En marzo de este año, Valentina Maurel, cineasta franco-costarricense radicada en Bélgica, vino a Costa Rica para presentar en el Cine Magaly su primer y multipremiado largometraje Tengo sueños eléctricos.
La película, según la sinopsis oficial, cuenta la historia de Eva, adolescente que sin poder aguantar que su madre esté reformando la casa, quiere marcharse a vivir con su padre, quien está experimentando una segunda adolescencia. Eva lo sigue mientras él intenta reconectar con su deseo de convertirse en artista y de volver a encontrar el amor. Pero, como alguien que cruza un océano de adultos sin saber nadar, Eva también descubrirá la rabia que la carcome y que, sin saberlo, ha heredado de él.
El largometraje de Maurel repite su proyección unos meses después de nuevo en el Cine Magaly, en el marco de la undécima edición del Costa Rica Festival Internacional de Cine (11CRFIC), que se lleva a cabo desde el martes 24 al sábado y culmina el 31 de octubre.
El film forma parte de la Competencia centroamericana y caribeña de largometrajes del 11CRFIC, junto a otras 11 producciones de Panamá, Costa Rica, República Dominicana, Nicaragua, Puerto Rico y Cuba.
Las funciones de Tengo sueños eléctricos son el miércoles 25 de octubre a las 5:30 p.m., en La Salita del Magaly, y el domingo 29 de octubre a la 1 p.m., en el Cine Magaly. Ambas tendrán un espacio de preguntas y respuestas luego de la proyección.
Hasta la fecha, Tengo sueños eléctricos ha ganado 34 premios y 3 menciones, contando los galardones nacionales de cultura, al haber sido reconocidos como mejor producción (Felipe Cordero), mejor dirección (Valentina Maurel) y mejor realización conceptual (Nicolás Wong).
Asimismo, el largometraje fue seleccionado por el Centro Costarricense de Producción Cinematográfica (Centro de Cine) para representar al país en los Premios Goya de España y los Óscar.
“Desgraciadamente yo no voy a poder estar en Costa Rica durante el CRFIC por motivos personales, pero recomiendo mucho que asistan a esas sesiones de preguntas y respuestas en que participará el miércoles la directora de casting de la película, Kim Picado, y el domingo el director de fotografía Nicolás Wong”, mencionó en días recientes Maurel, vía un mensaje de audio de WhatsApp.
Maurel afirmó sentirse “súper orgullosa” de que el Centro de Cine escogiera su largometraje para representar al país en los Goya y los Óscar.
“Es una película que aunque sea una coproducción entre Bélgica, Costa Rica y Francia cuenta con muchísimo talento tico: todo el elenco es costarricense y casi el 80% del equipo técnico también”, dijo.
La cineasta señaló que luchó para que el film pudiese ser también una coproducción costarricense, y el resultado es que puede representar a nivel internacional al país. “Cuando digo que insistía es porque los productores europeos habrían quizás preferido financiar todo desde afuera”, agregó.
Maurel explicó que, al ser una coproducción con Costa Rica, el país adquiere ciertas obligaciones de contratación, legales y de gasto del presupuesto.
La película recibió recursos del Fondo El Fauno del Centro de Cine y “por esa razón creo que es importante que el Estado fortalezca el programa, para que ese tipo de obligaciones legales igual sean interesantes para un productor extranjero”.
A continuación, un extracto de la conversación sostenida con Maurel en la San José patrimonial y bulliciosa del Café Rojo, ubicado en Avenida 7, en medio de la terraza adornada por una variedad de plantas frondosas que refrescaron el marzo pasado, caluroso y húmedo.
El largometraje habla de la violencia estructural, psicológica, física, de la violencia simbólica. Cuando la vi por segunda vez, en el cine, pensé: ¿más allá de la violencia concreta, física —tan dolorosa—, que es la más visible en el círculo de la violencia machista, esta película me está hablando de esas heridas que están adentro? Como esa escena cuando él papá le coge el brazo a la hija con fuerza, lo aprieta y le pregunta si le duele; no es solo el brazo el que duele, sino el dolor que provoca adentro, en la experiencia simbólica.
