En clave del género de horror, el director de cine Jayro Bustamante (Guatemala, 1977) presenta su tercer largometraje La Llorona, basado en la leyenda popular que cuenta la historia de una mujer que luego de ser abandonada por un hombre ahoga a sus hijos en un río.
La Llorona es condenada a vagar por la tierra penando por su filicidio, y los lamentos desgarradores y la figura de la mujer aterrorizan a los mortales.
Luego de mostrarse en setiembre de 2019 en la sección Giornate degli Autori del Festival Internacional de Cine de Venecia y obtener el GdA Director’s Award, la empresa costarricense Pacífica Grey finalmente la proyecta en el Cine Magaly, Cinemark Oxígeno, Curridabat y Escazú hasta el 11 de noviembre, mismos días que está en cartelera en Ciudad de Guatemala.
En la película de Bustamante, esta especie de Medea no es “mala”; al contrario, es una heroína proveniente del pueblo indígena de origen maya que restituye la justicia por el genocidio perpretado por el general dictador Efraín Ríos Montt, que a inicios de la década de los ochenta instauró un régimen de terror en Guatemala entre 1982 y 1983.
Tanto en ese periodo como en la actualidad, los “comunistas” fueron considerados enemigos del Estado, y esta fue la justificación para la sanguinaria persecución y el exterminio contra el pueblo, especialmente contra las personas indígenas.
Según relata Bustamante, desde París en entrevista con este semanario, decir comunistas es un insulto en su país natal, aún cuando ya el ideal político no exista.
En Guatemala, “comunista”, “indio” y “hueco” son los peores insultos que puede recibir una persona y por eso ese tríada denigrante se convirtió en la materia para realizar los tres largometrajes de su autoría: Ixcanul (2015), Temblores (2019) y La Llorona (2019).
De la mano con el director de fotografía costarricense Nicolás Wong, La Llorona se creó y produjo a partir del lenguaje del género del horror, sin los excesos, clichés y eficacia simplona propios del cine comercial.
“Tratábamos de no caer en la trampa de esa eficacidad, porque es muy placentero trabajar con el género de horror. La idea era que la técnica y el lenguaje cinematográfico del horror no se comiera el horror de la realidad del tema. ¿Cómo volvíamos de nuevo a un drama político para no irnos de lleno al horror? Lo que realmente nos dejó el ejercicio fue el haber aprendido a controlar ese género que es tan fuerte y ágil”, afirmó.
¿Cómo fue el proceso de producción de La Llorona?
—Cuando presentamos La Llorona en (el Festival de Cine de) San Sebastián en 2018 como proyecto de desarrollo y nos ganamos un premio, hice una entrevista para la revista Variety contando de qué trataba la película y pensando en que la revista no iba a ser leída en Guatemala. Sin embargo, se filtró y a partir de ahí comenzamos a recibir mensajes anónimos de gente que nos aconsejaba no hacerla. En Guatemala hay una entidad de defensores de los defensores de los derechos humanos, y las Naciones Unidas nos hizo un estudio de riesgo y nos dijeron que estos consejos al ser anónimos parecían amenazas. Entonces decidimos darnos prisa para hacer la película.
Yo tengo una empresa en Francia (Les Films du Volcan) y una en Guatemala (La Casa de Producción), y la película la coprodujimos entre las dos. Mi socio francés puso todo el cash flow en préstamo y nos ganamos el apoyo del Centro Nacional de Cine Francés, más el premio de San Sebastián. Con eso produjimos la película. Nosotros empezamos mostrando el guión en San Sebastián en agosto del 2019 y en agosto del 2020 estábamos mostrando la película en Venecia. Así que realmente corrimos para hacerla. Hicimos todo el proceso de desarrollo, producción y posproducción en un año. Fue una trampa de alguna manera porque como las tres películas son un tríptico, las tres existen desde el inicio desde el 2014. La Llorona venía mucho más madura porque yo venía haciendo investigación. Escribí el primer draft del guión, y luego invité a Lisandro Sánchez, que es mi coescritor, e hicimos nuevas versiones.
Profundicemos en el tríptico que conforman tus películas Ixcanul, Temblores y La Llorona. ¿Cómo surge la idea de hacer estas tres películas?
