Cultura

La gran apuesta/The big short

¿Es una excelente película? Sí. ¿Es original, audaz, ingeniosa, hilarante, triste, esclarecedora? Sí. ¿Es la mejor película del año, de la década, de…?

No tiene por qué ser verdad lo que todo el mundo piensa que es verdad

El rey desnudo, Hans Cristian Andersen

“Nadie hay tan osado que lo despierte…”

Leviatán, Thomas Hobbes

De cómo a la gente le siguen robando descaradamente y la gente sigue consumiendo y aplaudiendo como si nada.

 ¿Es una excelente película? Sí. ¿Es original, audaz, ingeniosa, hilarante, triste, esclarecedora? Sí. ¿Es la mejor película del año, de la década, de…? Ehh, la mayoría dirá que no aunque sí reconocerán que es una de las mejores (yo pienso que solo Spotlight/Primera plana tiene tanto valor).

¿Es una película decisiva?, ¿es haber encontrado la piedra filosofal (y descubrir que el capital financiero ya se la apropió)? Bueno –digo, malo en realidad– esto pocos lo entienden, lo asumen, tratan de cambiarlo. Igual que ocurre en el filme, donde solo cuatro gatos anticipan el colapso del sistema, y lucran gracias a su visión con diversos grados de cinismo y estupor (estaban apostando contra la economía estadounidense, advirtieron, sí, y ganaron, mientras a millones se los llevó el carajo; los culpables –los estafadores– se hicieron aún más millonarios gracias a que el gobierno salvó los bancos y conglomerados análogos mediante los impuestos).

Con su enorme legado en muchas áreas (cultural, ambiental), si en algo fracasó la administración Obama fue en corregir el rumbo económico, el dominio creciente del capital trasnacional y la obscena desigualdad que impone. ¿Podrá Bernie Sanders llegar a la Casa Blanca? ¿Podrá hacer algo más pese a su retórica?

Un testimonio revelador como esta película debiera derribar la Torre de Babel de Wall Street (sistema económico mundial); mas termina siendo como esas camisetas con la foto del “Che” Guevara, que se confunden con otras marcas inútiles entre el gentío sin rumbo; esa clientela que carga esvásticas, cruces, y miríadas de símbolos sin renunciar a la pasarela de la intrascendencia y el borreguismo.

El acceso al conocimiento ha tenido dos vertientes principales: los pocos que a partir de los datos construyen su entendimiento, y los muchos a los que se les obliga a memorizar algunos datos y a adquirir ciertas destrezas para insertarlos en los sistemas productivos. Ahora, con el frenesí de innumerables y cambiantes datos saturando los espacios, se ha consolidado el engaño. La gente cree saber mucho, pero básicamente no comprende lo esencial; no puede distinguirlo. Máxime, como explica Fritjof Capra, y revela la física, que lo que debiera interesarnos no son las cosas, sino las relaciones entre estas. Mientras tanto, sigue el carnaval con su hedor de muerte (Federico Fellini lo habría celebrado) y la mentira campea a sus anchas, como en La gran belleza de Paolo Sorrentino.

La mayoría nos percatamos del alcance planetario de la reciente gran burbuja financiera asociada a las hipotecas, los colaterales y demás entelequias, con miles de familias destrozadas y países en vilo, ¿cierto?. Varios filmes importantes aunque no tan populares contribuyen a entenderlo: El precio de la codicia, de J.C. Chandor (nominada al Óscar por el guion), y Dinero sucio de Charles Ferguson (Óscar como Mejor documental). El primero expone los alambicados y oscuros tejes y manejes de los especuladores; el segundo denuncia las tretas de los máximos ejecutivos, con sus pomposos currículos y cuerpo de barro (como la mujer que abraza Jack Nicholson en El resplandor, como La Segua). Si les sumamos el escandaloso El lobo de Wall Street del implacable Martin Scorsese (esta sí, taquillera), tenemos el perfil sicológico del triunfador contemporáneo, un pillo sin escrúpulos cuyo vacío espiritual es tan grande como su fortuna mal habida (¿quién quiere ser un looser?). Su periplo, final feliz incluido, es una bofetada al humanismo. Y como tarjeta platino la sobria y sólida versión que las conjuga, El capital del siempre alerta Costa Gavras. Suficiente para comprenderlo todo. Ojalá.

The Big Short los supera a todos (y a otros filmes semejantes), los engloba, los potencia. La gran apuesta debiera ser la trompeta que derriba los muros del Jericó contemporáneo, una calle, Wall St. (aquí va la imagen del muro que sueña Donald Trump), centro financiero que representa incluso a los sistemas que –como China, Rusia y socialismos autoritarios latinoamericanos– reniegan del voraz capitalismo matricida que se engulló a la Tierra (Planeta sagrado, de J. Long, muestra las insignificantes y maravillosas alternativas; pensadores como Leonardo Boff, las articulan). Un modo de producción que es solo una forma de organizar la avaricia humana, lo depredador en nuestra especie que sobrevivió a otras veinte del género homo y que se comporta como plaga, por mucho que nos duela reconocerlo (a fin de cuentas Quentin Tarantino y sus ocho odiadas películas podría tener la razón cuando expone y estiliza el fratricidio que registra la historia).

