por el neologismo lanzado a las esferas astrales de la televisión y la Internet, sino porque desconoce que detrás de él revela su propio ADN cultural y su mayor secreto.

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