—Desde 1999 vivo entre Francia y Guatemala. Cuando vuelvo a Guatemala siento que las cosas no evolucionan con respecto a la discriminación del lenguaje y quería abordar ese tema, hablar de la discriminación de los insultos que utilizamos, y que no solo me preocupan por el hecho de que sean insultos que siguen abriendo esa brecha de separación, sino porque son insultos de los que estamos orgullosos como sociedad. El primer insulto es “indio”. En Guatemala más del 70% de la población es de origen maya, lo cual significa que estamos insultando a la mayoría de nuestra población simplemente por sus orígenes; el segundo insulto es “hueco”, que es homosexual hombre. Cuando alguien te trata de hueco no solo está diciendo que sos un hueco para llenar por un falo —porque eso es lo que significa el apodo—, sino que tiene una connotación más grave pues es alguien que se feminiza y feminizándose se rebaja, entonces en el fondo es un insulto mucho más misógino que un insulto a la comunidad LGTB. El tercer insulto es el de “comunista”, pues desde los cincuenta ser comunista se volvió el enemigo del Estado. Hoy en día no es el ideal político, porque ya ni siquiera hay comunistas reales en el mundo. Hoy en día se les llama comunistas a todos aquellos que defienden los derechos humanos, los derechos individuales, los derechos sociales. Cuando vos te das cuenta que defender los derechos de nosotros es algo digno de insultar, entendés porqué en nuestro país hubo genocidio.
Tomás una leyenda muy popular y, como dicen ahora, la deconstruís para reivindicar al pueblo guatemalteco, que a inicios de la década de los ochenta fue víctima del general genocida Efraín Ríos Montt y su régimen de terror.
—En principio fue algo casi demagógico. Yo sabía que hacer un drama sobre la historia reciente de Guatemala podía funcionar en el extranjero pero no con el público local, porque los guatemaltecos no quieren hablar del genocidio, piensan que si mirás tu historia te vas a convertir en una estatua de sal. Solo quieren ir para adelante, olvidar el pasado y meter a los muertos debajo de las alfombras. Entonces me dije: hay que encontrar un anzuelo para poder pescar la atención de la audiencia. Hicimos un estudio de mercado en el que descubrimos que para los guatemaltecos lo máximo que miran de cine son dos géneros: horror y superhéroes. En ese momento murió Ríos Montt; estábamos comentándolo con el equipo de filmación y alguien dijo “no se murió, se lo llevó la llorona”. Ese fue el clic, pues nos podía servir porque es casi que una heroína en Guatemala, y tiene todos los elementos del género de horror. Además nos permitió transformar a la Llorona, quitarle ese lado misógino de una mujer que llora porque un hombre la abandona y mata a sus hijos, y hacer que la llorona que fuera una madre tierra que llora de sufrimiento por lo que le ha pasado a su región; que llora a todos sus hijos desaparecidos. Sobre todo era muy interesante amarrar esto con las otras causas como la indígena, con ese personaje indígena que es abandonada por un blanco, llora por ese paternalismo heteronormativo de un caucasiano que oprime a las mujeres y a todo el pueblo de la mujer.
Ficcionás los últimos días del dictador Ríos Montt y destapás ese horror que vos mismo decís que es un tabú… ¿Es un tabú en Guatemala hablar de la discriminación, de la guerra, de los muertos, del genocidio?
—Es un tabú real. Ser de izquierda es tabú… yo por ejemplo, no es que sea particularmente de izquierda en mi país porque ni siquiera existe la izquierda; puedo comulgar más con las ideas sociodemocráticas. Cada vez que hablás de los problemas sociales te catalogan de izquierda, izquierda es comunista y volvés al insulto.
Sigue siendo un gran tabú hablar de la historia reciente, como también lo es hablar de la discriminación de los mayas. Vos le podés decir a la gente que somos un país íntegramente discriminatorio, cuya fuerza era la mano de obra de estos nuevos esclavos, y la gente te responde: “ay no, a mis inditos yo los quiero un montón, nosotros no los discriminamos”. En primer lugar no son tus inditos; en segundo, no porque les pongás el diminutivo los discriminás menos. La gente todavía no se da cuenta de eso. Somos una región que recientemente empieza a tener cine, espejos, y no hay que olvidar que en Guatemala toda las generaciones de pensadores y artistas tuvieron que irse o los desaparecieron.
Hacés esta ficción a partir de la figura de Ríos Montt y mostrás a su familia encerrada en la casa, que genera un contraste con el afuera donde ocurre esa realidad. Incluso a nivel sonoro, en la casa hay silencio y afuera está todo en ebullición…
—Hay dos cosas: la primera era que yo quería partir de los hechos reales, pero no me interesaba partir de la intimidad de los personajes reales. Quería partir de los hechos que ese señor desencadenó, y sobre todo partir de él como un ejemplo de todas las dictaduras en América Latina. Cuando hablaba en universidades francesas la gente me decía: “pareciera que todos los dictadores latinoamericanos fueron a la misma escuela a aprender”; y yo les decía: “sí, se llama la Universidad de las Américas y existe y todos fueron a esa misma escuela”.
