Los ecos de la pandemia del coronavirus se perciben en cada esquina de este San José en el que se impone el silencio de sus teatros y la marcada desconfianza de sus transeúntes, mientras las mascarillas dan ese tono gótico a una vida que de la noche a la mañana trastocó la realidad de la capital costarricense.
Recorriendo sus calles se respira un aire distinto. Un algo que vino a imponerse y a alterar ese caos que ya era una marca instaurada en esta ciudad que tiene el extraño lema de “San José vive”, como si en un pasado cercano se hubiese dado un hecho traumático que amenazara su supervivencia.
Eso es San José hoy: una capital con el sello de las contradicciones a flor de piel. De ella han desaparecido los artistas improvisados. Ya no se escucha la marimba guanacasteca en la Avenida Central ni los acordes de un guitarrista trasnochado.
Ahora que la cotidianidad, brutalmente alterada por ese fantasma llamado coronavirus, empieza a recobrarse en el corazón del país, solo se escuchan las voces de los vendedores de lotería que ofrecen el 22, el 45, el 59: “lleve, lleve el 02 para hoy; me queda un entero del 68; lotería a precio, compre el 68; el mayor, lleve, lleve el mayor”.
El eco de esas voces resuenan en una Plaza de la Cultura acordonada y con el Teatro Nacional como telón de fondo.
Un pasar por el frente del Teatro Nacional, con el que la oligarquía dejaba patente su anhelo de que San José fuera una pequeña París, permite comprobar que el abandono de los símbolos que existen en la capital parece ser una política firme y consistente.
Al pobre de Juan Mora Fernández, ubicado en el parquecito que está frente al Gran Hotel Costa Rica, se le han ido encima las ramas verdes y agresivas de un roble Sabana, y ya ni se reconoce. Ahora sí que es una fría estatua, perdida en los oscuros tiempos del olvido.
Y el parquecito en el que está el Benemérito de la Patria es una verdadera comedia inversa en dos actos: lejos de darle esplendor a la estatua referida y servir de antesala al Teatro Nacional, el jueves 25 de junio era una selva en ciernes y el zacate empezaba a crecer como ocurre en un jardín abandonado.
Este detalle, que parece nimio, no lo es, porque es una muestra de las contradicciones que siempre han existido en esta capital que empezó a levantarse allá por 1737.
La imagen evocada es una esgrima entre el esplendor y la fealdad, con un testigo controversial al norte: el Gran Hotel Costa Rica, cuya remodelación hace tres años fue motivo de encendidas polémicas, porque algunos señalaban que la ley 7555 de Patrimonio cada vez se respetaba menos y que ese inmueble era una muestra inequívoca de ello.
EL SILENCIO DE LOS TEATROS
Convertida en la capital cultural de Centroamérica, el hecho de que hoy el Teatro Nacional y el Melico Salazar (sus principales salas) permanezcan cerrados producto del COVID-19 plantea un momento de tristeza para aquellos que han hecho de la cultura un emblema de su vida.
Mientras alrededor de dichos escenarios la capital va recobrando cierta cotidianidad, está claro que de aquel millón de habitantes que a diario ingresaban solo se percibe una tercera parte.
Mientras las gentes con sus mascarillas y sus caretas procuran protegerse del poderoso, misterioso e infranqueable coronavirus, como en una mala película de terror, se percibe un olor a desconfianza entre quienes tienen que moverse por esta capital de arquitecturas diversas y contradictorias.
En esta San José, en la que el teatro floreció con tanto ahínco en los años setenta y ochenta, en los que vivió su período de oro, no solo ese teatro desapareció hace ya varias décadas, sino que hoy es una ciudad a la que sigue faltándole ese gusto por preservar lo patrimonial y lo simbólico.
En una crónica anterior se denunció el olvido en que estaban estatuas y algunos símbolos y monumentos, y en un nuevo recorrido esa situación no ha cambiado en nada. Así, el olvido en que está el busto del presidente José María Castro Madriz, defensor de la libertad de expresión y fundador de la Universidad de Santo Tomás, ubicado diagonal al Banco Central, es patético. Las palomas errantes son las únicas que hoy se acuerdan del prócer de la libertad.
VOCES, VOCES
Abierto el abanico para que el país recobre poco a poco la normalidad, a San José han retornado las voces, incluso aquellas que no pueden hacerlo por derecho propio, como son las de los vendedores ambulantes, que a cada paso están pendientes de que no caiga la Policía Municipal y les decomise lo que ellos sueñan con traducir en pan.
Aunque son ilegales y perseguidos, los vendedores ambulantes —entre los que hay de cargadores de teléfonos inteligentes, tarjetas de teléfono, copias de películas en DVD, ropa, calzado y un sinfín más de actividades— recuerdan la importancia del otro para un ser gregario como el humano.
