Cultura

La voz de los sin nombre en Brasil 

El 8 de agosto murió Pedro Casaldáliga, el obispo de la Teología de la Liberación, que desafío a la jerarquía católica y desantendió las múltiples amenazas de muerte de los terratenientes en el estado de Mato Grosso.

Sus palabras y acciones se adentraban en el vacío inmenso. De vez en cuando, el eco devolvía alguna consigna rescatada del silencio. Era un juego de silencios y contrasilencios. Mientras tanto, afuera, en el mundo, la realidad aplastaba a los suyos: los pobres entre los pobres.

Fue subversivo desde el primer día que le ordenaron. No temía a la muerte. Tantas veces había sido amenazado, que llegó al extremo de que mataron a un cura que lo confundieron con él. Pedro Casaldáliga murió de muerte natural el 8 de agosto de 2020, tras superar una vida expuesta al peligro a causa de sus convicciones y de sus posturas innegociables en pro de aquellos que carecían de voz. 

La población de Sâo Félix do Araguaia, en el estado de Mato Grosso, Brasil, en la Amazonía, lo recibió en 1971 cuando fue designado obispo de esa región y ya nunca más iba a salir de ahí, pese a que su vida estuvo en riesgo por décadas. 

Fue un representante fiel de la Teología de la Liberación, la misma que fue aplastada por Juan Pablo II, el Papa polaco que en su momento se alió con Rónald Reagan para combatir al comunismo, y quien rechazaba el acercamiento a las ideas marxistas de ese movimiento, que había echado a andar el teólogo Gustavo Gutiérrez en Perú.

Su vida austera iba en consonancia con lo que predicaba. Casaldáliga, quien había nacido en Balsareny, Barcelona, en una familia de campesinos, el 16 de febrero de 1928, era criticado por el poder vaticano, por causa de su discurso innegociable a favor de los más pobres.

Llegaron incluso a cuestionarlo porque algunos consideraban que su vida era demasiado austera. Tenía una casa, que otros denominaban choza, donde solo vivía con lo básico. 

Quienes lo visitaban podían palpar cómo vivía ese sacerdote claretiano que no temía que sus posiciones tuvieran una connotación política en el sentido aristotélico del término en primer lugar, pero iba más allá. Quería dejar patente cómo el mundo vivía en una falsa democracia. La llamaba la democracia de los poderosos. Una falsa democracia. Excluyente. Cercana a los círculos de poder. Cualquier parecido con un país latinoamericano como Costa Rica o el resto de la región ha de ser mera coincidencia o intuición de un Casaldáliga, quien parecía llevar a cuestas una máxima de José Martí, sin que en teoría la conociera: “No se debiera escribir con palabras, sino con hechos”. 

Lo suyo era ese predicamento a favor de los más desposeídos. Cuentan que una vez lo convocaron a la Conferencia Episcopal de Brasil a una reunión y se demoró tanto en llegar como si le hubiera dado la vuelta al mundo, porque hizo el trayecto en bus. Alguno de los obispos le recriminaron que para qué perder tanto tiempo si existían otros medios más directos para llegar al lugar previsto.

Casaldáliga le respondió de una manera sencilla y sin hacer ningún alarde retórico: “Perdí el mismo tiempo que mis campesinos pierden para venir a vender un saco de maíz”.

Poesía y vida

Casaldáliga se consideraba un revolucionario en todo el sentido de la palabra. Le gustaba que le consideraran un subversivo. De hecho, la carta pastoral que publicó en 1971, cuando le designaron como obispo, fue prohibida por las autoridades brasileñas.

Junto a ese hacer de reivindicar a los pobres, que tenía a la Teología de la Liberación como marco de referencia, fue escribiendo su obra en prosa y en verso, siempre bajo la guía de buscar un mundo diferente. Una relación distinta con el ser humano y la naturaleza. 

Dejó una amplia bibliografía para aquellos que quieran descubrir en sus libros su pensamiento. Entre ellos se encuentran: Palabra ungida (1955); Una iglesia de la amazonía en conflicto con el latifundio y la situación social (1971); Clamor elemental (1971); Tierra nuestra, libertad (1974); Yo creo en la justicia y en la esperanza. El credo que ha dado sentido a mi vida (1976);  Nicaragua, combate y profecía (1986); La muerte que da sentido a mi credo (1977); Cantares de la entera libertad (1984); El tiempo y la espera (1986); Todavía estas palabras (1989); Al acecho del reino (1989) y El vuelo del quetzal (1989). 

Su verso era sencillo, directo, transparente. Exento de retórica, iba derecho a las cosas, como aconsejaba Baltasar Gracián. 

“Al final del camino me dirán:
—¿Has vivido? ¿Has amado?
Y yo, sin decir nada,
abriré el corazón lleno de nombres”. 

Cuatro versos, en apariencia insignificantes, pero en ellos resumía una vida dedicada a la idea de que la revolución del pensamiento, del evangelio y de las acciones. Podían dar como resultado un hombre nuevo, ese hombre nuevo que abanderaron los ideólogos de la Teología de la Liberación que acabó aplastada por el Vaticano de Juan Pablo II. 