Todos estos dictadores tienen un punto en común y es que se reivindican como héroes hasta el día de su muerte; nadie reconoce ninguna de sus responsabilidades. Entonces, ¿qué pasa en la noche cuando estás confrontado con tu ser mismo, con tus miedos, con tus responsabilidades, quién te pide cuentas cuando ya no tenés a la prensa a la que le podés decir que todo es una mentira? Partiendo de ahí me dije que tal vez esto ni siquiera lo que se narra en la película es real, quizá La llorona nunca llegó a la casa, quizá esto es una psicosis familiar en la que todos se imaginan que eso está pasando; que en realidad esos manifestantes nunca estuvieron ahí y en el fondo son solo las almas de los desaparecidos. Al final Alma (la Llorona) no es más que una excusa.
Hay una diferenciación marcada entre géneros, las mujeres de la casa tienen atisbos de conciencia frente a un hombre que comete estas atrocidades.
—A mí me gusta mucho trabajar con personajes femeninos, me siento más cómodo. Me gusta más su capacidad de heroísmo que la capacidad de los masculinos, pero no es porque las mujeres tienen más capacidades que el hombre, es porque creo que los seres oprimidos en algún momento tienden a una explosión; tienden a una empatía más grande. Lo que queríamos decir en la película es: es este grupo de mujeres que La llorona posee y es este grupo de mujeres que se despierta. La sociedad guatemalteca está compuesta por un 54% de mujeres; todas viven en opresión, incluso aquellas que están en mejores situaciones. Si un día ese 54 % se despierta, pues son la mayoría, y eso sería realmente una revolución sin tener que agarrar armas.
En cuanto al género de horror, ¿cómo te apropiaste de ese lenguaje, te significó aprender tu oficio desde otra perspectiva?
—El género de horror es muy eficaz porque la audiencia se pone con el corazón abierto para que la asustés. Lo que Nicolás Wong (director de fotografía) y yo tratábamos de hacer era no caer en la trampa de esa eficacidad, porque es muy placentero trabajar con ese género. La idea era que la técnica y el lenguaje cinematográfico del horror no se comiera el horror de la realidad del tema. ¿Cómo volvíamos de nuevo a un drama político y no irnos de lleno al horror? Lo que realmente nos dejó el ejercicio fue el haber aprendido a controlar ese género que es tan fuerte y ágil.
Con respecto a la banda sonora, no usás el recurso como generalmente se utiliza para empujar las emociones; al contrario, es una banda sonora sutil.
—Queríamos estar muy amarrados a la realidad y cuando nos salíamos de la realidad, más que tener una orquesta, queríamos integrar elementos de la Llorona como el agua, el bambú, los sapos, los grillos, elementos acuáticos. El sonido estuvo presente en esta película más que en mis otras dos casi desde el guión, porque el sonido y el exterior iban a ser un personaje.
En la dirección de fotografía y de arte enfatizás en la composición plástica; los personajes forman conjuntos sin movimiento, formando una imagen que resulta incluso perturbadora en algunos momentos.
—Desde muchos puntos de vista vimos muchas películas de referencias, pero sobre todo pinturas. Vimos mucho renacentismo porque queríamos jugar con la oscuridad y la claridad, y eso nos fue ayudando a componer los cuadros, no teníamos ganas de tenerle miedo al esteticismo. Incluso al inicio era complejo para los actores porque cada pie estaba marcado, las actrices sobre todo tenían ese problema de que cada punto donde ponían los pies tenía una marca para que la posición terminara ahí, y al inicio fue problemático pensar que si las estaba amarrando tanto si iban a poder interpretar y dar, pero luego ellas mismas se sentían más libres estando tan amarradas físicamente porque podían crecer por dentro.
En Temblores y La Llorona tenés un estilo dramático/lacónico, ¿por qué te gusta ese registro?
—Es propio de mi cultura que es una cultura más lenta y parsimoniosa. Yo crecí en las altas montañas: la Ciudad de Guatemala y el pueblo donde crecí. No somos caribeños, somos mucho más montañosos. Somos más reverentes con las cosas, tenemos más protocolos, y todo eso se siente en la vida cotidiana; también nuestra manera de hablar como telenovelesca con frases construidas. Todo eso lo quería mantener.