“El ser humano no puede dejarse solo. Necesitamos otras presencias. Necesitamos los ruidos suaves de la noche —una madre hablando en el piso de abajo—. Necesitamos los pequeños clics y los suspiros de una alteridad duradera. Necesitamos a los dioses”, sostiene John Updike en A conciencia: memorias.
En la esquina oeste de la Catedral se escuchan los vendedores de la calle, que tienen un ojo en sus mercancías y otro en saber por dónde anda la Policía Municipal que los persigue y amenaza a diario, en un juego macabro del gato y del ratón.
“Cigarros sueltos. Cigarros sueltos. Mentolados. Mentolados”, grita una voz anónima que caza clientes a vuelapluma en un ejercicio de sobrevivencia extremo.
En medio de los vendedores que se ubican en el bulevar josefino aparecen también los indigentes, que en estos tiempos de coronavirus se han vuelto cada vez más invisibles. Si ya lo eran, en el presente esa invisibilidad se ha multiplicado de manera exponencial.
En el corazón de la ciudad circula hoy una tercera parte de la gente que acostumbraba desplazarse por sus calles. Se nota en los comercios semivacíos, en los parqueos en los que sobran espacios. Además, la Plaza de la Cultura está clausurada y los músicos improvisados que se protegían en sus linderos han desaparecido momentáneamente.
No hay desolación, pero tampoco ha regresado la vigorosidad y el dinamismo que distinguían a este San José, cuya arquitectura de gran valor fue cediendo terreno a una modernidad de cemento y desmemoria.
ANTES DE
Ya antes de la pandemia se había empezado a gestar otra más silenciosa que el publicitado coronavirus: la del cierre de comercios. Quien camine por la capital se topará en sus distintas cuadras con el inevitable rótulo: Se alquila.
La oferta incluye apartamentos, algunos a precios bajos por el cuestionable estado en que se encuentran, cuarterías, comercios y compraventas. San José, ya antes de la peste, se estaba volviendo fantasmal; ahora con el coronavirus la ecuación se ha complicado.
Sobreviven, gracias a la fidelidad de sus clientes, las librerías de segunda mano, que realizan una extraordinaria labor cultural —de la que las autoridades de cultura aún no se enteran— las que permiten que textos de historia, literatura y ensayo, centrados en temas nacionales, sigan circulando, entre otros muchos atributos de dichos lugares.
Entre esos sitios que exhiben su consabido anuncio de que se alquila está el que por muchos años ocupó la Soda Chelles, que tras más de un siglo cerró sus puertas poco antes de que la pandemia arremetiera con todo su tropel de incertidumbres y males.
La soda en que otrora se reunieron escritores y contertulios a pensar San José como capital de la Suiza centroamericana mañana podrá convertirse en una tienda de juguetes, en un mercadillo de plantas medicinales, en una venta oficial de lotería, porque esas son las circunstancias que establece la ley de la oferta y la demanda.
Frente a la antigua Chelles parece extenderse, en las tardes veraniegas, como la del 25 de junio de este 2020, la sombra de esa mole de cemento y varilla que será el nuevo edificio legislativo. El que al fondo y al este parece ser el símbolo de esa cárcel que eligieron los diputados para alejarse del pueblo que los votó en comicios ejemplares y democráticos, propios de esa democracia formal de la que Costa Rica hace alarde.
MELANCOLÍA
A la par de esa desconfianza que hoy prevalece en la capital, ha de agregarse un sentimiento de melancolía para quien recorra sus calles. Ese caminante que no solo va con paso desmesurado hacia su objetivo, sino que agudiza su mirada para ver entre el caos y escuchar entre el bullicio —aunque hoy menor— puede percibir un aroma de nostalgia porque un “algo” se ha quebrado en la ciudad de la Boca del Monte.
Esa melancolía alcanza puntos clave en espacios que en un ayer cercano formaron parte del paisaje capitalino: la Librería Lehmann tuvo que mudarse doscientos metros al este y 150 al norte y en su lugar existe hoy una tienda que ofrece productos 3×2, en ese afán casi desesperado por atraer clientes en tiempos tan convulsos como los actuales. Por su parte, la Tienda Regis, tan tradicional para miles de costarricenses, cerró sus puertas, así como decenas de comercios de distinta índole.
El paisaje urbanístico de San José se había modificado antes de que se declarara la pandemia, por el cierre de locales ante la difícil situación económica, y se ha terminado de alterar durante su desarrollo.