—Aprecio que hayás recordado esa frase, porque la gente no la recuerda tanto. Hay varios momentos en que él habla del dolor y hay como un mantra de no tenerle miedo al dolor, que es una visión filosófica muy ambigua. Es, entonces, adentrarse en él y ver cómo es esa contradicción, una visión un poco romántica de la violencia del dolor, casi estética, que ha alimentado quizás a mucha gente que conozco en el medio del arte. Quería hablar de esa contradicción, de a veces confundir la violencia y la pasión con la vitalidad. De confundir la violencia con la fuerza de carácter, con la afirmación de sí mismo. Se habla mucho de la violencia patriarcal, de la violencia sistémica, estructural, yo quería hablar de una que es la misma pero que se confunde con el discurso y el discurso puede integrarlo todo, hasta lo peor de las cosas. Quería hacer una película que se saliera de la moralina, en el sentido en que no digo si está bien o está mal, pero sí observo algo paradójico: estar rodeada de gente que sabe cosas de la vida, que tiene un acceso a la cultura, un acceso a la belleza de las cosas, y que a la vez se autoriza una cierta decadencia.
El malditismo: hay que tomar mucho licor, drogarse, etc.; todo resulta en mandatos y terminamos haciendo cosas que los demás dicen que hay que hacer. Nos confundimos mucho.
—Está la mojigatería religiosa conservadora y, por otro lado, las imposiciones pseudo progresistas de la generación de mis papás. No está mal, nada más que crecieron intentando romper con una imagen de la autoridad de antes, y hay una permisividad que puede generar mucha complicidad y libertad, pero también negligencia. Es una mezcla de las dos cosas. Yo quería constatar que esas cosas coexisten. Me gusta observar, nada más. Yo creo que es más implacable observar que juzgar. El dolor y su estética es una de esas cosas que quise observar. Hay un malentendido con respecto al dolor en los artistas, que yo entiendo porque yo todas las cosas las hago con dolor.

Creo que la película tiene la virtud de que en todo nivel —porque hay muchas capas— hay contradicciones, es una zona de ambigüedades.
—Yo siempre cito a Chejov aunque la gente me dice que es “tan clásico”. Me encanta porque sus personajes tienen una grandísima empatía y mucha ternura. Y bueno, yo también la quiero tener, nada más que tengo personajes muy imperdonables, —bueno, Chejov también—. Soy una mujer que representa a un padre de esta manera y sé que es una posición complicada. Hay gente que se puede preguntar por qué hacer esta película cuando se está luchando contra la violencia machista, contra los femicidios. Estoy consciente de eso, pero me parecía importante tener un personaje femenino complejo como el de Eva, la hija, ambiguo, con contradicciones, y crear personajes masculinos con esas mismas características. Los personajes existen en relación con los otros. Era necesario contar una historia de una adolescente que está en medio de esa confusión y que, aunque le hace daño, a la vez desde ahí es de donde ella también puede armar su propia pequeña rebeldía de golpes. Su pequeña revuelta, las herramientas con las cuales luchar contra eso, sin saber muy bien cómo ni tener las palabras teóricas, ya que nadie nace feminista. Yo no conocía la palabra sororidad. Violencia intrafamiliar, violencia doméstica son palabras que uno jamás aplicaría para su propia vida. Entonces, es la historia de cómo ella tiene que avanzar en medio de toda esa confusión y logra salir de un círculo de transmisión.
Precisamente, esas capas de los personajes son las que te permiten la generosidad que te gusta de Chejov, porque estás tomando en cuenta que es complejo. Hay varias maneras de explicarlo y vos te montás sobre eso para trabajarlo actoralmente. ¿Cómo es la dirección de actores y el vínculo que establecés con ellos y ellas para que sean personajes poliédricos, que tengan profundidad?
—Me ha costado hablar de la dirección de actores porque fue un poco misterioso lo que pasó. Fue una experiencia muy humana y extraña. El secreto para mí de la dirección de actores es no ser teórica, no pedirle a los actores que entiendan todas las dimensiones del personaje porque a veces ni las entiendo yo, ni espero que las entienda el espectador. Son cosas muy concretas como hacer ejercicios físicos de concentración para poderse echar al agua, poder improvisar, soltarse. Sin embargo, sí hay una cosa muy filosófica al cabo de un rato, después de trabajar mucho, y es no juzgar a los personajes, mirarse en ese lugar de de vulnerabilidad, de entender lo paradójico que es la violencia física, que tiene, por ejemplo, una dimensión de la cual no se habla tanto, pero que da gran adrenalina, que es placentera. Es una gran paradoja a la que se puede acercar una sin juzgar. La violencia cuando se acaba es casi como un alivio.
¿Libera tensiones?
—Sí. La peli también cuenta la historia de este papá que cuando su hija se vuelve un ser sexuado de pronto le incomoda que le toque la barba. Hay algo en la relación física que cambia y hay una tensión…
¿Incestuosa?