El poeta, el hombre de a pie, transmitía en sus versos un ansia de libertad, de solidaridad, de sentido comunitario que lo llevaron a tener que luchar a lo largo de su vida contra las clases poderosas y con la visión política de la iglesia católica que también terminó por marginarlo.

“Es tarde
pero es nuestra hora.

Es tarde
pero es todo el tiempo
que tenemos a mano
para hacer el futuro.

Es tarde
pero somos nosotros
esta hora tardía.

Es tarde
pero es madrugada
si insistimos un poco”.

La poesía en Casaldáliga, más que una expresión poética, era un complemento a lo que dedicó toda su vida: el prójimo, término que para él no tenía solo connotaciones religiosas sino también sociales y políticas. Y el más próximo que encontraba siempre era al indígena, al campesino que desde su óptica casi siempre era víctima de los terratenientes y de los poderosos.

Su ejemplo de vida y prédica no la limitó solo a Brasil, aunque ahí se focalizó, sino que más bien tuvo sus pasos por esa Centroamérica que vivió sus años de la Guerra Fría en bullía de desafíos, dolores y esperanzas.

Sustento de sus luchas

Antes de que Juan Pablo II llegara al Vaticano en 1978, ya Casaldáliga se había dejado seducir por esa idea de darle una nueva lectura al evangelio, opción que alimentaban en América Latina teológos como Leonardo Boff, Gustavo Gutiérrez e Ignacio Ellacuría, entre otros.

Esta Teología de la Liberación, término acuñado por Gutiérrez, en una conferencia pronunciada en Chiombote, Perú, fue la que posteriormente dio pie al libro que con dicho nombre daría al movimiento una identidad y una visibilización. 

El texto data de 1971, justo la misma fecha en que Casaldáliga llegaba a Brasil con una idea de darle voz y nombre a los indígenas empobrecidos y a una comunidad de trabajadores explotados por los grandes terratenientes.

Ello sumado a su carta pastoral subversiva y sin ningún ánimo de complacencias con la burguesía, le traería innumerables problemas a este obispo de origen catalán.

La asunción de Juan Pablo II al poder sería un obstáculo para todos aquellos que comulgaban con la idea de una relectura del evangelio, a partir de la cual podría surgir una nueva visión, que los sectores conservadores casi de inmediato asociaron con postulados marxistas.

El Concilio Vaticano II y el encuentro de Medellín en 1968 fueron elementos que potenciaron la idea de una teología que volviera la mirada hacia sectores totalmente desfavorecidos en el panorama latinoamericano.

Sin embargo, al Papa no le interesaba en absoluto que se asociara a su Iglesia con una opción preferencial por los pobres y una lectura que rompiera con el dogma.

Por ese motivo, Casaldáliga fue llamado al Vaticano en 1988 por Karol Wojtyla, en un encuentro que le generó amargura por la forma en que fue tratado por el Pontífice.

Juan Arias, periodista experto en el Vaticano, relataba así aquella experiencia del obispo de los olvidados, como también se le conocía a Casaldáliga: “Fue llamado una vez por el papa Juan Pablo II a Roma para rendir cuentas. Era la primera vez que salía de Brasil donde había prometido morir. Ni siquiera fue a España cuando murió su madre. La visita al Papa polaco no fue serena. Recuerdo que salió de los Palacios Pontificios con un visible dolor en su rostro. El Papa le había recriminado sus “excesos” en las causas que defendía. Y Casaldáliga no se plegó. Le recordó que él tenía un compromiso con Pedro, el apóstol y no con los enredos de poder del Vaticano”.

La propia voz de Casaldáliga en su libro Espiritualidad de la Liberación deja claro el camino ideológico elegido: “Yo considero que Teología de la Liberación equivale a decir Teología de la Revolución. Y, por lo tanto, esta es una Espiritualidad de la Revolución (entendiendo la Revolución en un sentido más trascendente que el que tuvo la ex-Revolución de Octubre). 

Es también, por qué no decirlo, una espiritualidad del socialismo. O dicho de otro modo, la espiritualidad de una utopía universal. 

Es también una espiritualidad política. Ya había dicho Gandhi que quien cree que la religión nada tiene que ver con la política es que no tiene ninguna idea de qué cosa es religión”. 

La opción a la que se había adscrito Casaldáliga fue ampliamente cuestionada y rechazada por el Papa. Así, por ejemplo, el viernes 4 de marzo de 1983 se iba a producir una imagen que le daría la vuelta al mundo. El arribo de Wojtyla a Nicaragua estaría marcado por un Ernesto Cardenal arrodillado intentando besarle la mano al Obispo de Roma, mientras este lo reprendía delante de las cámaras.