Del Cowparede, espectáculo del que participó con gran protagonismo Marito Mortadela (Mario Gilberto Solano), ese personaje único que sobrevivía con una guitarra de niño, no queda más que su vaca deteriorada, a la que ya nadie determina. Más bien parece ser un estorbo en la Avenida Central, en la que no existe ya la dinámica febril de hace tan solo seis meses.
Cerca de ahí, donde en antaño estuviera el Palacio Nacional y la Plaza de Armas, y donde hoy se ubica el Banco Central, la mayoría del espacio público fue acordonado. Los viejos contertulios que cada día iban a arreglar sus vidas y a soñar con futuros maravillosos, para escapar de las implacables evidencias de la realidad, tienen vedada esa burbuja mientras los números del coronavirus siga siendo una amenaza.
LA CIUDAD DE LAS MASCARILLAS
Mientras las interminables conferencias de prensa del Ministro de Salud Daniel Salas dicen una cosa hoy y otra mañana sobre el uso de las mascarillas, los costarricenses, consumidores de noticias a destajo, se volcaron a andar con ellas por Avenida Central y conexiones aledañas.
Ahora ya no es ni siquiera la memoria de la ciudad de la bella arquitectura que fue antes de 1950. Ahora es la ciudad de las mascarillas y la desconfianza, en la que incluso los indigentes que aún se atreven a intentar ganarse la vida pidiendo están arrinconados en pocos lugares.
Uno de ellos se juega la vida a la entrada del quiosco del Banco Nacional, diagonal al Banco Central. Sentado a ratos, de cuclillas en otros, con su barba descuidada, sus ojos llenos de incertidumbre y el peso de sus enfermedades, reales e imaginarias, procura su sustento diario tratando de apelar a la misericordia del prójimo. Sí, literalmente de ese próximo que se acerca a sacar dinero de la tarjeta de crédito o débito.
En esta San José del coronavirus nadie sale indemne. Incluso las salas de masajes y los prostíbulos han visto disminuidos la afluencia de sus clientes, como nos relata un citadino que a diario recorre San José para ir a su trabajo y que conoce cuadra a cuadra la capital.
“La cara de San José cambió mucho. Las salas de masajes. Los prostíbulos. Hay hoteles, cuya fama todos conocemos, que están como vedados. Si la prostitución era la profesión más antigua del mundo, hoy es una de las profesiones más difíciles del mundo, porque la gente no quiere correr riesgos. El ambiente es de mucha incertidumbre. De melancolía. Hasta muchos puestos de venta callejeros desaparecieron en nuestra capital. Muchos chinamos de metal desaparecieron con el advenimiento de la pandemia”, expresó.
Este San José, de los teatros cerrados y en el que cesaron los sonidos de la marimba, ha sido transformado por el coronavirus hasta el punto de que los grupos de Alcohólicos Anónimos (AA) tuvieron que cerrar temporalmente, como es el caso del grupo Central San José, ubicado al costado sur del Teatro Nacional.
UN HAZ DE LUZ
En medio de ese clima de incertidumbre que se respira en la capital y mientras las mascarillas y la prisa empiezan a ganarse un lugar en este San José del siglo XXI, como de la nada surge una esperanza, incluso si se tratara solo de un mensaje más lleno de folclor que de conciencia trascendente.
El vendedor de copos viene cruzando la Avenida Segunda. Aprovecha para ello el hecho de que el semáforo está en rojo, pero aun así tiene que darse prisa porque su carrito es pesado y, si no se entrega a la acción, le sorprenderá el cambio de luces a medio camino.
Es un hombre de piel morena. Se nota en sus ojos que tiene mil batallas a cuestas. Va en busca de instalarse en un punto en el que piensa que encontrará los anhelados clientes que le permitirán salir airoso en la jornada de hoy (de este jueves 25 de junio, cuyo día ha sido veraniego, como en los mejores momentos de marzo y abril).
Al llegar a la entrada del Parque Central es cuando lo inverosímil salta a la vista y despedaza la realidad en mil fragmentos. Su carrito no lleva el consabido rótulo propagandístico de consuma copos, con leche pinito y leche condensada, como es habitual, sino que lleva un mensaje que vale por dos Ministerios de Cultura con sus adscritas juntas y su Centro de Patrimonio incluido:
“LA IDENTIDAD
DE UN PUEBLO
ESTA EN-CON
SERVAR SU
PATRIMONIO”
Así tal cual. Todo el realismo mágico. Todo el surrealismo de André Bretón y sus seguidores. Todo el mundo gótico de los medievalistas. Todos los “ismos” se necesitarían para entender en toda su dimensión el mensaje de este vendedor de copos en el corazón de San José.
Sí, señor Updike: “Necesitamos a los dioses”.