—Más que incestuosa, incestual. Entonces, la proximidad física de la ternura no puede ser o es difícil, pues la reemplaza quizás la relación violenta que es una manera de estrellarse contra el mundo también. Yo quería que este personaje de ella se estrellara contra el mundo, contra los adultos, para convertirse en una de ellos. Entonces, hay algo muy físico que yo les pedí a los actores para que llegaran a esos lugares sin exponerlos a que se agarraran, pero sí encontrar el lugar del balance entre la ternura y la violencia, entre el amor y el odio que es un lugar de balance muy finito, delicado, frágil, y que esa fragilidad atravesara todas las escenas hasta las más banales, en las que ella nada más le está tocando la barba y de pronto él se siente incómodo por esa proximidad.
La adolescencia y su tránsito hacia la adultez es como estar en tierra de nadie.
—Exacto, es una zona de orfandad porque es el lugar más incómodo. Creo que para nosotros los adultos no hay nada más vertiginoso que un adolescente que pregunta cosas que está descubriendo, o sea, uno como adolescente es testigo del lugar terrible de la vida. Siento que lo peligroso de un adolescente es su lucidez porque está autorizándose a estar atormentado por preguntas existenciales muy profundas, que uno ya no quiere como adulto, porque se supone que el mandato es que las resolviste. Además de eso, toda esta cosa física, hormonal que es totalmente concreta, vivencial, que a dónde la ponés. Es muy incómodo para la sociedad manejar eso. Es incómodo actuar ese personaje y yo no quería sacrificar a una jovencita para hacer esta película. En algún momento, consideré darle el papel a una chica menor de edad y rápidamente pensé que la mayoría de edad es un dato muy abstracto. No es que una cumple 18, y ya está del otro lado. Tuve la suerte de toparme con Daniela que tiene una sabiduría de la vida que me dejó muy sorprendida cuando yo tenía su edad. A ella la vi crecer frente a cámara, y dio ese balance muy frágil entre una cosa y la otra, de gran ambigüedad. La valentía con la que hizo todo, pues estaba yendo a lugares de una gran vulnerabilidad como la sexualidad, la relación con la mamá y la tensión permanente entre ellas dos.
La película tiene una dirección de arte que se amalgama muy bien con la dirección de fotografía. Hay una continuidad entre los dos lenguajes, como si estuvieras haciendo un viaje en la psicodelia, o en ese mundo del espejo de Alicia en el país de las maravillas.
—Fue muy lindo trabajar con Nicolás Wong, el director de fotografía, y con Mauricio Esquivel, el director de arte, porque les impuse una clase de control y descontrol, y eso es lo que va a darle el sentimiento de que estamos frente algo muy real y a la vez muy saturado. Filmamos en locaciones muy reales en las que intervino Mauricio, en orden cronológico y como viviendo en los lugares. Crear una dirección de arte que conviviera con la multitud de gente que había en los espacios, como la fiesta real que armamos. Lo que grabamos fue lo que resultó de esa fiesta; también hicimos un taller de poesía real.
¿En ese sentido es como un documental?
—Sí, quería mezclar la ficción con cosas reales.
En una entrevista dijiste: para llegar a la verdad se trata de construir la mentira.
—Exactamente. Uno transforma cosas, hechos y personajes en ficción para poder alcanzar una verdad.
Las escenas en la feria de Zapote te hacen entrar en ese ambiente onírico, raro, surreal, donde hay algo de carnavalesco. La mujer Gorila…son pequeños guiños de esa San José que quizá muchos desconocen.
—La horrorosa y todo eso es una parte de San José que yo descubrí más grande, porque eran lugares que estaban prohibidos para mí como jovencita por peligrosos y “vulgares”. Yo sentía un deseo de descubrir San José como de quien descubre el sexo, porque es un lugar muy sexualizado; también es el territorio masculino. Yo vivía a la par de la Feria y durante las vacaciones escuchaba el ruido de los parqueos improvisados, los borrachines, el olor a miados, la gente borracha y la sexualidad de los adolescentes que iban a ligar. La Tagada es de un nivel de violencia absolutamente surrealista: la gente se golpea.
Las “líneas” de progresión y tensión de la película dibujan los ciclos de la violencia: volver al mismo punto, una y otra vez; sin embargo, termina con la toma de conciencia de la protagonista de cómo debe actuar. Aún así el final plantea que hay afecto y complicidad entre ellos.
—Me alegra que lo digás porque a veces la gente piensa que una película tiene un mensaje, que con eso termina y chao. Lo que estoy contando es la historia de cómo una adolescente decide llamar a la policía. Pero no estoy representándola desde lo heroico y lo simple, sino a partir de que hay una esperanza de que se puedan romper ciertos círculos, pero no desde el coraje absoluto. Me interesa el final, porque por primera vez vemos un poquito a Eva y que su historia quizás va a cambiar, pero no lo resuelvo todo en la película, porque la vida toma años en resolverse. A veces nunca se resuelve.