“En el aeropuerto de Managua, mientras Juan Pablo II  saludaba a los miembros del gobierno sandinista, el padre Ernesto se quitó la rápidamente la boina negra, y, cuando el Papa llegó junto a él, cayó de rodillas y le tomó la mano para besarla. Sin embargo, Juan Pablo II la retiró y, con el rostro enrojecido, levantó el dedo índice derecho y lo reprendió: “Debe arreglarse con la Iglesia; debe arreglar su posición con la Iglesia”. Enseguida, para evitar cualquier contacto con el ministro-monje, el Papa juntó ambas manos, inclinó levemente la cabeza y siguió su camino”. Así cuentan el desencuentro entre Juan Pablo II y Ernesto Cardenal, Carl Bernstein y Marco Politi en la página 392 del libro Su Santidad, edición castellana de 1996 de la Editorial Norma. 

Ese cura que reprendía Juan Pablo II no era un actor social cualquiera, sino que, además de Ministro de Cultura del gobierno de Daniel Ortega, era simpatizante de la Teología de la Liberación.

Los postulados de esta visión, dentro de la Iglesia católica, chocaron con el Papa polaco, quien también iba a tener una postura fuerte con el propio Óscar Arnulfo Romero, quien tenía una posición de respaldo a los más desfavorecidos de El Salvador, y sería asesinado el 24 de marzo de 1980, cuando oficiaba una misa.

Dentro de ese contexto de rechazo, tuvo que moverse casi siempre Casaldáliga, para quien la Teología de la Liberación era una especie de faro, al coincidir con esa ideología que busca aliviar la situación de millones de latinoamericanos hundidos en la pobreza material.

Así como él fue reprendido en su viaje a Roma, otro de los simpatizantes del movimiento, Leonardo Boff, también sufriría la descalificación por el Vaticano, que lo inhabilitó en 1985 por un período de año y medio, hasta el punto de que en 1992 renunció a su sacerdocio.

El compromiso de Casaldáliga como pastor y como pensador de un sector empobrecido de la sociedad brasileña estaría en todo momento amenazada por los intereses económicos de los terratenientes, quienes sabían que ese obispo subversivo no contaba con el respaldo del poder Vaticano. 

Casaldáliga, no obstante, logró que en su tierra de Cataluña le reconocieran su vocación social y humana en pro del bien común, así como en otras regiones del mundo.

En 1990 recibió la Cruz de San Jordi, uno de los reconocimientos más importantes en Cataluña, y el Premio Internacional de Cataluña en 2006. También fue distinguido con un doctorado honoris causa de la Pontifícia Universidad Católica de Goiânia y el Premio de Psicología Paulo Freire.

Aunque como se aprecia a lo largo de su vida –murió a los 92 años– a Casaldáliga le pasaban de largo los reconocimientos. El mayor que recibió fue el cariño de los habitantes de Sâo Félix do Araguaia, donde le consideran un verdadero líder que tenía el mérito inmenso de predicar con el ejemplo. 

Esa condición lo convertía en una rara avis en un subcontinente donde no es extraño que a los gobernantes e incluso a los eclesiásticos se les termine enjuiciando, por corrupción a los primeros y por pederastas a los segundos.

La gente, la ecología, la tierra, la dignidad convivían en el mismo verso que Casaldáliga siempre llevó consigo, en una muestra de coherencia impropia en los tiempos actuales.

En su memoria

El profesor de Humanidades, Jordi Mir, de la Universidad Pompeu Fabra, recién fallecido Casaldáliga, pedía en un artículo que era la hora de no olvidar los postulados del obispo-poeta-subversivo, quien había renunciado a una vida cómoda dentro de la jerarquía de la Iglesia católica para comenzar un largo caminar con los desposeídos.

Si queremos ser honestos con él, no olvidemos sus causas. Que su vida no esconda sus causas. Sus causas continúan. Reconozcamos su subversión, que es individual y colectiva. Casaldáliga o Pere Libertat, como fue conocido, nos deja un pensamiento sobre la libertad y la democracia profundamente subversivo y que hoy continúa vigente en São Félix do Araguaia, donde pasó buena parte de su vida”. 

Como recuerda Mir, para Casaldáliga el concepto de democracia se hacía muy estrecho, en una sociedad marcada por la desatención de millones de personas, sobre todo en lo que se llamó el tercer mundo, que denominan países en vías de desarrollo.

“Casaldáliga nos dice que no hay democracia en el mundo, solo hay democracia para algunas personas. La democracia como privilegio, la libertad como privilegio. Como él decía, mientras haya personas paradas, migradas consideradas ilegales, pobres o empobrecidas… no habrá democracia. Tampoco paz. La paz es fruto de la justicia. La libertad y la democracia nacen de la justicia comunitaria. Las crisis que vivimos (pandemia) no tienen salidas individuales”.

El 8 de agosto, después de sufrir durante más de una década del mal de Parkinson, Casaldáliga perdió su última batalla, y aunque cuando había cumplido sus 75 años se vio obligado a renunciar como obispo, nunca dejó de consagrarse a los indígenas, a los peones y a los pequeños productores que encontraban en él una inspiración para las luchas de cada día.

Al morir, sus versos siguen hablando por él y continúan retratándolo con una contundente claridad, como si fueran río interminable que unía su pensamiento, su entrega y su acción: 

“No voy,
va mi palabra.
¿Qué más queréis?
Os doy
todo lo que yo creo,
que es más que lo que soy”.

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