Cuando el deslumbrante Stanley Kubrick nos quiso alertar sobre el peligro inminente de la destrucción atómica tuvo que recurrir a la comedia negra –al límite del absurdo– y nos desencajó con su genial Dr. Insólito. El tema era demasiado grave para poder tratarlo en serio. El director Adam McKay (de la página web Funny or Die) –coescritor con Charles Randolph– tuvo la ventaja crucial de adaptar el demoledor libro del exitoso Michael Lewis The Big Short: dentro de la máquina del juicio final con sus herramientas de comediante desenfadado, con paradojas y excesos, con su know how del slapastick y Los resortes de la risa que publicó Charlot. Por cierto, es una forma artística atrevida y polémica que aquí disfrutamos en los documentales satíricos de Pablo Ortega sobre el TLC, Crucitas, La Caja del Seguro Social, las drogas (El jardín tóxico).

Protagonistas para vernos en su espejo

Un tema tan árido, codificado en lenguajes inasibles, de múltiples conexiones y laberintos, ¿cómo diablos se puede hacer evidente y paladeable a millones de espectadores potenciales? Aquí irrumpe el genio: un relato clásico de intriga cuyo resultado conocemos, mas cuyos jugosos pormenores debieran cautivarnos con un ensamble de protagonistas conspicuos y unos coros de villanos bien vestidos que van cayendo como una pila de huesos. Knock out: un estilo delirante para ilustrar la locura; un bombardeo de imágenes y sonidos que alucina para quizá despertarnos del letargo, sin olvidar dosis de sensacionalismo y cameos extravagantes, y un final agridulce (más bien deprimente) para comprometer nuestra resistencia y encarar el futuro.

Fue indispensable contar con un elenco amplio y convincente, y encabezarlo con personajes llamativos cuyas ansiedades compartimos, navegando indecisos entre la codicia y el anhelo de justicia. Por cierto, estos últimos están basados en los verdaderos inversionistas y también rompen la cuarta pared y nos interpelan. El también productor Brad Pitt establece el contraste con su papel de reflexivo humanista, a quien le importan más las ensaladas y las semillas orgánicas que los millones transados. Es la voz de la conciencia en un mundo perdido. Un enfoque que coincide con el que eligió en Doce años de esclavitud (el abolicionista) y, debemos reconocer, con el intenso activismo social que aúna a su brillante trayectoria interpretativa. Mas el peso del relato lo llevan el metódico actor Christian Bale, el versátil y prolífico Steve Carell y el intuitivo Bryan Gosling, que aquí invierten su estilo personal con el de sus caracteres. Tras su legendario hombre murciélago en la trilogía de Christopher Nolan, el camaleónico Maquinista (Bale) aquí es el neurólogo cuya falta de inteligencia social encubre una portentosa capacidad lógico matemática que le permite ver al “rey desnudo”. Su tosca apariencia y torpes maneras las une a su pasión por el heavy metal y la terquedad del que sabe que sabe. Es una delicia –algo inquietante– observar el trabajo minucioso de Bale, un avezado artista. Hay inocencia y a la vez vigor tremendos en este intruso que ridiculiza a los expertos y nos mira con ojos extraviados –literalmente–. Memorable es Steve Carell como el analista que acarrea nuestra indignación con su mezcla de sospecha, sorpresa y rabia, sin dejar de hacer negocios dentro de la jaula de oro que tanto desprecia (su nueva Office, “que aunque sea de oro no deja de ser prisión”, como dice el refrán. Estas dos actuaciones cimeras valen tanto como los notables y difíciles trabajos de Leonardo Di Caprio en El renacido, Eddie Redmayne en La chica danesa y Michael Fassbender en Steve Jobs. Complemento idóneo hace en La gran apuesta el calculador Ryan Gosling (muy distinto a su carismático Driver), cuya impecable presencia es la armadura de su definida ambición.

Carell se pregunta durante el proceso si la gente (el sistema) puede ser tan estúpida o tan corrupta; atónito se da cuenta (nos damos cuenta) de que sí, así es de estúpida y de corrupta. A partir del neolítico, la acumulación de excedentes favoreció aún más la intermediación, política y religiosa, diz que necesarias para administrarlos, y quedarse con la parte del león. Mucho más recientemente, el capital financiero trasnacional estableció una poderosa red de intermediación y un haz de juegos monetarios cada vez más absurdos y a la vez rentables para los que conquistan estas posiciones clave. El filme que recomendamos es una brillante, incisiva y aterradora revelación, al gran público, de este Leviatán que perpetua y multiplica la injusticia a la vez que asola la naturaleza (Andrei Zviáguintsev también llevó al cine su versión rusa). Ojalá el sétimo arte ayude a construir una resistencia, a desatar la rebelión, a impulsar otro mundo, porque este, como ilustra Quino/Mafalda, hay que arreglarlo ya, que apearnos no podemos.

 

 

 

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